Ante el mosaico que representa a la Virgen con el Niño, entre Juan Comneno y la emperatriz Irene, se encuentra el grupo de japoneses, que prosigue sus trabajos forzados fotográficos. Una joven japonesa, entusiasmada por su ocurrencia, se planta delante mismo de la Virgen para ser retratada entre Comneno e Irene. Con esta pose parecerá que tenga dos cabezas, me digo, la suya y la del niño Jesús. Pero eso no parece disuadir al fotógrafo del grupo, que pide a los demás que se incorporen al cuadro.
– Pero ¿qué hacen? ¿Ocupan el lugar de la Virgen? ¡Que Dios nos ampare! -exclama Adrianí al tiempo que se santigua.
– No pida demasiado, señora Jaritu -interviene la señora Despotopulu en tono condescendiente-. ¿Qué espera? ¿Respeto de los paganos?
– Esos son budistas -la corrige la señora Pajaturidu.
– Los budistas también son paganos. ¡Veneran la estatua de Buda!
Me dispongo a alejarme cuando me aborda Despotópulos, que, misteriosamente, siempre consigue estar cerca de mí.
– Todo esto es impresionante, pero Bizancio es un cuerpo extraño, nada que ver con Grecia.
– ¿Por qué? -me sorprendo.
– Grecia es la cuna de la civilización occidental. Esto, en cambio, es Oriente. Salvo por la religión ortodoxa, Bizancio siempre ha estado más cerca de los turcos que de nosotros, los griegos.
– Entonces, ¿por qué quiere usted reconquistar Constantinopla?
– Porque, estratégicamente hablando, el espacio natural para la expansión de Grecia se encuentra en Oriente. En Occidente no hay espacio vital para nosotros. Alejandro Magno fue el primero en darse cuenta -explica el estratega jubilado.
Adrianí me inmoviliza agarrándome del brazo y deja que el resto de la manada se nos adelante.
– Son buena gente -dice cuando los demás ya no pueden oírla-. Pero a veces resultan insoportables.
– No te quejes. Te sugerí que viniéramos solos pero no quisiste.
– ¡Con el Mirafiori! -grita casi, indignada-. ¡Hacer el viaje desde Atenas con el Mirafiori! Sólo conozco a un policía que no tiene sentido del peligro, ¡y resulta que es mi marido!
Me deja plantado y se acerca al grupo. Se me ocurre que, lo que mal empieza, no como un plan sino como una huida, mal sigue.
El que soltó aquel inimitable «los pecados de los padres los pagarán los hijos» seguro que no tuvo descendencia. Porque miro a mi alrededor y no veo a un solo padre que maltrate a su hijo. La mayoría los viste con lo más chic del mercado; hasta aquellos que no disfrutan de los ingresos necesarios encuentran una imitación convincente para no causar problemas psicológicos a sus vástagos; además, les procuran clases de inglés, de francés, de alemán y de recuperación de todo, y cuando por fin aprueban los exámenes de ingreso en la universidad les compran un coche, porque, si no, «el niño tiene que tomar dos autobuses para llegar a la facultad». Y aunque consideremos que todo esto son errores educativos, y, por lo tanto, «pecados», desde luego, los padres de la actualidad no atormentan a sus hijos.
Digo todo esto porque puedo afirmar con orgullo que yo no he cometido esos pecados. Katerina fue a clases de recuperación el tiempo necesario, ni un minuto más. Su inglés fue por mucho tiempo un inglés de bachillerato y ni siquiera ahora dispone de otro medio de transporte que no sea el autobús.
Pero ¿qué ocurre cuando las decisiones de los hijos atormentan a los padres? Nada dice al respecto el desconocido crítico de los progenitores. Porque, aunque Katerina hiciera su doctorado sin pedirnos apenas nada y viviendo de manera espartana, sus decisiones caían sobre nuestras cabezas como rayos en cielo despejado. Nos quería, se preocupaba por nosotros, cuidaba de nosotros, pero ella fue siempre el centro de las decisiones, y nosotros, los destinatarios de sus peroratas. En segundo de bachillerato nos anunció que estudiaría Derecho. Cuando se licenció y yo empecé a preguntar a amigos y conocidos dónde encontrar un bufete de prestigio para que ella hiciera las prácticas, nos comunicó que quería doctorarse. Durante todos esos años, su propósito declarado era convertirse en juez, pero cuando terminó el doctorado nos hizo saber que pensaba quedarse junto a su profesor, para seguir una carrera académica. Al final, optó por entrar en la fiscalía. Sin embargo, mientras hacía sus prácticas en un conocido bufete de abogados, descubrió de pronto las virtudes de la abogacía y decidió campar por ese terreno.
Los que me conocen saben muy bien que mi gran sueño era ser el padre orgulloso de una fiscal. Puede que mi deseo fuera una obsesión paterna. Pero, aunque alguien calificara mi obsesión de «pecado», a Katerina jamás se la impuse. Muy al contrario, cuando nos comunicó su decisión final pensé que quizás una carrera de letrada fuera más realista que las tareas enmohecidas de los juzgados, y que mi sueño de verla condenar a criminales detenidos por mí resultaba más bien imposible, porque yo no pertenezco al cuerpo de delitos fiscales y ella se pasaría media vida procesando cheques sin fondo y tarjetas de crédito impagadas.
A mi actitud de no imponer nada contribuyó sustancialmente la alegría de Adrianí cuando supo que su hija había optado definitivamente por la abogacía. Como esposa de un policía, laboralmente hablando, no le hace ninguna gracia el paquete «Ministerio del Interior-Ministerio de Justicia». En su opinión, ya que Katerina decidió estudiar Derecho y, en consecuencia, pasar su vida laboral entre ladrones, estafadores y criminales, era mejor estar del lado de los delincuentes que del Estado, porque resulta mucho más lucrativo liberar a criminales que detenerlos, cosa que todavía no me cabe en la cabeza.
Todos esos cambios, variaciones, marchas atrás y alteraciones tuvieron un final feliz cuando Katerina nos anunció que Fanis y ella habían decidido casarse. Adrianí saltaba de alegría.
– ¡Por fin, hija mía! Me has quitado un peso de encima. ¡Una pareja tan bien avenida sin pasar por la iglesia!
– Por la iglesia es un decir -replicó Katerina riendo.
– ¿Cómo que «un decir»? -se extrañó Adrianí-. Las bodas se hacen con cura y padrinos.
– En nuestro caso, será con unos testigos. Nos casaremos por lo civil.
El jarro de agua fría dejó helada a Adrianí, que tardó unos cinco minutos en recuperar su temperatura normal. Empezó entonces a enumerarle a Katerina los inconvenientes del matrimonio civil, que eran de naturaleza material, emocional y familiar. Arrancó con los argumentos materiales.
– Poca gente va a las bodas civiles, recibiréis muchos menos regalos. ¿Cómo vais a montar vuestra casa sin regalos?
– Da igual, porque seguiremos viviendo en el apartamento de Fanis. Yo todavía estoy haciendo las prácticas y tenemos que pasar con un solo sueldo. No podemos cambiar de casa. Si no cabemos ni nosotros, ¿dónde vamos a meter los regalos?
A continuación, Adrianí esgrimió el argumento de que las bodas celebradas en la iglesia acababan menos en divorcio.
– ¿Cómo se casa la mayoría de la gente, por la Iglesia o por lo civil? -preguntó Katerina.
– Por la Iglesia, naturalmente.
– Entonces, la mayoría de los divorcios son de gente casada por la Iglesia.
Adrianí, viendo que tampoco este argumento tenía éxito, pasó a lo sentimental. Preguntó a Katerina si se le había ocurrido que privaría a su padre y a su madre de la alegría de verla como una novia.
– También en el ayuntamiento seré una novia. Sea por lo civil, sea por la Iglesia, una novia es una novia.
– ¿Una novia que no viste de blanco? -se escandalizó Adrianí, incrédula.
– ¡Mamá, eso es precisamente lo que no soporto!
– ¿Qué es lo que no soportas? ¡Explícamelo de una vez para que lo entienda!
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