Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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En un rincón de la cocina, junto al armario de madera, una pálida araña tejía su tela. Su padre les había prohibido matar arañas porque sostenía que se trataba de unos seres vivos que no hacían ningún mal, que había que dejárselas a las salamanquesas, que traían suerte y que además comían moscas. Cuando eran pequeños su padre les había enseñado a observar de cerca esa obra de ingeniería, el proceso de construcción de una telaraña, y hasta le había comprado una lupa para que las pudiera observar.

Nadav acababa de cumplir veintiséis años, se ganaba bien la vida y vivía fuera de casa. A pesar de ello, no podía evitar desear que su madre volviera a ser la madre que para él había sido un día. Incluso cuando la odiaba y miraba las dos hendiduras a ambos lados de los labios, la enorme arruga del ceño y veía -¿cómo podía uno no darse cuenta?- la dejadez con la que se vestía, los calcetines militares de lana con los que vagaba por la casa y que antes se quitaba al final del día de trabajo y dejaba en un rincón de su estudio, incluso entonces Nadav buscaba en su rostro alguna señal de lo que un día había sido. Esperaba la sonrisa con la que a veces ella les decía: «Yo, que soy vuestra madre, os he preparado…», como la madre del pequeño Neftalí que estaba aprendiendo a sentarse en el caldero, en el libro El caldero de los calderos, y que a ella tanta gracia le hacía. Nadav recordaba la consternación que se apoderaba de su madre al oír su llanto por la suerte que corría la pequeña sirena y cómo se avenía enseguida a dejar de lado el libro comprometiéndose a quemarlo y a declararlo una auténtica estupidez. Unos años después lo encontró escondido detrás de los libros de ella, en el dormitorio. Se acordaba también de las cartas que les dejaba a cada uno de ellos debajo de la almohada en nombre del enano volador, el enanito de los dientes, que recogía los de leche y les dejaba un regalo especial a cambio del diente que se había caído. Y la insistencia de ella, incluso cuando él le preguntó con once años ya si el enano volador existía de verdad, en que era él y sólo él el que dejaba las notas y los regalos. Recordaba también la melodía de su potente risa, con la cabeza echada hacia atrás y las manos en la cadera, a la vista del maquillaje que Talia se había untado en la cara, y cómo les había enseñado a hacer títeres para los dedos, a sujetar el cincel para tallar figuras de pedacitos de madera, y la concentración con la que sus ojos se acercaban a las páginas de un libro mientras él y sus hermanas se revolcaban por la hierba mojada muy cerca de ella. Todas esas imágenes arremetían contra él como una ola cálida y despertaban en él el deseo de irrumpir en la habitación en la que se encontraba tendida y sola para suplicarle que volviera a ser la de antes.

Del bolsillo de atrás de los pantalones Nadav sacó el sobre en tono celeste que llevaba ahí doblado. Lo desdobló y lo alisó. En tres de los cuatro sellos de Brasil aparecían unas orquídeas gigantes y blancas, y en el cuarto una cascada de agua que luego se deslizaba por unas islas de verdoso musgo que cubría unas rocas escarpadas de piedra blanca. No era así como se había imaginado el paisaje campestre de Bahía. Había creído que todo sería en tonos marrones y rojos y que las montañas serían de tierra arcillosa. En las postales que su hermana enviaba desde Brasil se veían árboles del paraíso de grueso tronco y rocas de balasto. A los pies de la cascada había también una piscina natural en un tono azul turquesa. Yael ponía unos sellos tan grandes y tan bonitos en los sobres, como si todavía existiera un Ofer que fuera a arrancar con mucho cuidado el trozo de sobre que los rodeaba para después meterlo en un cuenco de agua y separar los sellos, secarlos sobre una toalla limpia y encontrarles el lugar adecuado en el álbum que tenía especialmente dedicado a los sellos de flores. Todavía podía ver su cabecita clara, inclinada y concentrada sobre ese álbum, uno de los nueve que tenía, y oír su voz ansiosa diciendo: «¿Es para mí? ¿Puedo? Papá, papá, dámelo», con la mano extendida y expectante, hasta que arrancaba aquel trozo de sobre con todo cuidado. ¡La lata que podía dar Ofer cuando quería algo! ¡Cómo lo seguía a uno por toda la casa hasta que lo lograba! ¿Qué iba a ser ahora de la colección? «Mis álbumes se los dejaré en herencia a Yaeli, porque es la que más sellos me ha dado», había dicho Ofer cuando tenía ocho años y le preocupaba el asunto de los testamentos. Entonces, aquello había sonado muy cómico y hasta se había producido alguna que otra discusión. A Nadav le prometió todos los libros de Jasamba, «y puede que también el oso». ¿Qué iban a hacer ahora con los sellos y los álbumes? Nadav rasgó con sumo cuidado una esquina del sobre de Brasil y se metió los sellos en el bolsillo de la camisa, como si asumiera la responsabilidad de seguir haciendo la colección como la había hecho Ofer. Pero no era en él en quien pensaba, sino en el que se la llevaría, llegado el día, cuando ayudaran a sacar de la habitación de Ofer todas sus pertenencias.

Hola, Nadav [escribía su hermana desde Brasil], perdona que haya tardado tanto en contestar a tu carta, espero que no te enfades. Tu carta me ha llegado de camino hacia un pueblo al que se tarda varios días en llegar, así es que seguro que me llevará unos cuantos días poder enviar la mía. Ahora son las dos de la mañana y estoy en un pueblo muy pequeño de unos trescientos habitantes, unos son blancos y de ojos azules y otros morenos de ojos verdes. Se llama Cafao y se encuentra en el estado de Bahía. Un sitio del que se puede decir que es una especie de paraíso con montañas y cascadas, como en la ilustración del sello, un paraíso por el que se puede andar durante horas sin encontrar caminos ni turistas. Tengo una habitación en un albergue que se llama Tiro-Inn, una especie de fonda muy barata que está en una casa de una sola planta con un tejado plano cubierto de baldosas, con unas puertas muy pesadas, de madera maciza, hechas a mano y con todo tipo de símbolos tallados en ellas contra los maleficios. Hay cinco habitaciones y lo lleva una flemática pareja de ancianos muy amables. En la habitación no hay nada excepto una cama y una mesa, pero todo está muy limpio; ahora estoy sentada fuera, en el umbral, mirando el cielo, que está cuajado de estrellas, como en el moshav cuando éramos pequeños, y escuchando el estruendo de la cascada. Viven de la agricultura, cultivan todo tipo de frutos de los que nosotros nunca hemos oído hablar, y no hay más carretera que la que lleva a Lenzas, que es la ciudad más grande que hay por aquí cerca. Lo mejor de este lugar, aparte de los colores y del silencio, son las orquídeas blancas silvestres, que son gigantescas y crecen por todas partes. Mira el sello. He leído tu carta cien veces. Ojalá estuvieras aquí. Sé que lo vas a negar, pero por tu carta he notado que quizá empiece a fastidiarte el hecho de que yo haya huido de todo. Estoy segura de que Talia opina que me he escapado y que os he dejado toda la carga a vosotros, aunque tampoco me haya dicho nada en la última carta que me ha enviado con las fotos de la niña. ¡Una monada de bebé! Cuando vuelva ya será toda una personita y también a ella me la habré perdido. No tengo ni idea de lo que pensarán mamá y papá de que lleve ya cuatro meses dando vueltas por el mundo. La verdadera razón por la que he esperado unos cuantos días para contestarte ha sido porque necesitaba pensarlo de nuevo, antes de decidirme, y también porque me cuesta mucho escribir las cosas que realmente pienso y siento. La noche que estuvimos hablando, antes de que partiera, me dijiste que esperabas que volviera pronto, pero que lo entenderías si no lo hacía. Entonces no hablamos del juicio, era demasiado pronto. Tú me ayudaste mucho para que, a pesar de todo, tomara la decisión de marcharme, después de haberme pasado todo el año soñando con ello, de haber trabajado tan duro y de ahorrar, a pesar de que sólo hacía dos meses que Ofer había muerto cuando me fui, y fuiste el único que no me hizo sentir como una criminal. La noche antes del viaje te dije que tenía que irme y que quizá volvería para el primer aniversario de Ofer. Y también comentamos que cuando yo regresara te irías tú. Pero ahora que ya han pasado unos meses me escribes lo del juicio y me dices que, aunque te resulta difícil no hacerlo, no me pides que vuelva, sino que solamente me lo cuentas para que yo decida, pero yo sé muy bien que crees que todo te resultaría mucho más fácil si yo volviera, porque te parece que podríamos repartirnos la carga (¡qué terrible es hablar de nuestros padres como de una especie de carga!), y sé que te resulta muy duro estar solo, estás completamente solo con ellos, porque Talia tiene una vida familiar muy plena; cada uno tiene su propia vía de escape, aunque físicamente esté muy cerca. He leído tu carta cien veces y he tardado en contestarte porque tenía que pensarlo muy bien para llegar a comprender qué es lo que quiero hacer y qué es lo que los demás esperan de mí, para saber qué pesa más. Desde el primer momento supe que lo que se esperaba de mí era que anulara este viaje para el que llevaba todo un año ahorrando, y que tú sabes muy bien cuánto lo había esperado. El mundo se nos vino abajo a todos, aunque tampoco antes lleváramos una vida tan fácil, sólo Talia, quizá, para la que todo es más sencillo, porque tiene una especie de pureza de corazón que hace que acepte las cosas dolorosas de la vida mucho más estoicamente que yo. Pero yo, que soy la que mejor me llevo con mamá, precisamente yo, lo mismo que tú, creo que no es bueno que estemos muy cerca de ella en estos momentos. No sólo porque yo esté viva y Ofer no, eso creo que es natural sufrirlo y con ello tendremos que vivir durante toda la vida, esa angustia que no soy capaz de explicártela aunque quizá no haga ninguna falta porque seguro que sabes a qué me refiero. No se trata exactamente de culpabilidad, aunque también haya algo de culpa, sino de una angustia continua, constante; cuando pienso en casa, en papá y mamá y en ti, aparece siempre ese espacio en medio, como si la cabeza empezara a contarnos a todos, hasta que llego a Ofer, que es el momento en que se me forma dentro como una especie de foso, igual que cuando un ascensor desciende de golpe. No encuentro las palabras adecuadas para describir esta sensación, pero la tengo todo el tiempo, incluso ahora, al escribirte, incluso en medio de un paisaje tan hermoso como este que hay aquí y entre unas personas tan buenas y acogedoras, aunque quizá sea precisamente peor esta paz que reina aquí, porque es como si las desgracias no existieran, a pesar de que viven en medio de una gran pobreza y con una sencillez desconocidas para nosotros, puede que como los beduinos del Sinaí. Te escribo, sin que me resulte nada fácil, para decirte que he decidido no volver por el momento. Voy a esperar un poco. No porque quiera pasármelo bien, porque sé perfectamente que tendrá que pasar muchísimo tiempo hasta que pueda divertirme de verdad o disfrutar de algo sin tener esos horribles pensamientos, sino porque si ahora estuviera cerca de mamá, cerca de lo que ya durante los siete primeros días de duelo vi que iba a ser de ella, yo misma me convertiría en lo mismo y así sería ya para toda mi vida. En el instituto estudiamos a Michael Kolhaas, y no sé si te acordarás de que te lo comenté cuando yo estaba en octavo y tú justo a media licenciatura, cuando me hablabas del feudalismo en Alemania, de Prusia y todo lo demás, que entonces yo te dije que había hablado de ese libro con mamá y que ella me había repetido las palabras «era un hombre íntegro y terrible», y que entonces ya tenía esa mirada en los ojos, como si echara de menos esa manera de ser. Así es que ya me imaginé lo que iba a ser de ella. Desde que Ofer murió me siento huérfana, como si no tuviera una casa a la que volver. Además de que los dos, tanto tú como yo, sabemos muy bien la tensión que hay entre mamá y papá, la que hay entre tú y ellos dos y entre ellos y yo, y lo difícil que me resultaba decidir qué era mío y qué era de mamá, y dejar de preguntarle si cada cosa le gustaba o no le gustaba, y llegar a ser yo sin pensar constantemente en lo que ella opinaba al respecto. A Talia le resulta menos difícil, porque ella es muy diferente y sabe cuidar se sí misma tranquilamente; si hasta Ofer, puede que precisamente por no tener los pies en la tierra y porque nadie esperaba nada de él, se las arreglaba mejor. Mientras que de ti y de mí, quizá por ser los medianos, siempre me pareció que esperaban grandes cosas. Incluso en papá, con todo lo callado que es, noté lo mismo. Lo que sucedió no tiene arreglo ni se puede cambiar. La decisión que tomé de marcharme fue precisamente por eso, para desconectar, porque ahora no puedo consolarlos, no pienso instalarme en una casita junto a ellos, casada, y llevar una vida tranquila con tres o cuatro niños, porque ni siquiera sé lo que quiero todavía. Talia sí puede, pero yo no. Mi vida es un verdadero embrollo, y la tuya también, aunque no lo parezca. Tu situación no es tan grave como la mía, porque tú no te enfadas tanto como yo. A mí me exasperan y no sé por qué, pero a veces también estoy muy triste y lo único que quiero es emborracharme para no pensar en Ofer. Los vi completamente acabados y me di cuenta de que si me quedaba con ellos tendría que convertirme en su madre. Cada vez que me acuerdo de lo bien que estábamos antes, de aquellos sábados en los que nos quedábamos en la habitación en pijama y no nos vestíamos hasta el mediodía, y tú nos contabas todo tipo de ocurrencias, y las bromas que le gastabas a Ofer, que se lo creía todo, y cuando pienso en sus ojos, tan grandes y tan honestos, en su machaconería, en su voz, me dan ganas de morirme. ¿Te acuerdas de la lata que te estuvo dando una vez para que lo llevaras al mar y alquilarais una barca de remos? ¿Y de cómo cuando se lo prometiste empezó de nuevo a darte la lata con que tú nunca cumples tus promesas? Hasta que al final nos llevaste a los dos, ¡lo que llegó a vomitar, lo que se quemó con el sol, pero también lo que pudo disfrutar! ¡Jugaba a que era un marinero, a pesar de que ya casi tenía catorce años! Te acordarás también de cómo te recortaba las fotos de la National Geographic porque quería pegar los animales en la pared de su habitación, junto a la cama, y lo mucho que te enfadabas con él. Cuando más me costaba sobrellevarlo era antes de dormir y por la mañana, al despertarme, eso hasta que me marché, porque desde entonces estoy un poco mejor, los sitios nuevos, toda la gente que he conocido, los trabajos tan variopintos que me busco, como el de las fotos que te envié hace un mes, bañar y cepillar caballos, en el que estuve trabajando hasta llegar aquí, todo eso me ha ayudado mucho, y el cansancio, esta dejadez, y todo tan lejos de Israel que la casa y la familia me parecen a veces como una historia lejana, algo que pasó hace mucho mucho tiempo. Sé que estás pensando que soy una egoísta, y seguro que es verdad. Siempre dijiste que era una mimada, y también es bastante cierto, aunque aquí vivo con lo mínimo posible, y aun así estoy mucho mejor de lo que estaría allí. No sé qué rumbo va a tomar mi vida, pero, entre tanto, lo que tengo que hacer es salir a flote, y por eso no voy a volver para el juicio, pues me haría ir para atrás de nuevo. Sé que suena muy egoísta, como si solamente estuviera pensando en mí, pero tú eres lo suficientemente inteligente como para saber que en cierto modo es mucho más difícil estar tan lejos, y no sólo por el sentimiento de culpabilidad, sino porque me paso el día temiendo que mamá pueda llegar a hacerse algo. Y porque no hay día en el que no piense en ella, en papá, en ti y en Ofer, y en cómo éramos antes, mientras sigo sin tener una imagen clara de lo que seremos. Qué va a pasar.

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