Batya Gur - Piedra por piedra
Здесь есть возможность читать онлайн «Batya Gur - Piedra por piedra» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Триллер, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.
- Название:Piedra por piedra
- Автор:
- Жанр:
- Год:неизвестен
- ISBN:нет данных
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
-
Избранное:Добавить в избранное
- Отзывы:
-
Ваша оценка:
- 60
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
Piedra por piedra: краткое содержание, описание и аннотация
Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Piedra por piedra»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.
Piedra por piedra — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком
Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Piedra por piedra», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.
Интервал:
Закладка:
Apartó la mano de la pistola que llevaba entre el cinturón y el cuerpo, y se fue acercando a su hija despacio, como si a pesar de llevar la linterna tanteara el camino, como si se preparara para cualquier reacción inesperada de ella, no fuera a ser que le saltara encima o cometiera cualquier otra locura. Cuando dirigió el haz de luz hacia la superficie desnuda y humeante que hasta hacía un momento había sido un arriate florido, Rajela pudo ver que el rostro de su padre había adoptado aquella expresión de gravedad que se reservaba para las situaciones realmente difíciles y que se manifestaba al cerrar los ojos un instante y hacer una mueca con toda la cara: se chupaba las mejillas como si se las estuviera mordiendo por dentro y tragaba saliva rápidamente, de manera que su abultada nuez se movía de arriba abajo. Rajela no podía negar que sentía un irrefrenable deseo -escuchaba con asombro aquel suave latido en su interior- de echársele a los brazos y dejarse llevar finalmente por la explosión de llanto que todos esperaban de ella impacientes. No porque hubiera oído a Zeev Spigel explicarle a su mujer: «Tendría que sacarlo fuera y desahogarse, no es sano guardárselo todo dentro, necesita llorar, no es normal que una persona no llore cuando le sucede una desgracia como ésa», sino porque siempre había sido una mujer que lloraba con facilidad -unas veces de pura emoción, de alegría o al ver algo inesperadamente bello, y otras, de rabia o por sentirse ofendida, por cuestiones importantes o nimias-, y que sabía muy bien que el llanto era una válvula de escape. Pero ahora esa solución le parecía humillante por ser demasiado simple, y además se contradecía con lo que tenía intención de hacer, de modo que se rebelaba en su interior ante la necesidad que sentía de dejarse acariciar la cabeza por su padre, de que la consolara y le asegurara que todo iba a ir bien si se le daba tiempo al tiempo. Eran precisamente los firmes pasos de él y el saber con bastante certeza lo que iba a decir -diría, por ejemplo, que las lápidas vecinas que se habían roto las arreglarían en una semana, le prometería hablar con las familias, se comprometería a arreglar el asunto con la comisión funeraria y con el departamento de los caídos del Ministerio de Defensa, lo arreglaría todo para que les permitieran mantener la escultura donde estaba y no intentaría convencerla esa misma noche de que modificara la inscripción, porque eso empezaría a hacerlo empleando todo tipo de machaconas artimañas transcurridos unos cuantos días- lo que le facilitaba vencer la tentación de volver a ser su niñita: no, no pensaba ceder ni un milímetro ante las posibles buenas palabras que trataran de aplacar el odio que sentía.
Un renovado torrente de furia la inundaba al ver a su marido junto a la tumba, porque aquel cuerpo tenso y los brazos cruzados mostraban de forma clara su reprobación mientras observaba la escultura sin pronunciar ni una sola palabra. Rajela sabía con absoluta precisión lo que él estaba pensando, y lo primero era que no había contado con él, que no le había dicho nada, que no habían acudido juntos a la sepultura para, también juntos, colocar la escultura. Tampoco reconocería ahora que si ella lo hubiera hecho partícipe de sus intenciones, si le hubiera pedido ayuda, él se lo habría impedido de la forma que fuera. Porque le habría dicho, de la misma manera que lo hizo cuando se cumplieron los treinta días de duelo, con esa voz quebrada e inexpresiva que tenía desde que les dieron la noticia, que debía tranquilizarse y no seguir adelante con su propósito. Como se lo había dicho, aunque con otras palabras, cuando ella había salido huyendo del cementerio al ver la lápida que les habían traído. «No tiene ninguna importancia», había intentado conmoverla, «si de cualquier modo él ya no está aquí, Rajela, las personas no somos sólo un cuerpo, también tenemos alma. Siempre has dicho que el cuerpo no es más que una jaula de carne. Alguien como tú no debería aferrarse de ese modo a los símbolos externos y una lápida y una tumba no son más que algo externo, si tú misma lo has dicho un sinfín de veces. Tú misma has dicho también que los Efrati cuidan de la sepultura de Yuval como verdaderos idólatras». «Déjalo estar», le habría dicho si se le hubiera ocurrido contárselo, «ni hablar de volarla, ¿te has vuelto loca o qué? Lo que podemos hacer, si te empeñas, es seguir luchando por la vía convencional». Y si ella le hubiera recordado -aunque él lo sabía muy bien- que el caso de su requerimiento ante el Tribunal Superior de Justicia se vería aplazado sine die, por lo que sus posibilidades eran nulas, tal y como se lo había expuesto el abogado, entonces él le habría dicho: «De todas maneras vamos a seguir esperando hasta que nos concedan el permiso por la vía legal y si eso no es posible, lo dejaremos y acataremos la sentencia, porque lo que no vamos a hacer es quebrantar la ley como unos hooligans cualquiera. El hecho de que ellos sean unos criminales no nos da derecho a nosotros a serlo también; ahí están las leyes y los jueces, así es que al final la verdad saldrá a la luz. No te olvides de que no estamos solos, en el comité funerario en memoria del soldado hay otros padres que han perdido a sus hijos, igual que nosotros, y que también tienen sus deseos, mientras que la inscripción de la lápida no es importante, nada es importante, porque hemos perdido a Ofer y nada nos lo va a devolver». Sintió una punzada de piedad al verlo, con su enorme cuerpo, agacharse, inclinarse hacia delante, soltar los brazos, que hasta entonces había tenido cruzados, y apoyar la frente en el rostro del muchacho de piedra. Permaneció así, sin decir nada, como se había quedado el día en el que depositaron allí a Ofer, sin moverse, sin hacer un gesto, ni siquiera cuando aquel hombrecillo del traje negro y manchado le había rasgado la ropa en señal de duelo, con delicadeza, cuando con unas tijeras le había cortado el cuello de la camisa azul, tampoco entonces había pestañeado, hasta que lo llamaron para recitar la oración fúnebre, oración que leyó muy despacio y bajito, con la voz inexpresiva que le había brotado la mañana que vinieron a decírselo. Pero se arrancó de raíz la piedad que acababa de sentir por él, antes de que consiguiera ablandarla y despertarle unas dudas que en estos momentos no se podía permitir, precisamente el día antes de que se iniciara el juicio.
Cuando se cumplieron los treinta días de duelo y se reunieron junto a la tumba, Yánkele había intentado alejarla de allí. La había agarrado por los hombros cuando ella se puso a gritar de repente: «Mentira, mentira, mentira, todo es mentira, es mentira». La había sujetado con delicadeza, pero el cuerpo de ella ardía y el brazo de él le resultaba demasiado pesado en la piel, su solo contacto la molestaba como si de una quemadura se tratara, así es que se había sacudido para quitárselo de encima. Por otro lado, al oírse a sí misma gritando, se acordó de la promesa que había hecho la mañana en la que les dieron la noticia, que consistía en no dejarse llevar por los nervios. Había tomado la decisión -hasta ella se había sorprendido entonces al darse cuenta de la frialdad con la que actuaba- de no cejar en su empeño hasta que toda la verdad saliera a la luz, y de reservar todas sus fuerzas para esa sola empresa. La tristeza debilita, sólo proporciona la ilusión de sentir un alivio momentáneo, por lo que a su costa desaparecería la contención que protegía la decisión que había tomado. Pero el trigésimo día de duelo aquellas letras habían venido a comunicarle algo a Rajela, unas letras aparecidas debajo del nombre y por encima de la fecha de nacimiento de Ofer según el calendario hebreo -Ofer había nacido en t"u bi-shvat, unas cuantas semanas después de que los almendros hubieran adelantado su floración en rosa y en un blanco virginal a causa de aquel invierno tan seco, e incluso los girasoles se habían adelantado por aquel simulacro de primavera, tan falsa, que aquel año llegaba en enero, de manera que ya habían doblado las cabezas el día que lo llevó a casa desde el hospital envuelto en el mantón blanco que pasaba de niño a niño, el mismo en el que también había envuelto a sus hijas-, le habían anunciado que tenía una batalla más que librar, que se le había abierto un nuevo frente del que no había sido consciente hasta el momento en el que se plantó delante del mármol blanco -«estándar», le habían explicado después, sesenta centímetros de largo por cuarenta y uno de ancho tiene la piedra que se erige como estela y que se llama «cabezal»- y vio lo de «Caído en acto de servicio» grabado debajo de su nombre y por encima de las fechas del calendario hebreo. Entonces no sabía que se trataba de «la segunda fórmula», una de las tres versiones fijas y únicas que se graban en la lápida. Distinta de «Caído en combate», y que ellos llaman la primera fórmula, la segunda está reservada para casos de muerte en accidente de maniobras y para los suicidios que resultan por la presión del servicio militar, una fórmula más digna, a los ojos de ellos, que la que dice «Caído en el cumplimiento de su deber», que es la tercera fórmula y la de menos categoría de las tres, porque significa que ha muerto en circunstancias que no tienen nada que ver con el servicio militar, de una enfermedad hereditaria o que se ha suicidado por motivos familiares. Y ante la frase grabada le había brotado, en medio de todas aquellas personas que la miraban asustadas, otro grito que se perdió en el espacio vacío de detrás de la lápida: «Asesinos, lo han asesinado y ahora me dicen que cayó en el cumplimiento de su deber». Sentía en el cuello la pesada respiración de Yánkele. Todos estaban asustados. Ella había quebrantado todas las reglas. Las madres nacidas en el país, las auténticas nativas que pierden a sus hijos, y con mayor motivo si son de origen askenazí, se contienen y se comportan con respeto en los entierros de sus hijos. Todos los presentes saben, en ese momento, que el mundo se les ha venido abajo, pero de eso no se habla. Ante esa certeza no hay nada que hacer. Es demasiado espantosa como para poder expresarla. Se la encubre con todo tipo de recursos espirituales que van sacándole brillo a la glorificación del dolor, a la sutileza de las palabras, hasta convertirse a sus ojos en algo sublime. Lo que ellos quieren es que la madre permanezca ante ellos como una especie de Níobe, petrificada en medio de su dolor, después de que los dioses mataran a sus siete hijos y a sus siete hijas. Quieren que la lengua se le pegue al paladar y que se le convierta en una piedra, que los miembros se le congelen y que la sangre no fluya más por sus venas, que ya no pueda doblar el cuello ni mover los brazos. A las madres que han perdido a sus hijos se les permite, como mucho, derramar unas lágrimas silenciosas que se les hielen en un rostro petrificado. Les está completamente prohibido gritar. Si gritaran algo como «Daría mi vida a cambio de la tuya», entonces sí. A las madres que han perdido a sus hijos también les está permitido querellarse para sus adentros con Dios y echarle en cara lo que haga falta, pero tienen terminantemente prohibido criticar al ejército. A causa del grito que ella había lanzado, las personas que la rodeaban estaban ahora aterradas. Aunque no les veía las caras, porque ella estaba mirando hacia la piedra, y tampoco quería vérselas por la humillación que sentía -las palabras de la lápida lo habían embozado todo-, sin embargo notaba muy bien la confusión, el pavor y la impotencia de todas aquellas personas que parecían haberse convertido en un solo ser que hubiera nacido allí, en la sección militar del cementerio del moshav , una especie de oruga deforme, flácida y pegajosa, que apestaba a miedo y que iba avanzando hasta rodearlo todo, y ese hedor había que cortarlo con un cuchillo, talarlo con un hacha, volarlo por los aires.
Читать дальшеИнтервал:
Закладка:
Похожие книги на «Piedra por piedra»
Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Piedra por piedra» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.
Обсуждение, отзывы о книге «Piedra por piedra» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.