– ¿Qué luz es ésa? -gritó alguien desde el otro extremo de la sala, en la que reinaba un olor dulzón y desagradable. Entre unas cosas y otras Nadav no lograba concentrarse en la película.
– Salid fuera -les susurró su padre inclinándose sobre ellos.
– ¿Por qué? -protestó su madre-, ¿por qué vamos a irnos nosotros? ¡Que se vayan ellos!
Nadav recordaba muy bien que eso era lo que ella había dicho a pesar de que la pareja no había vuelto a la sala.
– Porque os lo pido yo -les dijo su padre.
Nadav se apresuró a levantarse mientras le decía a su madre:
– Ven, vámonos a casa, es mejor que nos vayamos -por el rabillo del ojo vio que Tamar le susurraba algo a la chica que estaba sentada a su lado.
El largo camino a casa lo hicieron en silencio, hasta la entrada misma del moshav. Allí su madre, que hasta entonces había tenido la mirada perdida, se volvió bruscamente hacia su padre, se quedó mirándolo hasta que redujo la marcha para poder devolverle la mirada y entonces le preguntó con voz ahogada:
– ¿Por qué estás enfadado conmigo?
– No estoy enfadado -le dijo su padre, reduciendo todavía más la marcha, hasta entrar en el carril de desaceleración.
– Para el coche -oyó decir a su madre, lo que lo hizo incorporarse en el asiento de atrás.
– ¿No será mejor que esperes a que lleguemos a casa? -le propuso su padre, y Nadav estaba ya completamente tenso, porque aquel tono de voz tan equilibrado, que pretendía resultar tranquilizador, solía precisamente producir el efecto contrario en ella hasta acabar en un estallido de cólera.
– Mientes -le dijo ella cortante-, sí estás enfadado conmigo y me odias porque he perdido los nervios. No tienes en cuenta que el daño me lo han hecho a mí y me haces culpable también de eso, porque crees que a ti nunca te pasaría, que soy yo la culpable de que se ceben en mí.
– Eso no es verdad -se defendió su padre-, en ningún momento he creído que no pueda pasarme a mí, con ese demente le podía haber pasado a cualquiera.
– ¡Así es que reconoces que se trataba de un demente! -le gritó ella. El coche se aproximaba a la casa.
– Sí -dijo su padre en su tono sosegado y civilizado, por eso no hay que meterse con ese tipo de personas, porque no hay ni de qué ni con quién hablar.
– ¡Pero si no le dije nada! -gritó ella de pronto-, si yo no quería hablar con él ni media palabra, tampoco hacía falta, ¡y vas tú y le das nuestros datos!
– No le he dado ningún dato tuyo -suspiró su padre-, le he dado el teléfono y mi número de carnet de identidad. El tuyo no, y tu nombre tampoco -aparcó el coche en el cobertizo y abrió la portezuela. Ella se quedó sentada donde estaba, y tampoco Nadav se movía.
– Tú me culpas a mí, no me defiendes, te aterroriza el solo hecho de pensar en llegar a tener algún problema o enfrentarte a alguien -dijo su madre en voz baja-. Prefieres echarme a los perros con tal de no meterte en un lío.
– No es verdad -le dijo su padre, sacando la llave del contacto-, será mejor que lo hablemos dentro.
– Si no reconoces que estás enfadado, no tenemos nada de que hablar -le contestó ella.
– Vaaale -se avino su padre-, supongamos que estoy enfadado, ¿y qué?
– Porque yo me busco problemas -le recordó ella.
– Porque tú te buscas problemas -tuvo que concederle él.
– ¡Pero si yo no he hecho nada! -dijo con una voz rota por la desesperación y la humillación-. No tienes ni idea de lo que sentí cuando me dijo «Te está bien empleado». Me sentí… ¿Por qué lo diría? ¿Qué le había hecho yo para que se comportara con tanta maldad y con tanta violencia? ¿Por qué nos odiarán? Ayer, no te lo conté, en el aparcamiento, un hombre también la tomó conmigo. Entré antes que él porque llegué antes, y cuando bajé del coche me gritó: «¡Una apestosa askenazí tenías que ser!». Me quedé helada. ¡Nos tienen un odio! Y ahora, al oír a éste decir que me lo tenía merecido he pensado… he sentido una inmensa humillación… ¡No podía dejar pasar una cosa así! -lo dijo en tono de súplica, y después permaneció un momento en silencio antes de decir-: No nos podemos quedar de brazos cruzados. ¿Es que tú no entiendes que cuando te pasa algo así no puedes seguir con el día a día como si nada? ¿No comprendes que no se trata sólo de «reparar mi honor», por decirlo de alguna manera, sino de la violencia en medio de la cual vivimos, de la vulgaridad que se ha impuesto como moda, y que lo que no tendría que darse es el miedo que tú les tienes y no mis gritos? Porque, de toda esta historia, tu miedo es lo que más… lo que… Lo que no se puede permitir es estar un sábado por la noche en la cola para pagar una lavadora que se acaba uno de comprar, y con la que además sortean un viaje al extranjero, y que los partidarios de Cahana se presenten con sus camisetas amarillas y, envalentonados, hagan lo que les dé la gana… ¿No te das cuenta de que nos hemos convertido en un sitio en el que se pega a la gente, en el que… a cada momento están pasando cosas terribles? -y en la palabra «terribles» alzó la voz como nunca antes lo había hecho. Después, más tranquila, dijo-: Esas cosas no se pueden dejar pasar sin hacer nada.
– Sí se puede -dijo su padre muy pausado-. Lo que no se puede hacer es corregir el mundo y eso, a tu edad, ya tendrías que saberlo.
Nadav abrió la puerta de atrás y se aferró a ella. No se decidía a salir, como en realidad estaba deseando hacer.
– Si fueras más… más… menos cobarde y no tuvieras tanto miedo de armar un escándalo, podrías… -el llanto interrumpió las palabras de su madre. Pero enseguida se rehízo, abrió la puerta y, cuando tuvo las dos piernas fuera del coche, dijo con dureza-: Ahora no podrás dormir por las noches por si aparece con unos matones y nos machaca el coche. Si llama, quiero hablar con él, tú no eres mi dueño. Esto es asunto mío. Me voy a ocupar de él como a mí me parezca.
– De acuerdo -dijo su padre cerrando el coche. Permanecían de pie cada uno a un lado del vehículo.
– Lo digo muy en serio -insistió su madre, mientras Nadav iba delante de ella hacia la puerta de atrás de la casa.
Dos días después, cuando sonó el teléfono a la hora de comer y todos vieron a su padre asintiendo con la cabeza y mirándola con recelo, balbuciente y vacilante, su madre alargó la mano y le exigió que le pasara el auricular. Los hermanos de Nadav, que ya habían regresado, miraban alternativamente a su padre y a su madre, hasta que Yaeli preguntó de quién se trataba y Nadav, bajando la vista, se refugiaba en la sopa. Entonces oyó a su padre decir en tono conciliador, con una especie de regocijo pretencioso y sin el menor temor:
– Te paso a mi mujer -y vio que su madre le arrebataba el auricular-. Quiere trescientos siclos por daños morales -dijo su padre con el miedo reflejado en sus bondadosos ojos castaños-. Háblale bien -le pidió-, con personas como ésa lo mejor es no tener ningún trato, porque lo pueden meter a uno en un buen lío.
– Espero que estés arrepentido de cómo te comportaste -le espetó su madre-, porque la verdad es que estuvo más que feo.
– Pero ¿qué es lo que hizo? ¿De quién se trata? -preguntó Yaeli.
– No tiene ninguna importancia -le respondió su padre con desgana-. ¡Tu madre es tan inocente! -suspiró en un susurro.
Enseguida la oyeron gritar:
– ¡Pues entonces no tenemos nada de que hablar! Eso es puro chantaje, tú no eres más que un criminal, y si vuelves a llamar aquí, aunque sea una sola vez, te juro que te las vas a tener que ver con la policía, y no te atrevas a… -se quedó con el auricular en la mano, y a Nadav le parecía que el tono de la línea desocupada resonaba por toda la estancia-. Me ha colgado -dijo ella sorprendida-, me ha colgado el teléfono -colgó ella misma el auricular, con delicadeza, y se quedó mirándolos-. Ése es el sistema -dijo-, esto ya se ha convertido en norma: se comete un delito y después se acusa a la víctima. Dice que quiere trescientos siclos -le dijo a su padre en tono de incredulidad-, por daños físicos y morales, ¿te lo puedes creer?
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