A pesar de que tenía intención de solventar lo más rápidamente posible todos los prolegómenos y abreviar el encuentro preliminar con los jueces adjuntos, a quienes para sus adentros llamaba «los colaterales», Rafael Neuberg se detuvo también junto al alféizar de la ventana de la galería cubierta que había al lado y se asomó para mirar hacia abajo, hacia el descuidado jardín con el pequeño estanque que, a pesar de las lluvias, estaba vacío, rodeado de hierbajos y cardos y con unas manchas amarillas de los crisantemos. A su orilla, sobre el ancho borde de piedra, estaban sentados un soldado y una soldado. El soldado fumaba y tenía la mirada perdida, mientras ella, sentada encima de sus piernas dobladas, con el cuerpo inclinado hacia él y gesticulando mucho, le explicaba algo con gran entusiasmo. «¿Por qué será que tan a menudo -se quedó meditando el juez Neuberg- se puede ver a una mujer, aunque sea una soldado joven, en realidad casi una niña, hablándole con vehemencia a un hombre que la escucha en silencio como si él no tuviera nada que decir? ¿Será que realmente no tienen nada que decir, o será que esa vehemencia, que ahora se puede apreciar tan bien en ella por cómo agita las manos y dobla su esbelto cuerpo, no deja posibilidad ni oportunidad alguna para que él diga algo?»
Le dio una suave patada a un aparato de aire acondicionado que habían dejado arrinconado en la galería interior, un aparato casi nuevo que estaba apoyado contra la agrietada pared. Lo único que hacía falta para que se hiciera evidente la potencial belleza del edificio, que parecía estar descuidado con verdadera alevosía, era enlucir y encalar las paredes interiores. Porque la balaustrada exterior de la estrecha galería, de piedra labrada con filigranas, no estaba rajada en absoluto y por fuera estaba pintada de un color verde muy bonito, mientras que por dentro se veían los restos del esfuerzo invertido hacía tiempo, incluso unos azulejos pintados de marrón, verde y blanco, y una acuarela representando la ciudad de Jaffa, que colgaba sorpresivamente en la galería pero escondida detrás de un cristal rajado y polvoriento. Además, los cables del sistema eléctrico aparecían desnudos en las paredes y en el suelo se alzaban montones de impresos y de carpetas de cartón vacías de color celeste, colillas y un vaso de poliuretano volcado, cuyo rastro de café petrificado llevaba hasta una cajetilla de cigarrillos Time aplastada. El aspecto del edificio era como el del ejército, volvió a reconocerse a sí mismo el juez Neuberg. El ignominioso aspecto del edificio es lo que confería a los que se encontraban dentro de él ese aire de impasibilidad y de parsimonia que no era más que la tapadera de un silencioso y prolongado abatimiento. Por esa dejadez y esa suciedad que había por todas partes era quizá por lo que la oficial de la sala arrastraba su andar con semejante apatía. Y puede que también fuera por eso por lo que los distintos representantes de la acusación y de la defensa que actuaban en ese edificio balbucían sus razones sin entusiasmo alguno, ya que no hacían más que pensar en el momento en el que podrían salir de él hacia su otra realidad. Entre los muros de ese edificio no existía el amor por la justicia, sino una especie de condescendencia silenciosa, carente de cualquier propósito, que imponía cierto toque de acidez en lugar de la belleza que podría revelarse -aunque muy de vez en cuando- en un debate legal serio y fundamentado. Aunque quizá habría que ver las cosas completamente al contrario: puede que precisamente estos juicios, limitados por la simplicidad de la ley castrense, la repetición de los mismos argumentos -las dificultades económicas como motivo de una deserción, una «primera vez» como atenuante por haber fumado drogas-, quizá fuera eso lo que hacía que el edificio tuviera ese aspecto, aunque, en ocasiones, como ese día, tuvieran lugar en él unos hechos significativos. Pero tampoco éstos serían capaces ahora de borrar la esencia de aquel espacio, de quitarle de encima la apatía. Ni siquiera con vistas a un juicio tan importante y fundamental como el que iba a iniciarse ese día, se habían molestado en limpiar el pasillo interior, y ahora tendría que pasar por él todos los días y ver aquel abandono que a sus ojos era una prueba palpable de la molicie que allí reinaba. En la luna de la ventana se reflejó de repente su imagen, de dimensiones casi monstruosas: los rasgos faciales sobre un cuello corto y grueso, la nariz pequeña y ancha, que se veía aplastada como la nariz de una estatua africana, y los labios, cuya desmedida carnosidad apuntaba a un deseo pasional que él sabía que no poseía. Los ojos ni se le veían tras los cristales de las gafas, por la deformación del cristal, se consoló a sí mismo, mientras se encaminaba ya a la oficina, zafándose de emitir un juicio serio sobre el abandono en el que tenía sumido a su propio cuerpo.
A causa de los jueces adjuntos, dos oficiales del ejército sin conocimientos jurídicos que debían estar en el tribunal, y debido a la instrucción que necesitaban recibir y que el juez Neuberg consideraba como una obligación molesta y embarazosa, se demoraban ahora los tres en la oficina del vicepresidente. El juez Neuberg, sin embargo, empezó a explicar las principales líneas del procedimiento y la naturaleza del acta de acusación, con eficiencia y claridad, mientras se esforzaba por dominar el rechazo que le producía siempre en estos casos la presunción de que pudieran enseñarse y argumentar en unos pocos minutos todas las sutilezas jurídicas adquiridas con tanto esfuerzo durante años de lecturas y de profundas reflexiones. Ojalá que esos «colaterales» fueran esta vez de los que aceptaban de inmediato su autoridad sin poner objeciones desde el mudo reconocimiento de su propia ignorancia. Por las punzadas de hambre y el estado general de incomodidad en el que se encontraba, tuvo que esforzarse por poner buena cara y parecer animoso cuando empezó a explicar, como era su costumbre, algunos de los puntos fundamentales, por ejemplo, que cuando el legislador había dicho «hecho» se refería también a incuria. Señaló que el acta de acusación se basaba en las directrices del derecho militar superior como consecuencia de las indagaciones de la policía militar de investigación y que el artículo 290 de la ley de enjuiciamiento militar, cuyo asunto es la elaboración de las actas testimoniales, estaba relacionado con el juicio y que en él se dice -el juez Neuberg, a pesar de que se sabía de memoria el artículo en cuestión, empezó a pasar hojas y más hojas de las que llevaba grapadas en una carpeta de cartón verdoso que había sacado de su cartera, unas hojas cuyos bordes estaban ya manchados y arrugados, y les leyó el escrito de la versión original:
– «El testimonio de una investigación previa deberá ser leída en voz alta en presencia del testigo y firmada por éste y por el juez investigador», «la declaración del acusado que no esté bajo juramento es considerada como alegación».
También les leyó, despacio pero con énfasis, el artículo 291 (A), que trata de la validez de lo expresado por el acusado en la investigación previa, y les explicó que «lo dicho» se refiere a cualquier declaración del acusado o a cualquier otro indicio del que pueda obtenerse información, por ejemplo, un gesto, el movimiento de un párpado, su forma de expresarse, incluyendo, y aquí el juez se puso a buscar un ejemplo y agitó la mano con desdén mientras decía:
– Incluida cualquier gesticulación de la mano del acusado, es decir, que si su lenguaje corporal expresa algo, también debe tenerse en consideración -porque Rafael Neuberg creía de verdad, tal y como les estaba explicando, que en ese juicio podían llegar a plantearse preguntas acerca de la procedencia de los documentos de la investigación previa, y les advirtió sobre el artículo B, en el que se dice-: «La declaración del acusado, como se indica en el artículo menor (A), no deberá ser utilizada como prueba contra otro acusado a no ser que haya sido realizada bajo juramento» -y también añadió que a pesar de que la declaración del acusado en la investigación previa sea válida como prueba en el juicio contra el acusado, basta con su contemplación en el protocolo de la investigación previa si la ha firmado el juez, tal y como corresponde, para conferirle validez. Después les enseñó que toda declaración del acusado que sea testificada por cualquier persona bajo juramento será aceptada como prueba en los tribunales-. Y ésta -continuó ilustrando sus palabras- es la excepción más notable referente al testimonio de lo que se ha oído, porque, como es sabido, cualquier otro testimonio de oídas no es dado por válido.
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