Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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Ahora Yánkele estaba ahí, mirando al muchacho de mármol, observándole los pies -había que reconocer que los pies le habían salido muy bien-, pero sin pronunciar palabra. Tampoco aquella mañana, cuando llegaron de repente, había dicho nada. «Mudo, más que mudo, di algo». Aquella mañana caían pesadas unas silenciosas gotas de lluvia, y ella había podido oír con toda claridad el ruido de un motor que le hizo volver la cabeza y ver un vehículo desconocido que llegaba salpicando el barro del camino. Salió precipitadamente a su encuentro porque creyó que se trataba de los técnicos que venían a arreglar la máquina clasificadora que se había averiado, pero en cuanto salió se dio cuenta de que no se trataba de los técnicos. Eran tres, un hombre y una mujer vestidos de militares y otro hombre de civil. En un primer momento no se le ocurrió que pudiera tratarse de ellos, porque no tenía ningún motivo por el que estar preocupada ya que Ofer estaba realizando un cursillo muy seguro en una base del Ejército del Aire cerca del moshav. Pero, todavía distraída, cuando se acercó al cobertizo de los tractores, la asaltó el temor de que pudieran haber venido por algún asunto que no fuera a entender y que tuviera que verse obligada, como ya le había pasado antes, a permanecer delante de ellos limitándose a asentir con la cabeza, por lo que tendría que ir a buscar a Yánkele, que ahora estaba en los naranjales, para que él hablara con ellos. El hombre del uniforme militar, que tenía la graduación de teniente coronel y que llevaba la pechera adornada con otras insignias, señaló la casa y le preguntó si vivía ahí la familia Avni y si ella era Rajel Avni, y al contestarle afirmativamente a ambas preguntas fue la soldado, una pelirroja con pecas con la graduación de mayor, la que le pidió que entraran en la casa. Ella no les preguntó de inmediato ni por qué ni para qué, aunque mientras los guiaba hacia la entrada de atrás y pasaban los cuatro por el estrecho pasillo entre la gata y tres pares de botas de goma negras, presintió algo, pero todavía no ataba cabos, porque no acababa de convertir la situación en palabras mientras su cuerpo avanzaba con pesadez, como si caminara en medio de un sueño, y bajo la piel los dedos le empezaban a latir por las puntas, como si la sangre se le retirara hacia dentro, desde los pies hacia el vientre, el corazón le palpitaba con fuerza y su respiración era agitada. Extendió el brazo para indicarles el camino hacia la sala de estar y los tres pasaron delante de ella esquivando a los perros, que estaban tendidos en el suelo de la cocina, primero el teniente coronel, tras él, con paso vacilante, la oficial, y después el hombre vestido de civil que aún no había pronunciado ni una palabra.

Los dos militares se quedaron con los abrigos puestos y sólo el hombre de civil -después, cuando la cogió de la mano para tomarle el pulso, resultó que él era el médico, naturalmente- se quitó el abrigo corto de lana negra que llevaba puesto y lo dejó a su lado, en el sofá. Rajela, a quien se le había nublado la vista y ante cuyos ojos correteaban unos puntitos rojos y negros que conocía muy bien, porque aparecían cuando se incorporaba demasiado rápido, asintió con la cabeza. De pronto se había quedado sin voz. No le salía ni para preguntar por lo que había pasado. Fue el teniente coronel quien se lo dijo. Primero de forma breve y luego detalladamente.

El trigésimo día de duelo, cuando se encontraba junto a la piedra de forma rectangular intentando arrancarla de la tumba con sus grandes manos -la furia le daba una fuerza que nunca se había imaginado que tuviera, aunque la piedra, de todos modos, no se moviera-, oyó como surgiendo de la niebla la voz de Talia, su hija mayor, una voz suplicante, «mamá, mamá, basta, mamá, mamá», mientras Yaeli, su hija pequeña, le tiraba del brazo. Junto al grupo de soldados que permanecía firme a un lado, estaba tirado el azadón grande, ella hizo ademán de ir a cogerlo, pero Talia, como si adivinara sus intenciones, se interpuso en su camino con sus brazos gordezuelos y blandos y aquel vientre que apuntaba hacia delante con sus seis meses de embarazo, mientras les hacía señas a su hermana y a su hermano. Así, la vergüenza siguió allí sobre el polvo mientras su marido, su padre y sus hijos vivos la arrastraban, empleando una enorme fuerza, para sacarla del cementerio.

Yánkele había visto la escultura incluso antes de que Rajela hubiera terminado de cincelar y de pulir el mármol. Una noche, hacía dos semanas, cuando Rajela abrió los ojos en su lecho, en el estrecho banco de madera sobre el que había extendido una fina colchoneta con la que se había hecho una especie de canapé en el que relajar un poco los músculos y dar reposo a los tobillos que se le hinchaban de estar tantas horas de pie -porque no podía tumbar la piedra por la altura-, lo había visto ahí delante, mirando la figura y sujetando con la mano el paño rojo con el que ella todas las noches, al terminar de trabajar, cubría al muchacho. No lo había oído entrar, porque por lo visto se había quedado dormida y una mano ancha y fuerte le había embutido entre los labios un puñado de tierra, no, no era tierra sino cal, no exactamente cal sino piedra machacada, puede que polvo de mármol, una mano que le llenaba la boca una y otra vez mientras la otra le sujetaba la nuca con fuerza para evitar que moviera la cabeza. Intentaba apretar los labios, pero aquellos potentes dedos se los abrían y le metían dentro más y más polvo y la boca se le iba llenando de esa cosa, aunque todavía quedaba espacio, como si el abismo que se le había abierto no tuviera fondo. Abrió los ojos, movió la cabeza y vio a Yánkele junto a la escultura. En un primer momento no supo dónde se encontraba.

– Nosotros tenemos la culpa -le dijo de pronto, con unas palabras que le brotaron en ese instante tomando la forma de una nube opresiva-. También nosotros tenemos la culpa -se corrigió-, no lo educamos como es debido. Lo criamos sin enseñarle a renunciar a caer bien. No sabía rebelarse ni llevarles la contraria a sus mandos -Yánkele agachó la cabeza y no dijo nada-. Eso no me lo puedo perdonar -añadió ella muy bajito.

Él, entonces, tensó los labios con una mueca que casi consiguió ser sonrisa y sentenció:

– Todos los padres que pierden a un hijo creen que no han hecho lo suficiente por él y, como no les falta razón, los detalles no tienen ninguna importancia -esas palabras de él vinieron a decirle que sentía lo mismo que ella.

La lluvia golpeaba el techo de latón, las gotas emitían un sonido de percusión y después resbalaban, una tras otra, hasta verterse en el cubo que Rajela había colocado bajo la gotera del techo. Yánkele posó la mano sobre el rostro del muchacho, como si quisiera cerrarle los ojos que ella le había dejado abiertos. El lugar del sueño, una casa grande y vacía con la fachada agrietada, ése era el lugar al que ella realmente pertenecía. Transcurrieron largos segundos hasta que se palpó los costados y recordó cómo había llegado a aquel estrecho banco de trabajo. A través de la ventana veía ahora la oscuridad. La vieja estufa de queroseno ardía con un fuego rojizo y unas manchas negras cubrían el enrejado. Los vapores del petróleo flotaban en el aire y una sequedad muy grande le enronquecía la garganta.

– Hay que abrir una ventana -dijo Yánkele, mientras observaba el cazo que ella había puesto sobre la estufa, agua con cáscaras de naranja, para humedecer y perfumar el aire. Un olor dulzón y pesado a cáscaras de naranja quemadas, mezclado con olor a polvo, impregnaba la estancia. Rajela notaba el cuello rígido y dolorido, y al levantar la cabeza, miró a su alrededor y vio que el agua del cacito se había evaporado, las cáscaras se habían secado hasta encogerse ennegrecidas y que en el fondo del cazo se había solidificado una costra marrón. Se levantó de un salto y, en medio del vértigo que le produjo el haberse incorporado tan deprisa, la golpeó la conciencia de quién era y de cuál era su vida, y la tenebrosa angustia de antes se le volvió a instalar en el pecho y en las caderas, que le dolían como si alguien estuviera encima de ella arrancándole las vísceras y haciéndolas pedazos. Alrededor de la escultura, que a sus ojos seguía siendo un bloque de mármol lleno de errores, se alineaban los cinceles, el martillo y el escarpelo en perfecto orden, como al final de un día de trabajo. Yánkele se le acercó y posó su mano sobre la de ella-. Es preciosa, Rajela -dijo-, pero… las medidas, habría que reducirlo, dejarlo en las medidas que nos han dicho, porque, si no, no nos van a permitir ponerlo; si lo dejas así va a romper con la línea… ya sabes cómo son… -y después escondió el rostro entre las manos.

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