Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Se encaminó hacia un pequeño porche de piedra y llamó al timbre. Al cabo de unos segundos, en el umbral apareció una sonrisa. Era una sonrisa antigua, bordeada de blanco y negro. Antes de que Karim pudiese abrir los labios, la hermana se apartó y le ordenó:

– Entre, hijo mío.

El poli entró en un vestíbulo muy sobrio. Sólo una cruz de madera se perfiló en una de las paredes blancas, encima de un cuadro de reflejos oscuros. A la derecha, en un pasillo, Abdouf distinguió la claridad gris de algunas puertas abiertas. Por un hueco más cercano vio hileras de sillas barnizadas y un suelo revestido de linóleo claro. El aspecto desnudo e impecable de un lugar de oración.

– Sígame -dijo la religiosa-. Íbamos a comer.

– ¿A estas horas? -se asombró Karim.

La hermana ahogó una breve risa. Tenía la malicia de una adolescente.

– ¿No conoce usted el horario de las carmelitas? Cada día debemos volver a nuestras oraciones a las seis de la tarde.

Karim siguió a la silueta. Sus sombras se reflejaban en el linóleo como sobre las aguas de un lago. Accedieron a una gran sala donde una treintena de hermanas cenaba, conversando bajo una luz cruda. Los rostros y los velos tenían una sequedad ligeramente acartonada, una sequedad de hostia. Dirigieron al policía algunas miradas, algunas sonrisas, pero no se interrumpió ninguna conversación. Karim captó varias lenguas diferentes: francés, inglés y también una lengua eslava, quizá polaco. Por consejo de la hermana, se sentó en el extremo de la mesa, ante un plato hondo lleno de una sopa con grumos ocres.

– Coma, hijo mío. Un muchacho tan alto como usted…

Otra vez «hijo mío»… Pero Karim no tenía valor para reprender a la hermana. Bajó los ojos hacia su plato y se dijo que no había comido desde la víspera. Consumió la sopa en pocas cucharadas y luego devoró varias rebanadas de pan con queso. Cada alimento tenía el gusto íntimo y singular de los platos confeccionados en casa con los medios disponibles. Se sirvió agua de una jarra de acero inoxidable y luego alzó la mirada: la hermana le observaba, cambiando algunos comentarios con sus compañeras.

Murmuró:

– Hablábamos de su peinado…

– ¿Sí?

La hermana emitió una risita.

– ¿Cómo se hace esas trenzas?

– Es natural -respondió-. Los cabellos rizados se disponen naturalmente en trenzas si se dejan crecer. En Jamaica las llaman dreadlocks. Los hombres no se cortan nunca el pelo y tampoco se afeitan. Es contrario a su religión, como los rabinos. Cuando los dreadlocks son lo bastante largos, los llenan de tierra para que sean más pesados y…

Aquí Karim se interrumpió. El objeto de su visita acababa de volver con fuerza a su memoria. Entreabrió los labios para explicar su investigación, pero fue la hermana quien preguntó en un tono grave:

– ¿Qué quiere, hijo mío? ¿Por qué lleva una pistola bajo la chaqueta?

– Soy de la policía. Tengo que ver a la hermana Andrée. Es urgente.

Las religiosas seguían conversando, pero el teniente comprendió que habían oído su solicitud. La monja dijo:

– Vamos a llamarla. -Hizo un discreto signo a una de sus vecinas y luego se dirigió a Karim-. Venga conmigo.

El poli se inclinó frente a las mesas, en señal de despedida y de gratitud. Un salteador de caminos saludando a quienes le habían ofrecido su hospitalidad. Enfilaron de nuevo el brillante pasillo. Sus pasos no hacían el menor ruido. De repente, la religiosa se volvió.

– Le han prevenido, ¿verdad?

– ¿De qué?

– Usted podrá hablarle, pero no podrá verla. Podrá escucharla, pero no acercarse a ella.

Karim examinó los bordes del velo, arqueados como una bóveda de sombra. Pensó en una nave, en una cúpula iluminada de azul, en campanas rasgando el cielo de Roma, esa clase de clisés que cruzan la mente cuando se quiere dar un rostro al Dios de los católicos.

– Las tinieblas -murmuró la mujer-. La hermana Andrée ha hecho voto de tinieblas. Hace catorce años que no la hemos visto. A estas alturas, ya debe de ser ciega.

Fuera, los últimos rayos del sol desaparecían tras los macizos edificios. Fríos colores se abatían sobre el patio desierto. Se encaminaron hacia la iglesia de altas torres. En el flanco derecho del edificio descubrieron otra pequeña puerta de madera. La religiosa rebuscó entre los pliegues de su hábito. Karim oyó un tintineo de llaves, raspaduras contra la piedra.

La hermana le abandonó ante la puerta entornada.

La oscuridad parecía habitada, poblada de olores húmedos, de cirios vacilantes, de piedras usadas. Karim dio algunos pasos y levantó la mirada. No distinguía las alturas de la bóveda. Los raros reflejos de los vitrales ya estaban roídos por el crepúsculo, las llamas de los cirios parecían prisioneras del frío, de la aplastante inmensidad de la iglesia.

Pasó junto a una pila de agua bendita en forma de concha, junto a los confesonarios y anduvo a lo largo de las alcobas que parecían ocultar objetos secretos del culto. Se fijó en otro candelabro negruzco con una gran cantidad de cirios que ardían en charcos de cera.

Estos lugares despertaban en él sordas reminiscencias. A pesar de sus orígenes, a pesar del color de su piel, su subconsciente estaba impregnado del credo católico. Recordaba fríos miércoles en el hogar donde las sesiones de tarde de la tele eran siempre precedidas por los cursos de catecismo. El martirio del Camino de la Cruz. La benevolencia de Cristo. La multiplicación de los panes. Todas aquellas tonterías… Karim sintió surgir en su interior una oleada de nostalgia y una extraña ternura hacia sus educadores; se reprochó tener aquellos sentimientos. El beur no quería tener recuerdos ni debilidades respecto a su pasado. Era un hijo del presente. Un ser del instante. Era así, al menos, como le gustaba considerarse.

Pasó de largo más bóvedas. Detrás de los entramados de madera, en el fondo de los nichos, discernía tapices oscuros, grabados blancuzcos, cuadros tejidos con oro. Un olor a polvo envolvía cada uno de sus pasos. De repente, un ruido grave le hizo volver la cabeza. Necesitó varios segundos para distinguir una sombra en la sombra… y soltar la culata de su Glock, que había agarrado instintivamente.

En el hueco de una alcoba, la hermana Andrée permanecía completamente inmóvil.

31

Inclinaba el rostro y su velo disimulaba por completo sus rasgos. Karim comprendió que no vería esa cara y tuvo una iluminación. La hermana y el muchachito compartían tal vez un signo, una marca en su rostro, que revelaría un vínculo de parentesco. La hermana y el niño quizá fueran madre e hijo. Este pensamiento le atenazó el espíritu como un torno, hasta el punto de no oír las primeras palabras de la mujer.

– ¿Qué ha dicho? -susurró.

– Le he preguntado qué quería.

La voz era grave, pero dulce. Las cuerdas de un arco velando el timbre de un violín.

– Hermana, pertenezco a la policía. He venido a hablar de Jude.

El velo oscuro no se movió.

– Hace catorce años -prosiguió Karim-, en un pueblo llamado Sarzac, usted robó o destruyó todas las fotografías de un niño, Jude Itero. En Cahors, sobornó a un fotógrafo. Engañó a unos niños. Provocó incendios, cometió robos. Todo esto para borrar un rostro de varias fotos. ¿Por qué?

La hermana permaneció inmóvil. Su velo formaba un arco sobre la nada.

– Obedecía órdenes -pronunció ella por fin.

– ¿Órdenes? ¿De quién?

– De la madre del niño.

Karim sintió un hormigueo por todo el cuerpo. Sabía que la mujer decía la verdad. En un segundo, el poli renunció a su hipótesis hermana/madre/hijo.

La religiosa abrió la barrera de madera que la separaba de Karim. Pasó por delante de él y fue con paso firme hacia las sillas de enea. Se arrodilló al lado de una columna, en un reclinatorio, e inclinó la nuca. Karim fue a la hilera superior y se sentó frente a ella. Le asaltaron olores de paja trenzada, ceniza e incienso.

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