Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– La escucho -dijo, escrutando la mancha de sombra en el lugar del rostro.

– Vino a verme una tarde de domingo, en el mes de junio del 82.

– ¿Usted la conocía?

– No. Nos conocimos aquí mismo. No vi sus facciones. No me dio su nombre ni ningún otro dato. Sólo me dijo que me necesitaba. Para una misión particular… Quería que destruyera las fotografías escolares de su hijo. Quería borrar toda huella de su rostro.

– ¿Por qué quería anularlo?

– Estaba loca.

– Se lo ruego. Encuentre otra explicación.

– Decía que a su hijo lo perseguían los diablos.

– ¿Diablos?

– Así fue como se expresó. Dijo que buscaban su cara…

– ¿No le dio otra explicación?

– No. Dijo que su hijo estaba maldito. Que su cara era una prueba, un cuerpo del delito, que reflejaba el maleficio de los diablos. Dijo también que ella y su hijo habían ganado dos años a la maldición, pero que la desgracia acababa de atraparlos, que los diablos merodeaban de nuevo. Sus palabras no tenían ningún sentido. Una loca. Era una loca.

Karim captaba cada palabra de la hermana Andrée. No comprendía el significado de esta historia, pero estaba clara una verdad: los dos años de tregua eran los pasados en Sarzac, en el más estricto anonimato. ¿De dónde venían, pues, esta madre y su hijo?

– Si seres amenazadores perseguían realmente al pequeño Jude, ¿por qué confiar una misión secreta a una religiosa de la cual se acordaría todo el mundo?

La mujer no contestó.

– Se lo ruego, hermana -murmuró Karim.

– Dijo que lo había intentado todo para esconder a su hijo, pero que los diablos eran mucho más fuertes. Dijo que sólo le quedaba el remedio de exorcizar el rostro.

– ¿Qué?

– Según ella, tenía que ser yo quien obtuviera esas fotos y después las quemara. Esta misión tendría valor de exorcismo. De este modo yo liberaría el rostro de su hijo.

– Hermana, no comprendo nada.

– Ya le he dicho que esa mujer estaba loca.

– Pero, ¿por qué usted? ¡Es increíble, su convento está a más de doscientos kilómetros de Sarzac!

La hermana guardó silencio y después:

– Me había buscado. Me escogió.

– ¿Qué quiere decir?

– No siempre he sido carmelita. Antes de que la vocación naciera en mí, era una madre de familia. Tuve que abandonar a mi marido y a mi hijo. La mujer pensaba que, por este motivo, yo sería sensible a su petición. Y estaba en lo cierto.

Karim seguía escudriñando el refugio de sombra. Insistió:

– No me lo dice todo. Si pensaba que esa mujer estaba loca, ¿por qué obedecerla? ¿Por qué recorrer centenares de kilómetros por unas fotografías? ¿Por qué mentir, robar, destruir?

– Por el niño. Pese a la demencia de esa mujer, pese a sus palabras absurdas, yo… yo sentía que el niño estaba en peligro. Y que la única manera de ayudarle era obedecer las órdenes de su madre. Aunque sólo fuera para calmar su furia.

Abdouf tragó saliva. El hormigueo le volvió con fuerza. Se acercó y habló con la voz más calmada:

– Hábleme de la madre. ¿Qué aspecto tenía, físicamente?

– Era muy alta, muy robusta. Medía por lo menos un metro ochenta. Tenía los hombros anchos. No llegué a verle la cara pero recuerdo que lucía una cabellera negra y ondulada que la rodeaba como una aureola. Llevaba gafas, con grandes monturas. Iba siempre vestida de negro. Una especie de jerséis de algodón o de lana…

– ¿Y el padre de Jude? ¿No le habló nunca de él?

– No, nunca.

Karim agarró la madera del reclinatorio y se inclinó aún más hacia delante. Instintivamente, la mujer retrocedió:

– ¿Cuántas veces vino? -continuó.

– Cuatro o cinco. Siempre en domingo. Por la mañana. Me dio una lista de nombres y direcciones, el fotógrafo, las familias que podían poseer las fotos. Durante la semana, me las arreglaba para recuperar las imágenes. Visité a las familias. Mentí. Robé. Soborné al fotógrafo con el dinero que ella me había dado…

– ¿Se quedaba después con las fotos?

– No. Ya se lo he dicho: quería que fuese yo quien las quemara… Cuando venía, tachaba sencillamente los nombres de la lista… Cuando todos estuvieron tachados, sen… sentí que se había serenado. Desapareció para siempre. Por mi parte, me sumergí en las tinieblas. Elegí la oscuridad, el aislamiento. Sólo la mirada de Dios me resulta tolerable. Desde aquella época, no pasa un día sin que ruegue por el muchachito. Yo…

Se detuvo en seco, como comprendiendo de repente una verdad implícita.

– ¿Por qué ha venido aquí? ¿Por qué esta investigación? Señor, Jude no estará…

Karim se levantó. Los olores del incienso le quemaban la garganta. Se dio cuenta de que respiraba sonoramente, con la boca abierta. Tragó saliva y lanzó una mirada de soslayo a la hermana Andrée.

– Hizo lo que debía -le dijo con voz sorda-, pero no sirvió de nada. Un mes después, el niño estaba muerto. No sé cómo murió. No sé por qué. Pero la mujer estaba menos loca de lo que usted cree. Y anoche profanaron la tumba de Jude, en Sarzac. Ahora estoy casi seguro de que los culpables de este acto son los diablos a quienes temía entonces. Esa mujer vivía una pesadilla, hermana. Y esa pesadilla acaba de despertarse.

La hermana gimió, con la cabeza baja. Su velo dibujaba vertientes de seda blanca y negra. Karim continuó con voz cada vez más fuerte. Su timbre ronco se elevaba en la iglesia y ya no sabía a quién hablaba: a ella, a sí mismo o a Jude.

– Soy un poli sin experiencia, hermana. Soy un granuja y camino en solitario. Pero en cierto sentido, los cerdos de anoche no podían haber dado con nadie más adecuado. -Agarró de nuevo el reclinatorio-. Porque he hecho una promesa al niño, ¿entiende? Porque vengo de ninguna parte y nada ni nadie podrá detenerme. Tengo mi propia bandera, ¿entiende? ¡Mi propia bandera!

El policía se inclinó. Oyó crujir las articulaciones de sus dedos.

– Ahora es el momento de cavilar, hermana. Encuentre algo, lo que sea, para ponerme sobre la pista. Debo seguir las huellas de la madre de Jude.

Siempre inclinada, la religiosa negaba con la cabeza.

– Yo no sé nada.

– ¡Reflexione! ¿Dónde podría encontrar a esa mujer? Después de Sarzac, ¿adonde fue? Y antes de eso, ¿de dónde vino? ¡Deme un detalle, un indicio que me permita continuar la investigación!

La hermana Andrée reprimió los sollozos.

– Yo… yo creo que venía con él.

– ¿Con él?

– Con el niño.

– ¿Lo vio usted?

– No. Le dejaba en el pueblo, cerca de la estación, en un parque de atracciones. La feria todavía existe, pero nunca he tenido el valor de ir a ver a los feriantes, yo… Es posible que alguno de ellos se acuerde del pequeño… Es todo lo que sé…

– Gracias, hermana.

Karim se fue a paso de carrera. En la vasta explanada, su calzado guarnecido de hierro rechinó como sobre pedernal. Se paró en seco bajo el aire gélido, tieso como un pararrayos, y escrutó el cielo. Sus labios murmuraron en un ataque de angustia:

– ¡Joder!, pero ¿dónde estoy ahora…? ¿Dónde?

32

El parque de atracciones se extendía en el crepúsculo a lo largo de una vía férrea a la salida del pueblo desierto. Las barracas escupían sus fulgores y su música al vacío. No había un solo curioso ni una sola familia que fueran allí a pasar el rato una tarde de lunes. A lo lejos, el mar oscuro entreabría sus mandíbulas blanquecinas a golpes de agitadas olas.

Karim se aproximó. Una gran noria giraba lenta. Sus radios estaban adornados de pequeños farolillos, la mitad de los cuales se encendía alternativamente, como tremolando bajo el efecto de un cortocircuito. Unos coches de choque caracoleaban a ciegas, y las atracciones funcionaban bajo toldos azotados por el viento: tómbolas, puestos ambulantes, espectáculos penosos… Entre la iglesia y esta feria, Abdouf no habría sabido decir qué le deprimía más.

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