Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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– Me da pena papá -susurró-, tener que encontrar aparcamiento en este zoológico -y después se preguntó, con un tono de completa incomprensión, cómo era posible que la gente acudiera a pasar el rato comprando en un lugar como aquél un sábado por la noche; Nadav recordaba ahora que en ese momento se había revuelto incómodo en su butaca porque también él y sus amigos, en más de una ocasión, habían ido a pasar el rato a «aquel lugar».

– ¿Qué tiene de malo? -incluso había intentado contradecirla, pero ella había zanjado la discusión con un gesto del brazo incontestable, acompañado de una mueca, y volviéndose de nuevo hacia la entrada.

En ese momento Nadav oyó que el chico le decía algo a su pareja y lo vio levantarse agarrándose el borde del chaquetón de cuero que llevaba, dispuesto a pasar por delante de él para salir de la fila. Fue entonces cuando, de repente, su madre se levantó, se quedó de pie delante de su butaca y declaró que no lo dejaría pasar si no se disculpaba. A la tenue luz que reflejaban los anuncios de la enorme pantalla podía verse la cara del chico deformada por el asombro. En la fila de atrás los espectadores empezaban a protestar porque no veían la pantalla. Entonces el chico sujetó a Rajela con ambas manos por los hombros como si pretendiera empujarla a un lado. La cabeza de ella le llegaba por el cuello.

– No le pongas las manos encima -le había gritado Nadav, y ahora, al recordarlo, había estado a punto de volver a gritarlo mientras apretaba con fuerza los puños contra la barra de madera de la cocina-, pero en ese mismo instante, su madre agitó con fuerza la mano con la que sostenía el gigantesco vaso de Coca-Cola y se lo tiró al chico a la cara. Nadav, ahí de pie muy cerca de él, le vio los ojos desorbitados y las pegajosas gotas escurriéndole por la frente, y entonces, con una especie de gesto instintivo, como si lo que lo hubiera mojado hubiese sido una lluvia torrencial, el chico se sacudió el chaquetón de cuero mientras la chica gritaba:

– ¡Le has tirado la Coca-Cola encima! ¿Estás loca o qué?

En la fila de atrás se levantó una señora que también se puso a gritar:

– ¡Me ha caído a mí también, me ha caído a mí!

La sala pareció iluminarse por un relámpago con la luz de un anuncio de muebles, y pudo ver a su madre ahí de pie, con los labios temblorosos y echando chispas por aquellos ojos tan conocidos y peligrosos. El chico le dijo:

– Dame tus datos, porque de ésta no te vas a ir de rositas.

– De darte los datos, nada -gritó su madre-, ni lo sueñes -y fue entonces cuando la señora de atrás le tiró de la manga de la gabardina sin dejar de chillar.

En ese momento la cortina se abrió y apareció un acomodador con su linterna iluminando los presurosos pasos del padre, que se quedó en el extremo de la fila, junto a la butaca que le habían guardado, y preguntó qué había pasado. Su madre se quedó callada y movió la cabeza de un lado a otro como queriendo decir que no merecía la pena contarlo ni gastar saliva en ello. Pero su padre volvió a preguntar, en ese típico tono suyo, entre temeroso y amenazante:

– ¿Qué ha pasado? -y a la luz de la linterna con la que el acomodador le iluminaba el rostro, Nadav pudo ver que estaba pálido y que en su ancha frente le brillaban unas gotas de sudor. Su padre, sujetando a Rajela por el brazo, le suplicó-: Ahora mismo me vas a decir lo que ha pasado.

El chico del chaquetón de cuero seguía allí y volvió a exigirle que le diera los datos. Pero su madre volvió a repetir:

– De darte los datos, nada -como si ésas fueran las únicas palabras que sabía decir. Su padre insistió tanto que finalmente ella tuvo que contarle lo que había pasado, que el chico la había pisado y que encima le había dicho «Te está bien empleado». Y en el momento en que le decía: «y entonces le he echado la Coca-Cola por encima», intervino la señora que tenía detrás gritando:

– ¡No sólo a él! ¡También me has salpicado a mí! Y yo no te he hecho nada, ¡me la has tirado por el traje! ¡Mira cómo me lo has dejado!

– ¡Y yo de aquí no me muevo sin sus datos! -intervino ahora el chico, que seguía de pie al final de la fila sin hacer caso de la chica que le tiraba con fuerza del brazo.

– Vámonos, salgamos fuera -le dijo mi padre al chico, con el tono especial que reservaba para los gamberros o para los que perdían los nervios. Su madre salió tras ellos mientras que él, por su parte, se quedó sentado, porque sabía que en momentos como ése no había con quién hablar y que, en el mejor de los casos, le volvería a tocar ser testigo de otra más de las batallas que sus padres libraban por cómo debían ser las cosas. Pero no pudo concentrarse en las imágenes del principio de la película, y al mismo tiempo no podía dejar de pensar en Tamar, que iba a la clase paralela a la suya y que había vuelto la cabeza hacia atrás para ver todo aquel espectáculo, y en la vergüenza que le daba. Por eso, de todos modos, abandonó la sala y se unió a ellos justo en el momento en el que su padre le lanzaba una mirada de advertencia a su madre y le decía con mucha calma-: Deja que yo me ocupe de esto -ella se mordió el labio inferior y se notaba que luchaba consigo misma para intentar obedecer y cumplir con el pacto no escrito que regía normalmente cuando negociaban los precios con los mayoristas de frutas y verduras para comercializar las cosechas, un pacto por el cual ella debía anularse a sí misma, borrar su presencia, y darle a él, sin saber lo que iba a hacer pero con la mayor confianza o, por lo menos, con la ilusión de la mayor confianza, carta blanca para hacer o decir lo que le pareciera-. Te lo ruego -le susurró su padre, y se permitió tomar al chico del brazo y apartarlo a un lado.

Mientras, ella se entregaba a las iras de la señora de atrás que también había salido tras ellos y que, señalándose las solapas del traje manchado que vestía, Nadav incluso recordaba las mechas rubio platino del despuntado flequillo de la señora, ese estilo que su madre tanto odiaba, y la gruesa capa de pintalabios rojo desbordándose fuera de los límites de los labios, le dijo:

– Me has manchado a mí y también a mi marido -junto a ella permanecía en silencio un hombre no muy alto con un traje blanco que, obediente, alargó la mano, de cuya muñeca pendía una gruesa pulsera de oro, y se señaló una manchita oscura que había en la manga. Su madre se disculpó y les explicó que no había podido hacer otra cosa porque el chico la había empujado. Nadav recordaba perfectamente la mirada seria y esperanzada que acompañaba su hablar pausado, una mirada que testimoniaba que se estaba dirigiendo a aquella señora en medio de la más absoluta seguridad de que ésta iba a reaccionar y la iba a comprender, que reconocería que tenía razón. Pero la señora seguía en sus trece-. Eso es asunto tuyo, este traje es nuevo.

Su madre le propuso que le enviara la cuenta de la tintorería y lo hizo con una voz muy tranquila que demostraba lo mucho que se estaba esforzando por mantener la moderación, y además volvió a disculparse abiertamente. Pero la mujer anotó sus nombres y teléfono al dorso de la entrada, sin dejar de protestar, hasta que logró acabar con la paciencia de su madre.

– Señora -le dijo-, le he pedido disculpas, estoy dispuesta a pagarle la tintorería, ¿qué más quiere que haga?

Su padre los llamaba agitando el brazo y les hacía señas para que regresaran a la sala, para que se fueran de allí, porque el chico volvía ahora en dirección a ella exigiéndole de nuevo que le diera sus datos. Su padre lo seguía prometiéndole que se los iba a dar:

– Soy su marido, yo te daré sus datos -le decía.

Nadav recordó que uno de los pies de su madre y la mitad del cuerpo con él se inclinaban por salir a detener a su padre, mientras que el otro pie la mantenía clavada al suelo; además, su padre la miró con aquella mirada suya mientras parecía estar rezando para que de nuevo le funcionara. Se veía a sí mismo tirando del brazo de su madre, de la misma manera que lo había hecho esta misma noche, como si quisiera recordarle que él también existía y atraerla hacia el lado en el que la vida seguía adelante, así es que volvieron a la sala. Nadav le vio entonces los rizos mojados y pegajosos por la bebida que había tirado. También estaban mojadas las dos butacas de delante: dos señoras que se iban a sentar en ellas se dieron cuenta y fueron a quejarse al acomodador. Su madre se recogió el pelo con las manos al oír sus protestas, que retumbaron en toda la sala. Nadav supo entonces que se sentía avergonzada e impotente. Unos espectadores furiosos mandaron callar a las dos mujeres y alguien le gritó al acomodador que fuera allí con la linterna.

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