Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Fanny arqueó el busto hacia atrás, hundió ambas manos entre sus bucles y los apartó de su rostro. Niémans pensó en raíces mezcladas con tierra. Las raíces de un vértigo llamado «sensualidad». El policía se estremeció. Picores helados libraban una batalla con el calor de su sangre.

La joven preguntó en voz baja:

– ¿Qué va a hacer? ¿Cuál es su próxima etapa?

– Seguir buscando. Y esperar.

– ¿Esperar qué? -repitió, otra vez agresiva-. ¿A la siguiente víctima?

Niémans se levantó, haciendo caso omiso de esta provocación.

– Espero que el cuerpo descienda de la montaña. El asesino nos había dado una cita. Puso en el primer cadáver un indicio que me ha permitido subir hasta el glaciar. Creo que ha deslizado un segundo indicio en el nuevo cuerpo, que nos llevará al tercero… Y así sucesivamente. Es una especie de juego, en el cual debemos perder cada vez.

Fanny también se levantó y cogió la parka que se secaba en el extremo del banco.

– Será preciso que me conceda una entrevista.

– ¿De qué habla?

– Soy la redactora jefe de la revista de la facultad, Tempo.

Niémans sintió que se le tensaban los nervios bajo la piel.

– No me diga que…

– No tema nada, me importa un bledo la revista. Y sin querer asustarle, con el cariz que han tomado los acontecimientos, todos los medios nacionales estarán pronto aquí. Entonces se le echarán encima periodistas mucho más tenaces que yo.

El comisario desestimó con un gesto tal eventualidad.

– ¿Dónde reside? -inquirió de improviso.

– En la facultad.

– ¿Dónde, exactamente?

– Bajo el tejado del edificio central. Tengo un apartamento, cerca de los cuartos de los internos.

– ¿Donde viven los Caillois?

– Exacto.

– ¿Qué piensa de Sophie Caillois?

Fanny adoptó una expresión admirativa.

– Es una mujer rara. Silenciosa. Y de una gran belleza. Los dos formaban una extraña piña. No sabría decirle… Era como si tuvieran un secreto.

Niémans asintió.

– Pienso exactamente igual que usted. El móvil de los asesinatos está quizás en este secreto. Si no le molesta, pasaré a verla más tarde, al anochecer.

– ¿Sigue queriendo ligar conmigo?

El comisario aprobó:

– Más que nunca. Y le reservo la primicia de mis informaciones para su periodicucho.

– Le repito que la revista me importa un bledo. Soy incorruptible.

– Hasta luego -dijo él por encima del hombro, echando a andar.

27

Una hora después, el cuerpo de la segunda víctima aún no había sido liberado del hielo.

Niémans estaba furioso. Acababa de escuchar la lacónica declaración de la madre de Philippe Sertys, una anciana de voz meliflua. La víspera, su hijo se había marchado como cada día a las nueve de la noche con su automóvil, un Lada de ocasión comprado hacía muy poco. Philippe trabajaba de noche en el CHRU de Guernon e iniciaba su servicio a las diez. La mujer no empezó a inquietarse hasta la mañana siguiente, cuando descubrió el coche en el garaje pero no a Philippe en su habitación. Eso significaba que había vuelto y salido otra vez. La madre aún recibiría más sorpresas: al ponerse en contacto con el hospital, se enteró de que Sertys había avisado de que no podía cumplir su turno de guardia aquella noche. De modo que había ido a otro lugar y luego regresado y salido de nuevo, esta vez a pie. ¿Qué significaba eso? La mujer, alarmada, sacudía la manga de Niémans. ¿Dónde estaba su pequeño? Según ella, se trataba de un hecho muy inquietante: su hijo no tenía ninguna amiguita, no salía nunca y dormía cada noche «en casa».

El comisario había escuchado todas estas precisiones sin entusiasmo. Y no obstante, si Sertys era en realidad el prisionero de los hielos, esas indicaciones permitirían determinar el momento del crimen. El asesino había sorprendido al joven a última hora de la noche, lo había matado, mutilado, sin duda, y después transportado al circo de Vallernes. Y el frío del amanecer había cerrado las paredes de hielo alrededor de la víctima. Pero todo esto sólo eran hipótesis.

El comisario acompañó a la mujer a presencia de un gendarme a fin de que hiciera una declaración detallada. En cuanto a él, decidió, con la carpeta bajo el brazo, volver a su antro, la pequeña sala de TP de la facultad.

Allí se cambió, se puso un traje y después, solo en su despacho, extendió sobre una mesa los diferentes documentos que poseía. Se absorbió enseguida en un estudio comparado de Rémy Caillois y Philippe Sertys, en un intento de establecer un vínculo entre estas dos víctimas potenciales.

En el capítulo de puntos en común descubrió muy pocos elementos. Los dos hombres tenían más o menos veinticinco años. Ambos eran altos, delgados y compartían un rostro de facciones regulares y atormentadas a la vez, coronadas por una mata de cabellos cortados a cepillo. Los dos eran huérfanos de padre: Philippe Sertys había visto morir a su padre hacía dos años, de un cáncer de hígado. Rémy Caillois había perdido también a su madre cuando tenía ocho años. Ultimo punto en común: los dos jóvenes ejercían la profesión paterna: bibliotecario Caillois y enfermero auxiliar Sertys.

En el capítulo de las diferencias, por el contrario, los hechos abundaban. Caillois y Sertys no habían estudiado en los mismos institutos. No habían crecido en los mismos barrios y no pertenecían a la misma clase social. Nacido en un ambiente modesto, Rémy Caillois se había educado en el seno de una familia de intelectuales y crecido en el ámbito de la universidad. Philippe Sertys, hijo de un humilde celador, se había puesto a trabajar a la edad de quince años tras los pasos de su padre, en el hospital. Era casi analfabeto y aún vivía en la casucha familiar en los confines de Guernon.

Rémy Caillois pasaba la vida entre libros, Philippe Sertys, las noches en el hospital. Este último no parecía tener ninguna afición, aparte de permanecer escondido en aquellos pasillos que apestaban a asepsia o de los videojuegos al anochecer en la cervecería situada enfrente del CHRU. Caillois había sido declarado inútil. Sertys había hecho su servicio militar en la infantería. Uno se había casado, el otro era soltero. Uno era un apasionado de la marcha y la montaña. El otro parecía no haber salido nunca de su aldea. Uno era esquizofrénico y sin duda violento. El otro, en opinión de todos, era «dulce como un ángel».

Había que rendirse a la evidencia: el único rasgo común a los dos hombres era su físico. Este parecido que compartían, la cara larga y afilada, los cabellos a cepillo y la silueta filiforme. Como había declarado Barnes, era evidente que el asesino había elegido a sus dos presas por su aspecto exterior.

Niémans consideró, un instante, el crimen sexual: el homicida sería un homosexual reprimido, atraído por este tipo de jóvenes. El comisario no lo creía y el médico forense había sido categórico: «No van por ahí los tiros. En absoluto». El médico había percibido, a través de las heridas y mutilaciones del primer cuerpo, una frialdad, una crueldad, una aplicación que no tenían nada que ver con la locura de un deseo perverso. Por otra parte, no se había constatado en el cadáver la menor huella de abusos sexuales.

Entonces, ¿qué?

Tal vez la locura del asesino era de otra clase. En cualquier caso, este parecido entre las presuntas víctimas y el comienzo de una serie -dos asesinatos en dos días- apoyaba la tesis del maníaco que se disponía a matar otra vez, poseído por una demencia violenta. Había además otros argumentos en favor de esta sospecha: el indicio depositado en el primer cuerpo, que había conducido al segundo, la posición fetal, la mutilación de los ojos y la voluntad de colocar los cadáveres en lugares salvajes y espectaculares: el abismo sobre el río, la prisión transparente de los hielos…

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