Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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La gordura del juez Neuberg, que desde lejos le confería el aspecto sereno de quien vive entregado a los placeres de la mesa, no era más que una expresión de la terrible angustia que padece quien se niega a reconocer sus ansias de perfección y, por el contrario, las reprime hasta que se convierten en una especie de isla interior profundamente hundida, cuyos gemidos acalla ahora la grasa que separa al hombre de su blando interior y a éste del mundo exterior. La irresistible atracción del juez Neuberg por la comida de Oriente Próximo y por los helados italianos no emanaba de un exceso de sensualidad. Aunque bien es verdad que era muy exquisito con la comida, incluso hasta podría decirse que quisquilloso, el persistente abandono en el que mantenía su cuerpo provenía de algo completamente opuesto al deleite. También con él, como con otros muchos idealistas, podía uno confundirse y considerarlo un ser apático e incluso pusilánime al verlo ahí sentado, en su papel de juez, rechazando con impaciencia alegaciones que a unos oídos corrientes les sonarían muy humanas y morales, mientras que él sabía muy bien que no se trataba más que de evidentes tentativas de desviar la atención del verdadero meollo del asunto, que consistía en la resolución del caso basándose en las pruebas y en una clara formulación del veredicto. Por ser fiel a ese principio sabía muy bien que cerraba los ojos a muchos asuntos humanos que en ocasiones eran absolutamente decisivos para las personas que se encontraban ante él, algunas de las cuales -también de eso era consciente- sentían que su mundo se les venía abajo por completo al no ser escuchadas. De manera que para, a pesar de ello, no desviar su atención del núcleo de la cuestión, evitaba pensar cada vez más en esas personas concretas y se mantenía alejado especialmente de la compasión y del deseo de fallar sentencias que satisficieran a los involucrados en el juicio: hacía tiempo que había descubierto que eran incapaces de apreciar la sabiduría que encerraba un determinado veredicto suyo ni de entender la altura intelectual a la que él quería llegar.

– La sala estará llena -le había advertido a la oficial de la sala, mientras todavía se encontraban en la antesala-. Las ventanas no se pueden abrir por el ruido de la calle y el aparato del aire acondicionado está estropeado y tirado ahí fuera. ¿Dónde se ha visto que un aparato que no tiene más de un año se esté pudriendo en una galería? -lo dijo en tono de reproche y, como si bromeara, se golpeó la cintura cuyas carnes se derramaban desvergonzadas por encima de la cinturilla del pantalón, mientras miraba con melancolía las pastas secas preparadas en el plato junto a las tazas de café. Hizo una inclinación de cabeza ante el fiscal togado, que en sus tiempos había sido alumno suyo, y se preguntó a quién más conocía de los que estaban allí.

Los dos acusados -ambos oficiales con el grado de teniente- se encontraban de pie uno al lado del otro delante del estrado. El juez Neuberg les preguntó el nombre, el de sus padres, su número de registro personal, su graduación y su unidad, escuchó las respuestas, miró de reojo la pantalla, le hizo un gesto de asentimiento a la mecanógrafa con la cabeza y después, se puso a leer despacio y con una voz clara y sugestiva -mirando alternativamente en dirección a los acusados y en dirección a la pantalla, para cerciorarse de que la mecanógrafa seguía el ritmo- el acta de acusación por la cual se les acusaba a ambos de homicidio por omisión, de graves daños y de comportamiento inadecuado a su rango.

Primero le dictó a la mecanógrafa las disposiciones que determinaban los delitos y después los detalles de las circunstancias, indispensables, así lo explicó, para establecer la naturaleza de la acusación. Se solazó escuchando su propia voz -mientras, se dio cuenta de que tampoco el mayor Weizmann apartaba los ojos de la pantalla- señalando la fecha y la hora, el nombre de la base del Ejército del Aire y las circunstancias en las que en el curso de un día de la instrucción semestral que se lleva a cabo con los soldados nuevos, el recluta Ofer Avni falleció en la pista de aterrizaje a causa de una red destinada a frenar a los aviones que deben realizar un aterrizaje forzoso. El acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, era el comandante que ese día se hallaba en la torre de control. El acta de acusación dice que, una vez finalizada la instrucción teórica, los soldados se dirigieron al extremo de la pista de aterrizaje para observar sobre el terreno cómo funcionaba la red de frenado. El artilugio estaba constituido por dos cables, uno superior y otro inferior, entre los cuales había una red y dos émbolos.

– Émbolos con be -le llamó el juez Neuberg la atención a la mecanógrafa, y después siguió leyendo la descripción del funcionamiento del mecanismo, cuyos émbolos o pistones se elevaban al apretar un botón desde la torre de control, momento en el que se abría una red de una altura de siete metros a lo ancho de la pista. En la base, remarcaba el acta de acusación, existía la tradición de terminar el último día de instrucción con un juego que popularmente se había ganado el nombre de «la ruleta de la red»: uno de los soldados se prestaba voluntario para ser amarrado a uno de los cables de la red, le sujetaban las manos y los pies al cable con unas esposas y la cintura con una cuerda, y después, a la orden del oficial de instrucción, el artilugio era activado desde la torre de control. La red se elevaba y el soldado, ahí atado, era catapultado con ella hacia las alturas-. «El recluta Ofer Avni y la recluta Galia Schlein» -continuó leyendo el juez el acta de acusación- «se agarraron al cable superior de la red de frenado en un punto muy próximo a las barras de elevación y, en contra de lo que había sido costumbre en casos anteriores, no fueron sujetados ni con esposas ni con cuerda alguna. Uno de los acusados, el teniente Noam Lior, ordenó que la red fuera elevada; el otro acusado, el teniente Yitzhak Alcalay, que se encontraba en la torre de control, presionó el botón y, en contados segundos, Avni y Schlein fueron lanzados a una altura de siete metros. Debido a la potencia del impulso los dos se soltaron de la red y fueron a caer sobre la pista. Ofer Avni, que resultó herido en la cabeza, murió en el acto, y Galia Schlein resultó gravemente herida y se encuentra hasta el día de hoy en proceso de recuperación y rehabilitación».

El mayor Weizmann le tocó el brazo al juez Neuberg, inclinó la cabeza hacia la pantalla del ordenador y posó un dedo muy largo sobre una de las líneas escritas.

– Escriba recuperación -ordenó el juez Neuberg a la mecanógrafa-, se ha dejado usted esa palabra -ella se ruborizó, se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y tecleó con presteza.

El juez Neuberg miró a los acusados, que se encontraban de pie frente a él, y al grupo de abogados, que permanecían apretados en un rincón detrás de la pequeña mesa de madera que había a la izquierda del banquillo de los acusados; también dirigió una mirada hacia el flanco situado a la derecha de los acusados, donde se encontraba sentado, con las piernas cruzadas, el fiscal togado, un teniente coronel joven y prematuramente calvo, cuya amplísima frente y fina voz todavía recordaba de cuando le había dado clase en la facultad de derecho. Junto al fiscal revolvía unos papeles una oficial gordezuela con la graduación de capitán. Ahora el juez Neuberg se aclaró la voz y preguntó a los acusados si reconocían su culpabilidad.

El teniente Noam Lior, un muchacho bajo con el pelo negro muy pulcramente cortado, encogió sus anchos hombros, bajó la cabeza y dijo:

– No la reconozco.

El teniente Yitzhak Alcalay, más alto que él, pecoso y de cabello claro, se puso muy firme, tensó el cuerpo, levantó la cabeza, miró con unos enormes ojos castaños directamente a los ojos del juez Neuberg y dijo con una voz muy clara:

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