– Hace unos días la señorita King me pidió que fumigara su piso. Había insectos por todas partes… Hasta en los lugares menos pensados.
– Me consta. Me consta. Pero ¿no suelen ponerse guantes para esas tareas?
Cillian contestó sereno. El corazón explotaba en su caja torácica, pero veía su reflejo en el espejo del armario y se reconfortaba con la imagen de total tranquilidad que conseguía transmitir al exterior.
– Tal vez los profesionales… Yo acepté ese trabajo para redondear mi sueldo. No sabía que se necesitaran guantes.
El agente reemprendió el análisis de la madriguera de Cillian, pero el hecho de que todas sus cosas estuvieran guardadas en las maletas le dejaba muy poco trabajo. Al rato se juntó con los otros dos hombres.
– ¿Acaso aquí no le pagan bien? Perdón, me corrijo, ¿no le pagaban bien?
– No me pagan mal, pero tampoco lo que me gustaría. Me corrijo, lo que me habría gustado.
– ¿Podemos decir que tiene algún motivo de resentimiento contra los vecinos del edificio?
– El mismo motivo que los treinta mil conserjes que trabajan en esta ciudad. Estamos a punto de entrar en huelga. Y todos por la misma razón. No tiene más que leer los periódicos.
– Ya… -asintió el inspector.
La imagen que Cillian se había hecho de ese hombre cambió radicalmente. El día anterior le había parecido un profesional eficaz, resuelto, buen analista de la psique humana. Ahora le subestimaba, le preguntaba por temas superfluos para intentar confundirlo y hacerle caer en una contradicción más tarde.
– El suicidio de un hombre joven, con un buen trabajo, una relación sentimental estable… ¿no le parece extraño?
– Creo que no entiendo la pregunta.
– Si no le resulta difícil creer que el señor Kunath tuviera alguna razón para quitarse la vida… y además de esa forma tan truculenta y salvaje.
Otro truco fácil. Cillian no picó.
– ¿Por qué? ¿Cómo murió?
El investigador encajó con otra ligera sonrisa la respuesta de Cillian.
– Dentro de la bañera, con un cuchillo de cocina en la garganta.
Cillian meditó un momento.
– Creo que no le conocía lo suficiente para poder juzgar.
– Ya… La señorita King nos contó algo interesante sobre la forma curiosa, por definirla de alguna manera, con la que usted y el señor Kunath se conocieron.
– ¿Qué pretende decir?
El inspector se volvió inesperadamente agresivo.
– Lo que quiero decir es que, por un lado tenemos un supuesto suicidio, con un modus operandi totalmente anómalo, de un hombre que no tenía ninguna razón para quitarse la vida y que incluso había encargado un anillo de pedida hacía sólo unos días… y, por otro lado, tenemos a un conserje que entra sin permiso en los apartamentos de los vecinos.
Fue la primera vez desde el inicio del interrogatorio que Cillian se puso nervioso. No por la acusación directa, sino por la actitud del inspector. Ese enfado, ese tono provocador no podían ser reales. Un hombre con esa experiencia no podía perder la calma por tan poco. Ese enfado era parte de una estrategia que Cillian no sabía descifrar. Y eso le desconcertaba.
– Me resulta algo incómodo hablar de esto… -dijo en tono sumiso. Miró a los ojos a los dos policías que tenía delante-. Pero imagino que, después de su acusación, no tengo alternativa…
Hizo una pausa. Consiguió generar expectación. Notaba que estaba recuperando el control de esa conversación.
– El otro día estaba en el cuarto de las lavadoras y… escuché por casualidad una pelea entre los dos; estaban en el vestíbulo…
– ¿Entre la señorita King y el señor Kunath?
Cillian percibió que el inspector se animaba. El portero se había metido en un callejón con sólo dos posibles salidas: su autocondena por caer en contradicción, o una revelación concluyente. El inspector creía que era él quien tiraba de los hilos, y eso estaba bien.
– ¿Por qué se peleaban?
– La verdad, no lo entendí… -siguió Cillian con su tono manso-, sólo comprendí que él la acusaba de mentir y que ella lo negaba. Después deduje que él la acusaba de haberle engañado con otro hombre.
– ¿Después? ¿Después de qué?
– Después de hablar con la niña que vive en el apartamento de enfrente. En el 8B.
– ¿La fisgona?
Cillian asintió. Vio que el inspector procesaba internamente la información y que por primera vez recibía un dato que le sorprendía.
– La niña vuelve cada día de la escuela a eso de las cinco de la tarde y siempre solemos intercambiar unas palabras… Bueno, eso desde que la salvé de un intento de robo por parte de unos gamberros. Por cierto, deberían hacer algo en esta zona, no es la primera vez que un vecino sufre un ataque de…
El inspector no pudo evitar hacer un gesto molesto que invitaba a Cillian a olvidar ese paréntesis e ir directamente al núcleo de la cuestión. Lo tenía en sus manos.
– Bueno, me contó que la noche anterior, desde su casa, había oído una discusión muy dura entre los dos. Él la acusaba de estar embarazada de otro hombre.
La confesión de Cillian había llevado el interrogatorio a una conclusión sorprendente. Y eso se reflejaba en el rostro del inspector.
– Tal vez sean exageraciones de niños -continuó Cillian-, pero a mí me pareció que encajaba con el altercado que yo había oído y… até cabos.
Por una razón que no comprendía, el inspector no parecía demasiado contento con la nueva pista. Interpretó que era el tipo de investigador que prefería enfrentarse a complicados casos de asesinato que a un banal suicidio, en el que el villano a buen seguro se hallaba ya en el ataúd.
– Sube a ver si la niña está aún en casa -le dijo el inspector al otro agente.
Cillian miró el reloj. Las 7.20.
– No suelen salir antes de las siete y media.
El agente uniformado abandonó el estudio.
– Deme la dirección de la casa de su madre, por favor -le soltó el inspector, serio, como clara amenaza de que el caso aún no estaba cerrado.
– Claro. Estamos en…
– Mejor escríbala usted. -Le dio su libreta, abierta por una hoja en blanco-. Anote también su teléfono móvil y el de su madre, por favor.
Cillian volvió a tener la certeza de que ese hombre estaba menospreciando su inteligencia con otro jueguecito ramplón. Escribió con mayúsculas, estrechando lo máximo posible todos los arcos y las curvas. Su letra no se parecería en absoluto a la de la pintada que los agentes habían encontrado en la pared del baño de Clara. Procuró agarrar la pluma de una manera diferente a la habitual para que la presión de la tinta sobre la hoja resultara también distinta.
Mientras escribía, envalentonado por cómo había salido de ese interrogatorio, quiso poner la guinda final a la conversación.
– Francamente, nunca he entendido que alguien pueda quitarse la vida…
El inspector miraba su libreta.
– Siga, me interesa.
– La vida es lo único que tenemos. Por malos momentos que podamos pasar, siempre vendrán otros bonitos. Siempre. Sin ella no somos nada. Sin ella, desaparecemos. -Entregó la libreta al policía-. Nunca entenderé que alguien pueda desear desaparecer…
El investigador comprobó los datos escritos por el portero. Todo parecía en orden.
– ¿Sabe cómo se encuentra la señorita Clara? Toda esta historia me duele más que nada por ella.
– Está arriba -le sorprendió el policía-. Ayer, con el fiambre en el baño y la sangre por todo el piso, no pudimos hacer el reconocimiento del lugar.
La mente de Cillian fue directamente al iPhone de Mark, que seguía en el bolsillo de su abrigo. Pero la preocupación por las sospechas que levantaría la ausencia del móvil no fue nada en comparación con la excitación por la inesperada presencia de Clara en el edificio. La pelirroja con la que había compartido casi todas las noches desde que vivía allí aún no se había ido.
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