– ¡Inspector! ¡Su tesón podría considerarse enfermizo! ¡Supuse que era tenaz, pero no me imaginé que tanto! Acabo de terminar de grabar la cinta. ¡Está ahí, a los pies de la cama!
Sin preámbulos, el inspector Iturri me preguntó:
– Lola, ¿sabe quién es Vermissa?
– ¿Vermissa?… Sí, lo sé. Sin embargo, sería más correcto decir dónde o qué.
– ¡Caramba, confieso que no me esperaba esa respuesta!
– Pues siento defraudarle, pero Vermissa no es exactamente una persona.
– Y entonces, ¿por qué ese mensaje?
– ¿Qué mensaje? No sé de qué me habla.
– Es cierto, usted no ha llegado a ver el libro. Verá, ese volumen antiguo que le legó don Niccola, y que debería haber recibido hoy en la lectura del testamento, tenía una dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros».
– ¿Cómo lo sabe?
– Eso no importa, lo trascendental es el mensaje.
– Disculpe, inspector, sí importa. -le interrumpí contrariada-. ¡Soy yo la que está esposada! Para usted soy un caso pendiente de resolución, pero son mi vida y la de mi esposo las que están en juego. Si ha llegado la hora de la verdad, usted también tendrá que colaborar. Dígame, ¿cómo se ha enterado de la dedicatoria? ¿Qué importancia tiene ese juego de palabras del profesor Mocciaro?
– He estado con su madre y con don Gonzalo. Han ido al despacho en busca de esa obra. Cuando lleguen, me avisarán. Ha sido el abogado el que me ha contado el mensaje postumo de don Niccola, aunque ninguno de nosotros sabemos qué significa.
– En realidad no significa nada, inspector. No es más que un escenario de uno de los casos de Sherlock Holmes: concretamente de El valle del terror.
– ¿Y por qué habría de enviarle ese mensaje tan estúpido en una dedicatoria? Don Niccola Mocciaro se tomó muchas precauciones para hacérselo llegar. Obligó a don Gonzalo a anotarlo delante de él. Además, no quiso que se le entregara el libro junto a la pluma, sino en su visita obligada a Pamplona. -De improvisó una extraña luz iluminó el rostro del inspector y un murmullo de asombro se escapó de sus labios-. ¡Qué estúpido he sido! ¡Es posible que, si buscamos en el libro que don Niccola le envió a usted, encontremos alguna anotación! ¡Sí! ¡Es muy posible! ¡Voy a enterarme de sí han llegado! Usted recuerde lo que pueda sobre Vermissa.
Mientras Iturri empleaba su móvil, yo rememoré el caso de Sherlock Holmes, y luego se lo conté pacientemente al inspector, aunque él no me prestaba excesiva atención.
– Pues verá, el caso de El valle del terror, que es donde se cita el nombre de Vermissa, narra las historias de una sociedad secreta norteamericana… Supongo que don Niccola me quería decir que tuviese cuidado, porque las cosas no son lo que parecen. No sé, en este momento no se me ocurre otra explicación. Lo único raro de ese mensaje es que, en realidad, la novela habla de sesenta miembros, no de sesenta y uno.
– Estoy seguro de que hay algo más. ¡A ver si traen de una vez ese puñetero libro! -Iturri tomó su teléfono móvil y preguntó, chillando, si no habían llegado aún. Cuando recibió la respuesta, se le alegró la cara-. ¡Ya suben! ¡Veremos de inmediato si hay algo escrito en ese capítulo!
Llamaron a la puerta, se me desbocó el corazón de nuevo. El abrazo fue denso, apretado, colmado de sentimientos, pero silencioso. Curiosamente, ni mamá ni yo lloramos. Gonzalo Eregui y Juan Iturri se mantuvieron en un respetuoso segundo plano, aunque a este último se le agotó pronto la paciencia.
– Por favor, señoras, tenemos que resolver este galimatías. Debemos sosegarnos y repasar el libro. El tiempo apremia.
– ¡Conozco este libro! -les dije-. ¡Es magnífico, y vale un dineral! Verá, don Niccola había ido reuniendo primeras ediciones de cada uno de los relatos de Conan Doyle. Este escritor no empezó escribiendo libros. Por el contrario, publicaba sus relatos por entregas en sendos magazines: Lippincott's Magazine, Strand Magazine, Collier s Weekly, etc. Lo hizo desde finales del siglo XIX hasta el primer cuarto del siglo XX. Tras su éxito, empezaron a hacerse ediciones completas, que son las que posee todo el mundo. No obstante, don Niccola se hizo con los ejemplares originales de esas revistas. Cuando tuvo todos los números, los encuadernó en piel… Sí, aquí está la dedicatoria: «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros»…
– ¡Busque el caso de El valle del terror! ¡Quizás haya alguna anotación!
– Sí, ahora mismo lo busco.
Repasé la larga y emocionante prosa tres veces, pero para enojo de todos nosotros, especialmente de Iturri, fue perder el tiempo. El libro no parecía contener más secretos que los escritos por Conan Doyle. Mientras iba avanzando el reloj y las posibilidades se reducían, la inicial euforia del inspector se esfumó. Como por ensalmo, sin solución de continuidad, como la niebla en la atardecida, le asaltó el mal humor.
– ¿Qué es lo que ocurre, inspector? -pregunté preocupada.
– No se inquiete, no habrá pruebas concluyentes contra usted o su marido.
– En eso tiene razón -aseguró Gonzalo que, junto a mi madre, se mantenía voluntariamente en un segundo plano.
– ¡Esto no tiene lógica alguna! -protesté con desesperación-. Si se insiste en que Alejandro ha sido asesinado, ha de haber alguien que haya cometido el crimen. Y si no lo encontramos, tanto Jaime como yo estaremos siempre en entredicho.
– Salvo que la acusación sea probada más allá de una duda razonable, tanto usted como su esposo quedarán libres -informó asépticamente el inspector Iturri-. Debería usted saber, si es jurista, que en España se aplica el principio de in dubio pro reo.
– Conozco sobradamente la ley, pero aquí no hablamos de la ley, sino de la vida. Mi esposo, mis hijos, yo, todos habitamos en una sociedad en la que la apariencia es importante. Si los demás creen que soy culpable, terminaré siéndolo efectivamente. Pese a que la justicia me declare inocente por falta de pruebas, o por que aplique el principio de que en la duda, a favor del reo, a sus ojos seré culpable. Si alguna vez llego a alcanzar el grado de catedrático -¡qué insulsa, qué insustancial me parece ahora esa palabra!-, obtendré una cátedra manchada de sangre. No me atreveré a tener discípulos por miedo a que mis problemas les puedan salpicar; me veré obligada a bajar los ojos ante todo el mundo cuando nada he hecho. Mis hijos sufrirán esas iras en abundancia y acrecentadas: los niños suelen ser especialmente crueles. Y Jaime, mi pobre Jaime… Lo siento, soy de lágrima fácil.
»Lo que quería decirle, inspector, es que necesito aclarar los hechos, saber por qué han ocurrido y quién los ha causado. Pero en lo tocante a eso, sólo sé lo que le he dicho ya: que no he sido yo, ni tampoco Jaime, y la más beneficiada, Clara, carece de capacidad para planear un crimen de esta magnitud. Por eso digo que algo se nos escapa. Además, veo en sus ojos que a usted hay algo que tampoco le cuadra.
El inspector Iturri bajó la mirada. No deseaba confesar sus temores o suposiciones, lo cual era comprensible ya que en mí veía una potencial, aunque muy dudosa, implicada. También resultaba obvio que algo le inquietaba y que sentía la necesidad de compartir algún dato, un detalle, quizás un fleco de la investigación conmigo.
El policía se frotó los ojos. Se resistía a hablar. En su interior luchaban la prudencia y su instinto. Finalmente, éste último salió vencedor.
– De acuerdo. Bien.
Nuevamente guardó silencio.
– ¡Santa Madre del Amor Hermoso, inspector! ¡Tratar con usted incrementa la virtud de la paciencia! ¿Va a decir lo que piensa? Es posible que, si comparte sus ideas conmigo, descubra algún detalle. Es posible, a mí me pasa a menudo, que al expresar sus ideas en voz alta se dé cuenta del fallo de razonamiento, si es que existe.
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