Petros Márkaris - El Accionista Mayoritario

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El Accionista Mayoritario: краткое содержание, описание и аннотация

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Ese caluroso mes de junio Kostas Jaritos de pronto recibe una terrible noticia: el barco en el que su hija Katerina viajaba a Creta, donde se disponía a disfrutar de unas breves vacaciones con su novio, acaba de ser asaltado por un comando terrorista. La vida de todos los viajeros corre peligro, pero los terroristas callan, ni siquiera han declarado de qué nacionalidad son, qué pretenden hacer con el barco ni qué condiciones piensan exigir a cambio de la vida de los pasajeros. ¿Son islamistas de Al-Qaeda, palestinos, chechenos? En estas, le ordenan investigar el asesinato de un modelo publicitario que trabaja haciendo anuncios para la televisión. El comisario tendrá que mantener toda su sangre fría para lidiar en ambos frentes: el del mundo de la publicidad y el del terrorismo internacional, mientras su vida familiar se ve dramáticamente afectada.

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Le hace una seña al agente, y, por si las moscas, también entra en la sala. El agente les quita a todos las esposas.

– Estaremos fuera -me dice Stazakos con un gesto, instantes antes de salir.

Espero que cierre la puerta y después me vuelvo hacia los cinco.

– Soy el comisario Jaritos. -No recibo ninguna respuesta, mientras los cinco se frotan lentamente las muñecas-. He venido en busca de una información que no tiene relación alguna con el caso por el que os han traído aquí. Si me ayudáis… -me interrumpo, por si dicen algo, pero es inútil. Esperan a ver adónde quiero ir a parar, para decidir si hablarán conmigo y qué me pedirán a cambio-. Buscamos a un hombre joven, más o menos de vuestra edad, que probablemente se mueve en vuestro círculo de gente, y quiero que me digáis si lo conocéis.

Me saco del bolsillo una foto y se la doy al «intelectual», que le echa un vistazo y se vuelve hacia mí:

– ¿Por qué le buscáis?

– Ha matado cuatro personas y, si no lo paramos, seguirá matando.

El «intelectual» mira la fotografía en silencio y la pasa a los demás. Todos la miran casi de manera inexpresiva, pero intercambian algunas miradas significativas para mí.

– Si me ayudáis, os prometo que el fiscal lo tendrá en cuenta -les digo.

– ¡Primero que nos ayuden! -reclama el más joven.

– ¡Seguro que os ayudarán! En este país se juzga a todo el mundo, nadie escapa de la cárcel. La cuestión es cuándo saldréis de ella.

Se observan, intercambian miradas de complicidad, pero no abren la boca. Decido aumentar un poco más mi oferta.

– También puedo hablar en vuestro favor para que os saquen de aquí y os trasladen a una prisión normal.

No hay respuesta. Los interpelo a uno tras otro, por si alguno cambia de opinión, pero recibo tres «no» consecutivos. El único que no se limita a una escueta respuesta es el de la mirada asesina.

– ¡Guapa tu hija, comisario! -me dice con una sonrisa desafiante-. Me gustaba mucho. Incluso ahora sueño con ella.

Pretende provocarme, pero con un recurso demasiado sobado.

– Te van a caer tantos años de prisión que llegarás a soñar con las gatas de tu vecino -le replico sin inmutarme.

El otro trata de continuar con su juego, pero uno de los brutos le corta.

– ¡Cierra el pico, imbécil! No es momento de hacerse el listillo.

– Viene en plan generoso para que piquemos y nos dice que nos ayudará -se queja el asesino.

– ¡Basta de una puta vez! -le corta esta vez el «intelectual».

– Antes de irme, os diré una cosa, por vuestro bien. Si sabéis algo y no abrís la boca, vuestro silencio tendrá consecuencias. Estamos hablando de cuatro asesinatos, no es cosa de broma.

Una de esas bestias pardas se vuelve hacia las demás riéndose:

– Un madero como todos. Cuando las ofertas no cuelan, empieza con las amenazas.

– Sólo os advertía. Si resulta que le conocéis y me lo ocultáis, aún os caerán más años de condena.

– Nos has preguntado y te hemos dicho que no, ¿qué más quieres? -interviene el más joven, perdiendo los nervios.

No estoy de suerte, me digo, aunque, ahora que lo pienso, no me hacía ilusiones. Hace tiempo que esperaba un milagro, pero parece que mi espera no acabará todavía.

– ¿Has sacado algo en limpio? -me pregunta Stazakos cuando salgo.

– No. Aseguran que no lo conocen.

– Aunque lo conociesen, no te lo dirían -me dice, casi con alegría-. A éstos, para que hablen, hay que tratarlos de otra manera.

No me apetece continuar con la conversación y me dirijo al ascensor.

– El chófer te llevará de vuelta a Atenas. Yo me quedo.

Al menos, me libraré de su compañía. Algo es algo.

Capítulo 46

Me tomo un respiro en los ordenadores de la policía. Voy a buscar directamente a Rozanis, un treintañero que comenzó como pirata informático, después estudió en Inglaterra y ahora es nuestro crac de la informática.

Lo encuentro sentado delante de una pantalla dividida en dos. En la izquierda está sólo el rostro del criminal. El resto -calle, Vespa y cuerpo de culturista- ha desaparecido. En la parte derecha van apareciendo caras, una detrás de otra, que desaparecen al cabo de un momento. Todas se me antojan idénticas a la del asesino, pero no lo podría jurar porque, como ya sabemos, soy un desmemoriado.

– ¿Adónde ha ido a parar el cuerpo de nuestro hombre? -le pregunto.

– Me lo reservo, para no liarme -me contesta sin apartar los ojos del monitor-. Si encuentro el rostro que le corresponde, entonces le pegaré el cuerpo, para ver si coincide. Será la segunda verificación.

– ¿Has hallado algo?

– De momento unos doscientos, y ahí está el problema. A uno le coincide el perfil del rostro, a otro los ojos, pero no doy con una identificación completa. Sólo he podido pegarle el cuerpo a tres individuos, para la segunda verificación, y las he descartado.

– ¿Cuándo esperas obtener algún resultado?

Se encoge de hombros.

– No sé qué decirle, comisario. Quizá en cinco minutos, pero también puede que agote la base de datos sin encontrar nada.

Dejo que continúe con ese trabajo tan poco gratificante y regreso a Jefatura, para informar en primer lugar a Guikas. Stazakos ya le había puesto al corriente de mi fracaso con los combatientes ortodoxos griegos de Bosnia.

– Si quieres que te diga la verdad, no me he desanimado, porque no albergaba demasiadas esperanzas -me dice-. La idea era un poco descabellada y lo sabíamos.

– Lo era, pero de la base de datos tampoco hemos sacado nada en limpio.

– Es como para subirse por las paredes, sí. Esperemos que salga algo de la colaboración ciudadana, cuando la gente vea la fotografía en la televisión o en los periódicos.

Eso me recuerda que todavía no he puesto en marcha la centralita telefónica que conteste a las llamadas de los ciudadanos y que anote los datos que nos vayan llegando. Bajo a mi despacho y ordeno a Vlasópulos y Dermitzakis que se presenten.

– Entendido. ¡Nos vamos a volver locos! -comenta Dermitzakis.

– ¿Por qué? ¿Te parece que ahora estamos en nuestros cabales?

Considera superfluo darme su opinión y se apresura a organizar la centralita telefónica. Me dirijo a Vlasópulos:

– Envía instrucciones a las comisarías de distrito para que se den una vuelta por los antros frecuentados por miembros de organizaciones de extrema derecha o sociedades secretas estilo Alba Dorada, así como de punkis, heavies o como se llame toda esa caterva de marginales. Tiempo atrás, los dividíamos en patriotas y comunistas, y hacíamos limpieza; ahora tienen cuarenta nombres distintos, igual que los países que han surgido como setas después del 89.

Acabo de organizar la distribución de las fotos y la centralita cuando aparece Sotirópulos. Está más tranquilo, más optimista.

– Te veo bien. Parece que conservas tu puesto de trabajo -le digo, sin asomo de ironía.

– La foto que nos habéis enviado ha levantado los ánimos de todo el mundo. Ahora que sabéis qué cara tiene, lo atraparéis. No hay vuelta de hoja, ¡con tantos medios a vuestra disposición!

– Por desgracia, no sabemos cuánto nos costará hacerlo salir de su guarida.

– Sea como sea, me parece improbable que vuelva a matar. Lo más lógico es que desaparezca: ¡toda Grecia lo conoce!

– ¿Qué Grecia lo conoce, amigo mío? En primer lugar, aún no sabemos cómo se llama; en segundo, podría perfectamente afeitarse la perilla y cortarse el pelo, y en tercer lugar, siempre actúa sin quitarse el casco.

– Está bien, tienes razón, pero ya no es lo mismo.

De repente una sospecha me ronda la cabeza.

– Espero que vuestros jefes no se envalentonen y empiecen a poner otra vez anuncios. ¡No echemos las campanas al vuelo antes de hora!

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