A Adrianí le cae muy bien y siempre busca su compañía, porque «la señora Murátoglu tiene nivel: se nota en su forma de vestir, en sus modales, en todo», dice. Desde que llegamos aquí, el humor de Adrianí es cambiante, aunque logra distraerse, sobre todo cuando visitamos los monumentos y se deja llevar por el ambiente. Pero en cuanto volvemos a encontrarnos a solas en la habitación del hotel, vuelve a deprimirse. Al mismo tiempo, la embarga el temor de contagiarme su melancolía y, para entretenerse y olvidar, me propone que salgamos a la calle.
El autocar ha cruzado ya el puente y enfila una calle empinada, flanqueada a la izquierda por unos astilleros. Contemplo desde lo alto el Cuerno de Oro, y las gasolineras, las barcazas y los miles de coches que recorren el paseo marítimo, por donde ayer fuimos a la sede del Patriarcado.
– Aquel paseo marítimo no existía en los viejos tiempos -le dice la señora Murátoglu a Adrianí-. Para ir al Patriarcado o a Balatás, tenías que subir a unos barquitos lentísimos que hacían escala en todos los embarcaderos. Los barquitos parecían de juguete y el trayecto resultaba divertido. Además, en aquella época la gente no tenía las prisas que tenemos hoy.
Miro las mezquitas de la otra orilla, que parecen alineadas y equidistantes, hasta que desaparecen de mi vista cuando llegamos a un bulevar ancho, impersonal y sin ningún interés, donde viejas casas de dos plantas coexisten con modernas construcciones baratas que albergan tiendas variopintas y dispuestas sin orden alguno: una tienda de ultramarinos, un comercio de recambios de coches; al lado, una tienda de alfombras y jarapas; más allá, otra de ropa interior y, aquí y allá, en medio de todo eso, unos bares que venden refrescos, tostadas y zumos de fruta.
– Estamos en el bulevar de Tarlábasi, que era uno de los barrios más abigarrados de la ciudad -nos informa la guía-. Aquí vivían griegos, turcos, armenios y algunos judíos.
– ¿Es aquí donde se encuentra Beyoglu? -pregunta el estratega jubilado.
– Beyoglu es el nombre turco, mi general -explica la señora Murátoglu-. Los griegos siempre lo llamamos Pera. La Grande Rue d'Opéra, así lo llamaban no sólo los griegos, sino también los franceses. Recuérdelo porque, cuando haya reconquistado Constantinopla, tendrá que restablecer los viejos nombres y no los sabrá.
Se produce un silencio y nadie tiene nada que añadir. Miro por el espejo retrovisor a la guía turística, que es de Estambul. Ha bajado el micro, contempla la calle y sonríe.
El autocar desemboca en la plaza Taksim y enfila la calle donde se encuentra nuestro hotel.
La señora Murátoglu nos ha traído a un restaurante que se llama Imbros y cuyo propietario, como no podía ser de otro modo, es natural de esa isla. Nos sentamos al aire libre, en una calle larga que parece muy estrecha, porque en el centro se juntan las mesas de los restaurantes y los bares de ambos lados. Para llegar aquí hemos recorrido una calle atestada de puestos donde fríen mejillones, luego hemos seguido recto por otra calle también atestada de establecimientos de mejillones, aunque esta vez rellenos, y un poco más abajo empezaron a acariciar nuestro olfato olores a especias, a embutidos, a albóndigas picantes y mújoles, que colgaban en las tiendas de alimentos como cuelgan las uvas de la parra. No sé qué recordaré más cuando volvamos a Atenas: Santa Sofía, el Bósforo o los olores de Estambul.
– Pero, bueno, ¿es que los turcos no se hartan nunca de comer? -pregunta Adrianí a la señora Murátoglu, sorprendida.
– No lo crea. No comen mucho. Nosotros, los griegos, comemos el doble -suena a nuestras espaldas la voz del restaurador imbrio, a quien la señora Murátoglu nos presentó como Sotiris.
– Pero ¿qué me está diciendo? -protesta Adrianí-. Vayas donde vayas, la mitad de los establecimientos son restaurantes.
– Los turcos no son esclavos de la comida, son esclavos de los sabores, madam - la instruye el imbrio-. A los turcos les gusta rodearse de una decena de platos, para pasar horas enteras picando. Yo, la verdad, prefiero a los griegos.
– ¿Por qué? -quiero saber.
– Porque son insaciables y, por lo tanto, más fáciles de satisfacer. Les echas una zapatilla asada sobre la mesa, quizás una musaka, y en menos de una hora han terminado y te dejan en paz. Con los turcos pasas horas yendo y viniendo con los platos y las bandejas.
Dicho esto, se acerca a la mesa de al lado para saludar a un tipo que ronda los sesenta y cinco y está cenando solo. Se ve que se conocen, porque el imbrio se sienta frente a él y empiezan a charlar.
La señora Murátoglu menea la cabeza mientras observa al dueño del restaurante.
– Si supiera cuántos restaurantes griegos había en Pera, comisario… -se dirige a mí-. Y no sólo en Pera, sino también en las islas, en el barrio de Arnavutkóy, en Zerapiá. Ahora sólo queda el de Sotiris, otro establecimiento en Zerapiá y un tercero en la isla de Prínkipos.
– ¿Por qué? ¿Los dueños los vendieron? -pregunta Adrianí.
– Algunos vendieron, otros murieron y sus hijos no quisieron seguir, prefirieron irse a Grecia…
Para mi gran alivio, la señora Murátoglu sigue charlando con Adrianí, quien, como fiel súbdita de la televisión, adora las historias, especialmente las más tristes. Yo, por el contrario, detesto visceralmente las glorias pasadas que se cuentan con dolor. Recorro con la mirada las mesas alineadas a lo largo de la calle. Están todas llenas, los comensales beben y conversan, aunque produciendo la mitad del ruido que en cualquier taberna ateniense, donde generalmente no te enteras de lo que dice tu acompañante.
Aquí todos conversan en tono moderado; tanto es así que, cuando suena mi móvil, lo oigo. Lo saco del bolsillo y, por enésima vez, compruebo que me he equivocado, no es el mío, cosa que me ocurre sin falta un par de veces al día. Tengo la impresión de que suena y lo saco del bolsillo, sólo para descubrir que me equivocaba. Soy consciente de que vivo con la esperanza de recibir una llamada de Katerina, pero cada vez me quedo frustrado. Desde que llegamos aquí, no ha habido ningún contacto; ni nosotros la llamamos, ni ella nos llama a nosotros. La última vez que hablamos fue cuando le comunicamos que veníamos aquí de viaje, la víspera misma de nuestra partida. La idea de decírselo en el último momento fue de Adrianí, que cuando enfila el camino de la amargura, no lo abandona ni aunque el agua le llegue al cuello. Quería que Katerina se diera cuenta de que nos marchábamos para olvidar. Ella captó el mensaje, incluso nos deseó buen viaje, pero no se ofreció a acompañarnos al aeropuerto.
Aquella despedida envolvió nuestra relación con nuevas capas de aire frío, y a mí, con la ansiedad de no saber qué ocurriría al día siguiente, de ahí que el móvil suene en mi imaginación a cada momento. Adrianí se ha fijado en mi nueva relación con el móvil, y la observa con atención, pero no hace ningún comentario.
Aparto la mirada para evitar la suya y veo que el sesentón se ha levantado y se está acercando a nuestra mesa. Se detiene junto a la señora Murátoglu y se nos queda mirando mientras nosotros esperamos que se presente. Sin embargo, no lo hace, y pasa directamente a las preguntas:
– Perdonen, ¿son ustedes de Grecia?
Es la manera más fácil de entablar conversación, preguntándote lo obvio. Parece que a la señora Murátoglu se le ocurre lo mismo, porque responde en tono ligeramente irónico:
– Sí, señor. ¿Y usted?
El hombre pasa por alto la pregunta de la señora Murátoglu y prosigue amablemente con las suyas.
– Lamento interrumpirles la cena, pero ¿podrían decirme si han venido en avión o en autocar?
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