Petros Márkaris - El Accionista Mayoritario

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Ese caluroso mes de junio Kostas Jaritos de pronto recibe una terrible noticia: el barco en el que su hija Katerina viajaba a Creta, donde se disponía a disfrutar de unas breves vacaciones con su novio, acaba de ser asaltado por un comando terrorista. La vida de todos los viajeros corre peligro, pero los terroristas callan, ni siquiera han declarado de qué nacionalidad son, qué pretenden hacer con el barco ni qué condiciones piensan exigir a cambio de la vida de los pasajeros. ¿Son islamistas de Al-Qaeda, palestinos, chechenos? En estas, le ordenan investigar el asesinato de un modelo publicitario que trabaja haciendo anuncios para la televisión. El comisario tendrá que mantener toda su sangre fría para lidiar en ambos frentes: el del mundo de la publicidad y el del terrorismo internacional, mientras su vida familiar se ve dramáticamente afectada.

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– Lo sé. A él particularmente nunca le he perdido de vista. Vive en una barraca en las afueras de Stamata. Al salir de Stamata en dirección a Amigdaleza, la verás a tu derecha. Es una caseta que parece la de un guardabarrera. Vive allí.

Se produce un silencio. Nadie dice nada. Al cabo de un rato, Zisis se vuelve hacia mí por primera vez y me mira.

– ¿Qué piensas hacer?

– Ir a buscarle.

Zodorís me mira y veo la duda reflejada en sus ojos.

– ¡Quién iba a decirme que, después de cuarenta años, enviaría a la policía a casa de Zajos! -reflexiona en voz alta-. Después de cuarenta años… -vuelve a decir, como si necesitase repetirlo cien veces para creérselo.

Después la cabeza se le inclina hacia delante, como si estuviese cansado y le venciera la modorra. Ahora ya no me parece ni regordete ni sonrosado, sólo una bola de sebo. Zisis nunca será así, me digo a mí mismo. Está en los huesos.

Capítulo 50

Dejo que pase el domingo, no quiero ir a ver a Komatás el día en que la mayoría de gente come pescado y pinchos en las tabernas y en los merenderos al aire libre, con la policía a medio gas porque es festivo.

Decido obsequiarme a mí mismo con un absentismo dominical absoluto. Desconecto el móvil y, utilizando casi la violencia policial, obligo a mi mujer a subir al Mirafiori, porque siempre se niega y prefiere el taxi o el autobús, por temor a que el coche nos deje tirados y tenga que empujar. Pongo rumbo a la playa sin un destino concreto. Cuando llego al Delta del Fáliros, me desvío mecánicamente hacia el Pireo y acabamos en el puerto de Microlimani. La mayoría de tabernas no son auténticas o son una horterada para extranjeros, pero hoy no voy en plan sibarita. Pido para mí salmonetes a la brasa y Adrianí, que se ha decantado por la lubina, encuentra un pretexto para refunfuñar porque está un poco seca y porque Grecia se ha llenado de listillos que te atracan en cuanto te despistas, vayas al mercado o a los turísticos restaurantes de pescado de Microlimani.

La vuelta es un martirio; una cola de coches atestados de gente que se ha hartado de pescado, como nosotros, serpentea en dirección a Sintagma. Adrianí se abanica con uno de los suplementos dominicales mientras comprueba, desesperada, que el domingo es el día menos indicado para comer fuera.

– Todos los que se arrastran delante y detrás de nosotros piensan lo mismo que tú -le digo.

– Entonces, ¿por qué salen?

– ¡Porque, los domingos de verano, Atenas es un infierno y todo el mundo busca la caldera que menos queme!

Durante toda la tarde dejo el móvil desconectado y le digo a Adrianí que, si preguntan por mí, no estoy para nadie, salvo para Katerina y Fanis. Me refugio en el periódico y, cuando llega la noche, le propongo ir al cine.

– ¿Qué mosca te ha picado hoy, que quieres pasarte el día fuera de casa? -me pregunta, sorprendida.

– En primer lugar, hace un calor insoportable y en casa no se aguanta ni con aire acondicionado; en segundo lugar, me apetece inaugurar la temporada de cine al aire libre.

La tercera razón -que cuento las horas para que amanezca y poder hacer una visita a Zajos Komatás- me la reservo.

Son las nueve de la mañana y tuerzo por la calle Marazonas para tomar la avenida Drosiá-Stamata. Me he puesto en camino temprano a propósito, para evitar el calor y encontrarme en plena forma cuando vea a Komatás, porque, tal como me lo describió Zodorís, comparado con él, Kostarás es un alma de cántaro.

A las nueve de la mañana, Drosiá todavía dormita, no sé muy bien si debido a la pereza que nos embarga a todos el lunes o al calor. Tal vez se deba a que, cuando te alejas quince kilómetros del centro, Atenas se transforma en un pueblo y el ritmo aminora. Los restaurantes abren tarde, la gente se mueve lentamente, y los coches aún más lentamente: en la carretera que lleva a la playa de Maratón hay bastante tráfico, y yo empiezo a sudar.

Cuando dejo la avenida Drosiá-Stamata, empiezo a ponerme nervioso. Se supone que voy en dirección al mar, pero no me llega el olor a sal. Me detengo delante de una camioneta llena de sandías y le pregunto al hombre que las vende cómo puedo llegar a Amigdaleza.

– Vas en dirección contraria, has de dar media vuelta.

Le obedezco y retrocedo parte del camino. Encuentro la calle Anapafseos y sigo las indicaciones que me ha dado el vendedor de sandías. Cuando salgo de Stamata, a mi derecha veo la barraca. Ciertamente, parece la caseta de un guardabarrera, y también es la clamorosa antítesis de la casa vecina, situada a unos quinientos metros y pintada de color amarillo canario, con dos terrazas a los costados, mientras que la parte central es de piedra, con pequeñas celosías, para que la señorita pueda salir con su pañuelo a conversar con el pretendiente. Delante de ambas construcciones, del castillo sacado de la historia de Robin Hood y de la miserable barraca, se extiende un campo de hierba seca.

Dejo el Mirafiori al principio del camino y sigo a pie. Las malas hierbas me pinchan a través de los calcetines, y eso me recuerda que en el laboratorio hallaron restos de hierbajos enganchados a la Harley Davidson que Perandonakos utilizó en los tres primeros asesinatos. Otra prueba de que visitaba a Komatás y de que es el hombre al que busco.

La puerta está entornada. La empujo y entro. El interior me parece muy espacioso porque hay pocos muebles. En un rincón, al fondo, distingo un diván. Más allá hay una mesita plegable, típica de la miseria, con una lámpara, una cazuela y un puchero para preparar café. Sobre un estante hay dos platos y dos vasos. En la otra pared, debajo de la única ventana, veo un fregadero, y a su lado un baúl cubierto de ropa. Eso es todo, y un hombre en medio de la habitación, un viejo de edad indefinida acomodado en una destartalada silla de ruedas. En el regazo tiene un transistor, de aquellos que estuvieron de moda en la década de los sesenta. No tiene cabello, salvo cuatro pelos descuidados en las sienes. En la penumbra no consigo distinguir si lleva barba; tiene los ojos turbios y apenas puedo distinguir el blanco del iris.

– ¿Eres Zajos Komatás? -le pregunto.

– ¿Y tú quién eres?

– Soy el comisario Jaritos. Hemos hablado por teléfono.

Callo y espero su reacción.

Se ríe entrecortadamente.

– Sí, tú eres el que creía que me dedicaba a matar afeminados. Mira por dónde, hoy nos conocemos personalmente -me dice. Después gesticula hacia atrás con la mano-. Allí hay una silla, cógela y siéntate.

Coloco la silla delante de él.

– ¿Por qué lo hiciste? -le pregunto sin rodeos. Un discurso introductorio no tiene ningún sentido-. ¿Por qué incitaste a Perandonakos a asesinar a cuatro personas? ¿Por qué querías acabar con la publicidad?

Tal vez me ve, pero su mirada es borrosa y se pierde en la oscuridad.

– Este mundo va por mal camino -contesta con el mismo tono tranquilo-. Eres policía, deberías saberlo.

– No, no lo sé. ¿Qué va por mal camino?

Se ríe. Me fijo en su boca: le cuento tres dientes abajo y dos arriba.

– El mundo es como un reloj con las agujas moviéndose entre cinco minutos antes y cinco después de las doce, del centro derecha al centro izquierda. El resto del reloj se lo hemos dejado a los moros, a los emigrantes y a los negros.

– Supongamos que así fuese, ¿eso cambiaría las cosas para que Perandonakos fuese por ahí asesinando gente? ¿Y lo hiciese con una Luger de Kalávrita? Porque el revólver lo conservabas desde entonces, ¿no es cierto? De Kalávrita.

Se va por las ramas:

– ¡Qué buena época aquella! -dice con nostalgia-. En aquel entonces sabíamos lo que queríamos y por dónde íbamos. Nosotros y los demás.

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