Cojo una silla y me siento al lado de la cama.
– Espero que no me hayas hecho venir hasta aquí para nada -le digo.
– Ayer dijiste que nos ayudarías si te dábamos información sobre aquel tipo.
– Sí, y hoy te lo vuelvo a repetir. Sólo hace falta que la información sea cierta y que no nos vendas humo.
– No lo es.
– ¿Y por qué no me lo dijiste ayer, en lugar de tragar yeso para ahora soltarlo todo?
– Porque estaba aterrado. ¿Sabes qué me pueden hacer aquellos bestias si se enteran de que he hablado? -casi grita de miedo-. ¡Quiero salir de allí, coño! ¡Me cago en la hostia! ¿Cómo me dejé pringar de esta manera?
– Tendrás tiempo de pensar en eso en la cárcel, porque, para qué nos vamos a engañar, de la cárcel no te libras. Lo que puedo hacer es sacarte de donde estás ahora y enviarte a una prisión normal. Y decirle al fiscal que has colaborado, para que lo utilice en tu favor como atenuante.
– Algo es algo, de lo perdido recupera lo que puedas, como dice mi abuela.
Se acuerda de su abuela, continúa con su familia, su casa, su habitación, su equipo de música y se echa a llorar.
Su llanto demuestra que está destrozado y que cantará de plano si le digo que así se librará de la cárcel, aunque sólo sea un día.
– Quiero que me digas qué sabes de ese tipo.
– Se llama Lefteris Perandonakos y luchó con nosotros en Bosnia. -De repente vuelve a acordarse de cómo ha llegado a esa situación y la angustia le ahoga-. De todos modos, quiero que sepas que yo no maté a nadie en Bosnia, ¡ni a una mosca!
– No me mezcles las cosas -me apresuro a interrumpirle-. Yo no me ocupo de los interrogatorios sobre Bosnia, a mí sólo me interesa el tal Perandonakos.
– Como te decía, estaba con nosotros en Bosnia. Él nos metió en la cabeza la idea de secuestrar el barco y forzar que se detuvieran las investigaciones. «Tenemos que actuar como los palestinos», nos decía. En el último instante, sin embargo, se echó atrás.
– ¿Por qué?
– Empezó a decir que aquello era una gilipollez y que nos la jugábamos sin motivo, que en Bosnia era otra cosa, y que íbamos a pringarnos para nada. Al final nos advirtió que, si continuábamos con la operación, él se quedaría al margen, porque tenía cosas más importantes que hacer. Entonces estalló una gran discusión; unos le echaron en cara que se hubiera acojonado, otros le llamaron traidor, pero él, ni caso. En una palabra, Lefteris se acobardó, Stamos asumió el mando y seguimos adelante.
– ¿Quién es Stamos?
– El alto de la perilla que viste ayer.
– ¿Cuándo empezó Perandonakos a rajarse, te acuerdas?
– Hace un año, cuando conoció al abuelete.
Estaba seguro de que el culturista tenía un cómplice y que ese cómplice era una persona mayor. Me entran ganas de saltar de alegría, pero intento disimular desesperadamente. Se lo había dicho a Sotirópulos, era cuestión de suerte, y ahora la suerte me sonreía.
– ¿Quién es el abuelete?
– A él no le conozco. No lo he visto nunca. Lefteris le llamaba su abuelo espiritual. «Hay quien tiene padres espirituales, yo tengo un abuelo», nos decía riendo. «¡No sabéis la de cosas que ha vivido!» Nunca nos lo presentó. Cada vez que le preguntábamos cuándo lo conoceríamos, se hacía el loco. ¿Quién sabe? ¡A lo mejor le gustaba tener un misterio en su vida, pero también es posible que el abuelo quisiera mantenerse en la sombra!
La segunda causa se ajusta más. Si la cosa hubiese estado en manos del culturista, seguro que les hubiera presentado al abuelo para presumir.
– ¿Y nunca os dijo qué relación mantenía con ese viejo, aparte de considerarlo su abuelo espiritual?
– Nos dijo que el viejo planeaba algo muy gordo, pero que debíamos olvidarnos del secuestro del barco. Los demás no estuvieron de acuerdo y así nuestros caminos se separaron.
– ¿Y tú seguiste a éstos, y no a Perandonakos? -le pregunto por curiosidad, pues para la investigación no tiene la menor importancia.
Se encoge de hombros.
– Al fin y al cabo, yo no contaba para nada. Nadie me pedía mi opinión. Fui con la mayoría, como todos los acojonados.
– ¿Sabes dónde vive el tal Perandonakos?
Esta vez veo que duda, se deja caer sobre la almohada y mira al techo.
– Yo te he allanado el camino y aún no me has dado ninguna garantía de que mantendrás tu palabra.
– Tienes razón, no te he dado ninguna garantía, pero mantendré mi palabra. Al fin y al cabo, si has llegado hasta aquí, ¿qué sentido tiene que ahora quieras cubrirte las espaldas? Ya sabemos su nombre, tarde o temprano lo encontraremos. Es más sencillo que nos des su dirección: tú ganas más apoyo, y yo me ahorro tiempo.
– Vive en Tris Iéfires. Baje por la avenida ancha que da a Patisía y gire a la derecha. No sé el nombre de la calle, pero en la esquina hay una escuela. La casa es de dos plantas, Lefteris vive en la planta baja. Arriba vive una tía suya, que le alquiló la casa, pero él decía que la mujer pasaba la mayor parte del año en Suecia, con su hijo.
– ¿A qué se dedica?
– Me parece que trabaja en una empresa de reparto a domicilio, pero no sé cuál.
Si no lo encontramos en casa, lo localizaremos a través de las empresas de reparto, aunque preferiría evitarlo, no sea que empiece a sospechar que vamos tras él y ahueque el ala. No tengo nada más que preguntarle y me levanto. Él también se incorpora y me mira con angustia.
– De momento te quedarás aquí hasta que presentemos la solicitud para trasladarte de prisión.
– ¿A cuál?
– Eso ya no lo sé. Tal vez a Koridalós, pero también podría ser a Jalkida.
Parece aliviado.
– ¿Me pueden traer algo parar leer, para matar el rato?
– ¿Como por ejemplo?
– Cómics, los que encuentre.
Salgo de la habitación y me voy directo al despacho de Kakudis, pero lo encuentro vacío. Pido a la enfermera jefe que le avise y vuelvo a sentarme en su despacho. Llega al cabo de diez minutos.
– ¿Qué tenemos? -me pregunta como si esperase el parte médico.
– Se quedará aquí hoy, tal vez también mañana, hasta que lo traslademos de cárcel.
No parece que la idea le entusiasme.
– Sólo le pido que la situación no se eternice. Por un lado, ya sabe usted que en los hospitales necesitamos siempre camas, y, por otro, no es agradable que los enfermos y sus familiares vean a un policía apostado en la puerta de una habitación. Se desatan las habladurías.
– Ya se lo he dicho, como mucho un par de días. -Me saco del bolsillo unas dracmas y se los dejo sobre el escritorio-. Y envíe a alguien al quiosco a comprarle unos cómics, para matar el rato.
Desde el móvil hago dos llamadas. La primera a Kula, para que le diga a Guikas que me espere, que tengo noticias importantes que comunicarle. Después a Vlasópulos. Le doy los datos del domicilio de Perandonakos y le digo que movilice a la policía de la zona para que localicen la casa.
A Guikas le brillan los ojos, tiene la cara resplandeciente y vuelve a sonreír. Hacía tiempo que no lo veía tan contento. En los últimos meses, las cosas le han ido de mal en peor. Primero el secuestro de El Greco, después la intervención de los buzos de la Armada, su tensa relación con el ministro y, por si eso no bastara, el terremoto en el sector de la publicidad. Con la identificación del asesino, queda restituido su prestigio delante del ministro, de los publicistas y del presidente de la patronal. Sus acciones vuelven a subir enteros y sus posibilidades de seguir siendo director general de la policía recuperan el nivel que les corresponde por naturaleza.
¡El ministro no cabrá en sí de gozo cuando sepa la buena noticia! Hasta el momento su poltrona corría peligro, ahora necesitará dos, para dar cabida a su satisfacción. Guikas quería informarle al instante, pero le he parado los pies, primero hemos de organizar nuestro plan de ataque.
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