Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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Hay momentos en los que una persona nota que la casualidad lo ha llevado a ser testigo de algo distinto y extraño que no tiene nada que ver con él, pero que si permite que suceda se convierte casi en cómplice de ello. De cualquier modo, en aquel momento, los pensamientos de Boris no discurrían de forma tan ordenada como para poder pensar en ello. Actuaba como cualquier otro lo hubiera hecho, o mejor dicho, callaba como se calla uno cuando sabe que está sucediendo algo cuyo significado se nos escapa, aunque ese significado sea real. También es posible que se tratara de una especie de veneración por lo que ella hacía, una veneración misteriosa e ininteligible, precisamente por tratarse de un acto sorprendente e incomprensible.

Al moverse ella un poco hacia atrás, Boris pudo ver el agujero en el mármol y que en él introducía cuidadosamente un dedo, luego un dedo más, como si lo estuviera midiendo, y después volvió a sentarse. Boris no podía apartar la vista de su silueta, hecha de manchas amarillas, doradas y negras, ni de sus pies, que tenía clavados en la tierra húmeda, ni de las botas de goma, tiradas junto a la mochila. La mujer le hizo un agujero al bloque amarillento y metió en él el cilindro plateado al que unió un cordón negro que parecía un cable eléctrico. De pronto Boris lo entendió todo y supo perfectamente que aquel cable no era un cable corriente sino una mecha de seguridad. La eficiencia tan cabal, la seguridad con la que sujetaba ahora las tenacillas que había sacado de la mochila y el cuidado con el que apretaba el detonador contra el pistón y los unía con un cordón negro, provocaron en Boris un gran temor, como si estuviera observando los preparativos de una espantosa ceremonia pagana. Ahogó, pues, un grito que estuvo a punto de escapársele cuando vio, desde la seguridad de su escondite al otro lado del seto, cómo rellenaba el hueco que había hecho en la piedra con lo que parecía arcilla y no lo era, puesto que se trataba de material explosivo plástico, y cómo tiraba, con unos movimientos pacientes y muy bien calculados, muy despacio, de la mecha de seguridad, hasta más allá de los límites de la tumba. Lo fue arrastrando por la tierra húmeda y lo seguía con la vista mientras avanzaba hacia el muro del cementerio. Boris empezó a retroceder. Rápidamente calculó que para ponerse a salvo debía llegar a la cuesta de la colina, a pesar de que seguía negándose a creer que ella fuera a encender la mecha, al tiempo que ni quería ni podía detenerla ya. Reptó hacia atrás sobre el vientre, buscando con las manos posibles obstáculos, mientras ella estaba allí de pie bajo un cielo cuya luna aparecía muy lejana, pequeña y alta, iluminándolo todo con un tono claro, y luego, volviendo la cabeza en todas direcciones, recogió la mochila y salió del cementerio llevando también la escultura entre los brazos, como si la deslizara por la pendiente de la colina, muy cerca de donde él se encontraba, y mientras él apretaba el cuerpo contra la tierra húmeda y cubierta de hierba, ella iba soltando tras de sí aquella mecha negra. Boris sólo pensaba detenerla si ella no se situaba a una distancia prudente. Pero sabía muy bien que ella se pondría a resguardo para proteger la escultura. Por los movimientos tan delicados y por el cuidado con el que depositó en el suelo la figura blanca del muchacho, bastante cerca por cierto de donde Boris se encontraba, mirando primero la estatua y después el portón, como si estuviera midiendo la distancia, Boris comprendió enseguida que no pensaba volarse a sí misma. Él yacía ahora en la falda de la colina, con la barbilla apoyada en las manos, así es que vio que encendía la mecha con un movimiento rápido y que se quedaba un instante observando el extremo de la mecha, para después darse la vuelta y echar a correr por la cuesta. Boris todavía pudo ver que la mujer se caía al suelo atrayendo hacia sí la escultura y se cubría la cabeza con las manos, antes de que él mismo ocultara su cara entre la hierba.

El ruido de la explosión lo ensordeció todo. Sólo pasados unos segundos, que se hicieron eternos, se atrevió Boris a levantar la cabeza hacia aquella nube blanca que ascendía desde el cementerio. Miró a la mujer a hurtadillas para comprobar que ya se había levantado, que volvía a estar de pie, bien erguida, donde antes había estado tendida, enfrente del seto, y después observó que unas lenguas de fuego que aparecieron bajo las nubes de humo y polvo se elevaban ondulantes. Fue entonces cuando se oyó a lo lejos el eco de los ladridos de los perros mezclado con el ruido del fuego que chisporroteaba. De repente, Boris tomó conciencia de la situación, se puso de pie y, sin dirigirle ni una mirada más, echó a correr hacia delante en dirección al cementerio. Observó la columna de fuego y las nubes de humo y empezó a buscar febrilmente a su alrededor, primero corriendo hacia el extremo izquierdo del camposanto y después hacia el derecho, donde finalmente encontró un enorme grifo a cuya boca se encontraba acoplada una serpenteante manguera de goma. Boris abrió el grifo hasta el tope, tiró con todas sus fuerzas de la manguera y empezó a regarlo todo, al principio alrededor de la tumba y después apuntando hacia las llamas que se elevaban desde la fosa, que se había abierto en el lugar en el que antes se encontraba el arriate que rodeaba la lápida. Las lápidas de alrededor se habían resquebrajado y derrumbado. Transcurrió un tiempo hasta que el fuego se fue apagando, pero Boris no soltaba la manguera y seguía apretando el extremo para aumentar la presión del chorro. Cuando alzó la vista hacia el portón del cementerio la vio ahí de pie a unos pocos metros de él. Los restos de las llamas la iluminaban por partes: los pies descalzos, los pantalones remangados, la melena, el perfil afilado, a cada instante un detalle distinto del cuerpo. Aquel juego de luces y sombras le daba un aspecto entrecortado, como si estuviera hecha de un sinfín de piezas. Permanecía ahí sin moverse, siguiendo los movimientos de él, y cuando el fuego se hubo apagado y la oscuridad volvió a inundarlo todo y se convirtió en una distorsionada y enorme mancha, se acercó muy deprisa a la tumba que ahora estaba al descubierto, se arrodilló y empezó rápidamente a cubrirla con los montones de tierra que prácticamente todavía seguían ardiendo.

– No lo sabía… no lo sabía… -murmuraba con una voz ronca y queda-, ahora no está cubierto, hay que taparlo.

La voz jadeante de ella, que parecía brotar de una garganta reseca por el pánico, y aquel tono de impotencia del todo inesperado, dejaron a Boris helado por un momento. Tragó saliva, se arrodilló a su lado y le dijo:

– Se puede cubrir con piedras de momento.

Ella no le preguntó ni quién era ni de dónde había salido, ni siquiera levantó la cabeza, sino que siguió amontonando más tierra y más trozos de piedra.

– Para que no pase frío -dijo, con el rostro sumergido entre los brazos. Pero de repente se volvió hacia Boris y susurró-: Todas y cada una de las noches de este invierno, incluso cuando ha llovido, ha estado ahí dentro, y puede que la piedra lo protegiera, pero yo no hacía más que pensar que podía estar pasando frío y que no lo podía tapar con una manta.

Boris no supo qué decir ante semejantes palabras, que le producían piedad y miedo a la vez que embarazo por su desnuda sinceridad, de manera que permaneció en silencio mirando a su alrededor, y cuando se apercibió de que el chorro de agua seguía brotando de la manguera se levantó rápidamente, fue hasta el grifo y lo cerró con fuerza, tiró de la manguera, la enrolló y volvió a mirar hacia el lugar donde antes había estado ardiendo el fuego.

– Soy el vigilante nocturno -le dijo sin mirarla.

Su propia presencia allí ya no lo desconcertaba porque ahora, así le parecía a él, estaba cumpliendo con su deber.

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