– ¡El vestido de novia, el velo, el ramo, las peladillas! Sí, iremos al ayuntamiento para oficializar nuestra relación, ¡pero sin la hipocresía de los vestidos y las peladillas, que se supone que inauguran nuestra vida en común cuando ya llevamos dos años viviendo juntos!
– ¿Olvidas que tu padre es policía? ¿Cómo les explicará a sus compañeros que su hija prefiere el matrimonio civil al eclesiástico? Me parece que no piensas en absoluto en tu padre, Katerina.
Mi hija hizo lo que hace siempre que Adrianí esgrime mi profesión como último argumento. Se volvió y me lo preguntó a la cara:
– ¿Eso te supone un problema, papá?
Entonces sentí por primera vez el gran anhelo de conducirla hasta el altar. Tal vez Katerina tuviera razón. Quizás esta tradición haya quedado deslucida con el paso de los años; es de esa época en que las muchachas se quedaban en casa con sus madres hasta que el padre las entregaba a su futuro esposo y nuevo señor. Puede que haya asistido a tantas bodas donde alguno de mis compañeros entregaba a su hija, generalmente a un colega más joven, que daba por sentado que en mi caso sucedería lo mismo. Sea como sea, sentí que se me caía el alma a los pies, porque vi que, después de despedirme del sueño de ver a mi hija convertida en fiscal, ahora tenía que despedirme de ese otro sueño. Fue una de las raras ocasiones en que la ira se apoderó de mí.
– Dime una cosa, Katerina: ¿cuántas veces has venido a mi despacho?
Ella me miró sorprendida.
– Yo qué sé. Muchas.
– ¿Y nunca te has fijado en lo que cuelga de la pared detrás de mi escritorio?
– Un crucifijo.
– ¿Cuántas veces has entrado en una sala de tribunal?
– Vale, ya lo he pillado. También allí hay una cruz.
– Y aunque Jesucristo cuelgue a diario por encima de la cabeza de tu padre, y aunque tú, en tu profesión, te lo encuentres cada día delante, ¿sigues insistiendo en que te casarás por lo civil y no por la Iglesia?
Por lo general, cuando pide mi opinión está segura de antemano de que le daré la razón o de que contestaré con evasivas que enfurecerán a Adrianí, no a ella. En esta ocasión, mi respuesta la había confundido y parecía buscar una salida.
– Papá, entiendo tu problema, pero podemos arreglarlo -dijo al final.
– ¿Cómo? ¿Se te ocurre alguna solución?
– Podemos decir que la boda tendrá lugar en Estambul, que nosotros deseábamos casarnos allí. Tus compañeros sabrán apreciarlo.
No sé qué me entristeció más. Si su opinión despectiva de mis colegas, como si fueran todos como Despotópulos y deliraran con reconquistar la ciudad, o su empecinamiento y falta de flexibilidad. Lo segundo resultaba mucho más preocupante, por motivos no sólo profesionales, sino también personales. En lo profesional, Katerina había decidido ser abogada, y la rigidez de principios y posiciones éticas supone para los abogados el camino sin retorno que conduce al fracaso. La inflexibilidad es buena para los fiscales, pero, por desgracia, Katerina había renunciado a la única profesión que comulgaba con su naturaleza. En todos los años que llevo trabajando en la policía, he conocido a abogados engreídos, descarados, chanchulleros y lameculos, pero nunca, ni por casualidad, he conocido a un abogado inflexible.
La otra cosa que me atormentaba era la sospecha de que hubiera heredado la inflexibilidad de mí. Durante toda mi vida profesional he hecho lo que me ha dado la gana, directa o indirectamente, sin preocuparme por mi seguridad física. Eso lo he pagado muy caro, y aún más caro lo habría pagado si no hubiera tenido encima de mi cabeza a Guikas, que en parte me ha protegido, y no por tenerme especial simpatía, sino porque yo le saco las castañas del fuego y me necesita.
Ahora que descubría esa misma rigidez en mi hija, recordaba lo que yo había tenido que soportar y me entraba la fiebre cuartana -como decía mi madre, que en paz descanse-, acompañada de un hondo sentimiento de culpa, porque era evidente que Katerina había heredado su defecto de mí.
– ¿Y qué opinan los padres de Fanis de todo esto? -quiso saber Adrianí.
Katerina se encogió de hombros.
– No lo sé. Yo me he encargado de hablar con vosotros, y Fanis, con los suyos. Aunque ellos no tienen este problema. Nos casemos donde nos casemos, Fanis llevará el mismo traje.
Por desgracia, a su falta de flexibilidad se añadía la estimación equivocada de las cosas. Porque los padres de Fanis montaron en cólera cuando supieron que la boda no se celebraría por la Iglesia y, como era natural, culparon a Katerina. No sé si Fanis les dijo que así lo deseaba ella, pero, aunque no se lo dijera, Pródromos y Sebastí consideraron que Katerina tenía la obligación de insistir en que se casaran por la Iglesia, ya que era ella quien iba a vestirse de novia.
De modo que la boda en el ayuntamiento se convirtió en un velatorio. Nosotros, negros por la tristeza y la amargura, los padres de Fanis, todo el día de morros, y Katerina, sin haber comprendido todavía los efectos que habían causado su empecinamiento y muy confusa. Al final de la ceremonia, Pródromos y Sebastí rozaron la mejilla de Katerina lo imprescindible para dar la impresión de que la besaban. La misma frialdad mostraron hacia nosotros. A duras penas pronunciaron un «que nuestros hijos sean muy felices», como si se les hubiera escapado a su pesar. Obviamente, nos consideraban responsables de no haber enseñado a nuestra hija a respetar determinados valores y tradiciones. Hasta parecían extrañarse de que yo, un policía, hubiera inculcado a mi hija unos principios tan relajados y poco respetuosos con la tradición. Katerina se había convertido en la oveja negra, y nosotros, en los pastores malos.
A mí todo eso me resbalaba, y me importaba un pito el mal humor de mis consuegros, pero a Adrianí le dolió. Como si no tuviera bastante con el matrimonio por lo civil, la ofensa de los consuegros la hundió en la miseria. Dejó de comer, dejó de hablar, dejó de llamar a Katerina por teléfono y, cuando nos llamaba ella, no quería ponerse. Después de la boda cayó en luto riguroso.
Entonces recordé lo que me dijo Katerina acerca de Estambul. La boda no se celebraría allí, pero nosotros podíamos hacer un viajecito y, de este modo, alejarnos de la crisis. Cuando se lo propuse a Adrianí, temí que se cerrara en banda y me dijera que no, pero ella me miró y susurró incrédula:
– ¿Crees que nos sentará bien?
Fue muy fácil convencerla de que sí. Sólo se opuso a mi ocurrencia de hacer el viaje por carretera con el Mirafiori.
– Entonces prefiero quedarme aquí -declaró categóricamente-. Ya tengo suficiente con haberme quedado tirada con la boda de mi hija. No soportaría quedarme tirada con tu trasto.
Así que acabamos en un autocar admirando las bellezas de esta ciudad. El primer día visitamos la iglesia de San Salvador; el segundo, la Mezquita Azul y el acueducto bizantino; ayer, la sede ecuménica del Patriarcado y la iglesia de la Virgen de Blaquerna; y, hoy, Santa Sofía.
Ahora, mientras recuerdo todo aquello, regresamos de Santa Sofía. Miro por la ventanilla mientras escucho a nuestra guía, que dice que en estos momentos atravesamos el puente de Atatürk, el segundo que comunica a la ciudad por encima del Cuerno de Oro. El primer puente, y también el más antiguo, es el del barrio de Gálata.
Adrianí va sentada en el asiento de atrás, junto a la señora Murátoglu, que es el miembro más simpático del grupo. Nació aquí, pero su familia abandonó la ciudad inmediatamente después de los sucesos de septiembre [5]y desde entonces vive en Atenas. Cada dos años, no obstante, se apunta a un viaje turístico y regresa para «venerar la tierra patria». «Algunos van en peregrinación a Jerusalén, otros a La Meca, y yo vengo aquí», explica riéndose.
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