El portero obedeció. En el descarado intento de escrutar lo que ocurría en el apartamento de enfrente miró hacia atrás. Sólo vio que todo el suelo estaba cubierto por un esponjoso tejido blanco.
– Por aquí.
Entonces Cillian se encontró cara a cara con Ursula y su hermano. Los dos niños se asomaban al pasillo desde su dormitorio, como si les hubieran dado estrictas consignas de no moverse de allí. La niña le miró muy seria, sin su habitual malicia. Parecía afectada.
De una de las habitaciones del fondo llegó el lamento desesperado de una mujer. Un sollozo áspero, duro al salir de la garganta.
– Clara -susurró Cillian, animado por la presencia de la pelirroja.
– ¡Quédese ahí!
Cillian se detuvo en el umbral del salón mientras la agente se acercaba a hablar con los dos únicos hombres que se encontraban en el lugar. Uno iba uniformado; el otro, de paisano, con un traje gris corriente y una camisa blanca.
La mujer habló en susurros, pero Cillian oyó el informe que le hizo al inspector:
– Es el portero. Estaba de compras, parecía realmente sorprendido. Ha especificado que ya no está en funciones no sé si por justificar algo. Por el resto, nada anormal.
– Gracias, agente -le respondió el hombre de paisano.
El inspector le llamó con un gesto de la mano mientras la agente se iba por donde había venido.
– Me han dicho que es usted el conserje. -El hombre tenía unos cincuenta años muy bien llevados. Un físico imponente; el pelo corto y oscuro.
– Ya no, desde hace unos días.
– Explíqueme eso.
– Hubo quejas de un vecino. Y me han despedido.
– ¿Y que hizo usted para que el vecino se quejara?
Cillian, delante de un profesional especializado en detectar la mentira, prefirió ser sincero. Al menos parcialmente.
– Dejé morir unas plantas.
El policía levantó una ceja para resaltar su perplejidad. Cillian entró en detalles:
– Displadenias… Por lo visto son muy caras.
Ese comentario suscitó una sonrisa de simpatía en el investigador.
– ¿Sabe qué ha ocurrido?
Cillian fingió un tímido nerviosismo.
– Una desgracia, en el 8A… no sé más.
– Sí, una desgracia. ¿Conocía al señor Mark Kunath?
– ¿El novio de la señorita King? -Puso cara de desolación-. Le conocí ayer… ¿Qué le ha pasado?
– Estamos intentando averiguarlo. -El hombre le observaba, pero Cillian no se sentía violento. Imaginaba que hacía lo mismo con todo el mundo. Era su trabajo-. Le hemos encontrado en la bañera, sin vida. El agua se ha desbordado por todo el apartamento, por eso estamos aquí.
Cillian sacudió la cabeza, incrédulo.
– ¿Ha visto entrar a algún desconocido esta mañana?
– Ya no ejerzo de portero. No estuve en la garita…
– Correcto, ya me lo había dicho. Por cierto, ¿dónde estuvo?
– En mi estudio hasta media mañana. Bueno, antes fui a desayunar a la calle Sesenta y cinco. Después volví, hice algunas tareas domésticas, y me fui antes de la comida. Acabo de regresar…
– ¿Y la señorita King? ¿La ha visto esta mañana?
Cillian negó con decisión.
– ¿Seguro?
– Seguro.
El inspector le sonrió. Una estrategia, pensó Cillian, para ganarse su confianza. Le hacía creer que se tragaba todo lo que Cillian le contaba.
– Usted tiene acceso a las llaves de los apartamentos, ¿verdad?
Desde la zona de los dormitorios, llegó otra ráfaga de sollozos, aún más violentos, descontrolados. Cillian oyó la voz de una mujer que trataba de calmar a Clara. Cillian echó la cabeza hacia atrás para intentar ver la escena. «El rostro… quiero ver tu rostro», pensó.
– ¿Entonces? -El investigador reclamaba su respuesta.
– Ya no. Todas las llaves están guardadas bajo candado. El administrador tiene la llave.
– En ese caso, la copia de las llaves del 8A debería… -Se detuvo. Ursula había entrado en el salón-. Lo siento, cariño -dijo el policía en tono amable-, sé que hemos ocupado tu casa de repente, pero necesito estar a solas con este señor un rato más.
– Tengo sed -protestó la niña. Y se fue hacia la cocina.
Por la mirada que le dedicó, Cillian sabía que Ursula habría devuelto todo el dinero que le había extorsionado y hasta la película porno por saber qué estaba pasando, entre el investigador y él.
– Entonces, ¿me decía que la copia de las llaves del 8A deberían de estar en esa caja?
Cillian se puso tenso. «En la mesa de mi estudio», pensó.
– Sí, en la caja cerrada con candado que hay en la garita.
El investigador llamó al otro agente uniformado.
– Acompáñale abajo. Comprueba que el juego de llaves del apartamento está en la caja. -Dedicó una sonrisa al portero-. Muchas gracias por su tiempo. -Después se sentó en un sillón para anotar el resumen de la charla en su libreta.
El policía uniformado abandonó la sala pero se dio cuenta de que Cillian no le seguía y se detuvo en el pasillo.
– Venga conmigo, por favor.
– Me gustaría… -Cillian miraba la puerta entreabierta del dormitorio-. Me gustaría dar mi pésame a la señorita King… si es posible.
El inspector levantó la mirada pero no dijo nada. Ursula regresaba de la cocina con un vaso lleno de agua. Cruzó el salón muy despacio, hasta llegar a su cuarto.
– Pequeña fisgona -soltó el inspector en voz baja, para que la niña no pudiera oírle. Se dirigió a Cillian-: Más tarde. Ahora la señorita King no está en condiciones de ver a nadie. La señora que vive aquí se está ocupando de ella.
Cillian tuvo que resignarse, otra vez, a no ver el rostro de su vecina preferida en el día de su triunfo.
En el ascensor se aventuró a sonsacar alguna información al joven policía.
– Entonces, si creen que ha entrado un desconocido… ¿ha sido un asesinato?
El policía le miró y no contestó. Llegaron al vestíbulo, donde la agente había vuelto a posicionarse al lado de los ascensores.
– ¿Dónde está la caja?
Cillian señaló la garita.
– Usted puede irse, esperaremos aquí al administrador.
– ¿Necesita su número de teléfono?
– Mi compañera ya le ha llamado. Está de camino.
Cillian asintió con la cabeza.
– Bueno, entonces… si me necesitan, estaré en el estudio, al final del sótano. -Cogió despacio sus bolsas de la compra y se fue abajo.
No llegó a su estudio. Se quedó en el pasillo del sótano, entre la escalera y el cuarto de las lavadoras. Intentó convencerse de que, aunque le desenmascararan, había vencido sobre Clara. Había ganado, y eso nadie se lo podía quitar, ni unas llaves que no estaban donde debían, ni su retorcida mente. Pero no podía reprimir una sensación de rabia y frustración por cómo un insignificante detalle estaba comprometiendo una actuación casi perfecta. Se había convertido en una cuestión de orgullo.
De pronto oyó alboroto arriba. Mujeres que gritaban histéricas. Parecía que la policía intentaba retenerlas allí abajo y las recién llegadas se rebelaban. Reconoció la voz de la agente pidiendo a todo el mundo que se tranquilizara. Otras voces, confusas. Hasta que un chillido desesperado y nítido se sobrepuso al griterío general:
– ¡Quiero ver a mi hija ya!
Abandonó la compra en el pasillo y subió algunos escalones. Despacio. Poco a poco. Hasta llegar a la puerta del vestíbulo. A falta del plato principal, el rostro apenado de la madre de Clara podía valer como interesante entremés. Pero tampoco en este caso llegó a saborear nada.
Se asomó sigiloso para descubrir que en el vestíbulo no había nadie. Una de las dos luces de los ascensores estaba encendida, el ascensor estaba subiendo.
Aprovechó el momento. Entró en la garita y fue a por la caja de metal, escondida debajo de la mesa. Patoso, nervioso, tardó más tiempo que nunca en meter la pequeña llave que llevaba al cuello en el candado. La luz del ascensor cambió de tonalidad; había llegado a la planta solicitada. Una vez abierta la caja, metió la mano en el bolsillo, pero lo único que encontró fue el móvil de Mark. La fiebre y los nervios le habían jugado una mala pasada: las llaves de Clara seguían en su estudio.
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