– ¡No, no! -me asegura enseguida-. Simplemente han suprimido de la programación todas las emisiones que contenían publicidad y en su lugar han puesto películas antiguas, documentales y unas cuantas series que habían interrumpido porque no funcionaban. -Tras una breve pausa continúa-: Pero gracias a la fotografía ya se ha producido algo positivo. Aún no se han anunciado despidos. Nos mantenemos a la espera.
Sotirópulos se va y yo llamo a Dermitzakis, que se ocupa de los teléfonos.
– ¿Alguna llamada?
– ¿Bromea, comisario? Estamos desbordados. En una hora hemos recibido unas cien llamadas, y la fotografía acaba de aparecer en antena. Uno acusaba al del quiosco, otro al hijo de su vecina. Cuando les he preguntado desde cuándo le conocían, me han contestado que desde pequeños, pero qué importancia tenía eso, ¿eh?, decían, nunca se sabe, la gente puede cambiar.
Sé que es un trabajo de esclavo y lo lamento por él. Has de contestar a miles de idiotas y llamadas que nada aportan, con la esperanza de que en algún momento te toque la lotería, cosa que sucede de higos a brevas. Además, ahora, con la televisión, las noticias y los realities, los imbéciles se han multiplicado por cien, porque todo el mundo sueña con su momento de gloria en la pantalla.
Me paso tres horas en el despacho, hablando con dos cretenses, Pozakis y Dermitzakis, mientras Guikas me llama cada cinco minutos; pero no hay novedades, nada se mueve, salvo el ministro, que aparece en todas partes -en los periódicos, en la radio, en la tele- para declarar que con la fotografía han cambiado las tornas y que estamos ya muy cerca del culpable.
– Dígale que no llame al mal tiempo -le comento a Guikas, que va transmitiéndome sus declaraciones-. Recuérdele que cierto ministro afirmó en su momento que estábamos cerca de los terroristas del movimiento 17 de Noviembre y que luego nos costó quince años desarticular la organización.
Al final, yo mismo me harto, así que decido emprender la retirada y volver a casa.
Me encuentro a Adrianí delante del televisor.
– Pero ¿qué les pasa a todos? No hacen más que echar películas aburridas, series sin orden ni concierto y comedias para echarse a llorar -se enfada-. Si han decidido estar de luto por la publicidad, mejor que pongan música clásica; al menos así sabremos dónde nos encontramos.
– La música clásica no se toca sólo en los funerales oficiales, mujer.
– ¿Dónde más, si no?
– También se escucha en el metro.
Me lanza una mirada asesina, y, para tranquilizarla, le comento lo que me ha dicho Sotirópulos.
– En Grecia, vendas lo que vendas, tomates en la plaza o programas de tele, siempre acabas pensando lo mismo: tratas de hacerte rico con los que están podridos -comenta con desprecio.
– Tú estás indignada y yo agotado. Vámonos a cenar fuera, para tranquilizarnos.
Su estado de ánimo cambia al instante.
– Sí, Kostas, muy bien pensado. Tengo la sensación de que hace siglos que no salimos tú y yo solos.
Vamos a una taberna, a dos calles de casa, donde antes preparaban alubias estofadas y judías al horno, pero ahora sirven ensalada con parmesano y champiñones rellenos. Adrianí pide un bistec, yo una chuleta de cerdo. Afortunadamente, la ensalada griega aún está en la carta.
El teléfono suena a las siete de la mañana y me despierta. Mi primer pensamiento es que tenemos otra víctima del maniaco, pero la voz desconocida que oigo me tranquiliza por sí sola.
– ¿El comisario Jaritos?
– Soy yo.
– Soy el doctor Kakudis, comisario. Le llamo del Hospital Triasios de Eleusis. Anoche nos trajeron un paciente que, desde que ingresó, ha removido cielo y tierra para hablar con usted.
– ¿Cómo se llama?
– Lo inscribieron como Periklís Stavrodimos.
– ¿Y quién lo llevó al hospital?
Se produce un pequeño momento de duda, y cuando la voz responde suena azorada:
– Ahí está lo extraño. Lo trajo un coche patrulla y nos dijo que se trataba de un criminal peligroso. En estos momentos lo tenemos en una habitación bajo vigilancia policial.
– ¿Le dijeron de qué prisión lo traían?
– No. Eso es otro misterio. Normalmente se ha de declarar obligatoriamente, para saber con quién nos tenemos que poner en contacto. En este caso nos dijeron simplemente que el agente de policía ya sabía de qué iba -Reflexiona unos segundos-. Sufre de indigestión con fuerte trastorno estomacal. La radiografía no mostraba nada preocupante, pero cuando nos quedamos a solas con él, nos dijo que había comido yeso para salir de la cárcel y poder hablar con usted.
Calla y espera mi respuesta. Como en esta investigación todos los caminos nos han conducido hasta ahora a un callejón sin salida, no me atrevo a pensar que esta vez el callejón va a convertirse en un jardín con flores.
– Que se ponga.
Pasan más de diez minutos, sin duda porque el médico me llamaba desde su despacho y ha pedido que le traigan al enfermo.
– Comisario, tenemos que hablar.
– ¿Te conozco? -le pregunto primero, para asegurarme por teléfono de que es uno de los que creo.
– Me vio ayer. Soy el que estaba sentado al fondo, al lado del que le dijo aquello de su hija.
El joven apocado que no dejaba de mirar al suelo.
– ¿Y qué quieres?
– Que hablemos.
– De acuerdo, en una hora estaré allí. Ponme otra vez con el médico. -Éste se pone al aparato al instante-. ¿Quién más sabe que quiere hablar conmigo?
– Nadie. Me ha pedido que no se lo diga a nadie y he pedido que me lo trajeran con la excusa de que quería examinarlo.
– Bien, no hable con nadie hasta que yo llegue.
No quiero que el agente informe a Stazakos y éste llegue antes que yo al hospital. Le digo a Adrianí que me traiga el café a la habitación y me lo tomo de pie, mientras me visto.
La manera más rápida de llegar a Eleusis es por la autopista de Ática. Cojo por Kifisiás para salir al enlace con la autopista. El camino está despejado, no me detienen ni embotellamientos ni semáforos y en media hora llego al hospital. Me informan de que el doctor Kakudis es médico de familia y me envían a la segunda planta.
Está en su despacho, esperándome. Lleva el susto pintado en la cara.
– Le he hecho un lavado de estómago y, en condiciones normales, hoy debería darle el alta -me cuenta.
– Déjeme hablar con él y después decidimos.
– Lo malo es que el director no está, se halla en un congreso en el extranjero y toda la responsabilidad recae sobre mí.
Eso no le hace la menor gracia y trato de tranquilizarlo:
– Tal vez no sea necesario que tome usted ninguna decisión, tal vez nosotros decidamos llevárnoslo.
En cierta forma, mis palabras le quitan un peso de encima.
– ¿Dónde quiere hablar con él?
– En su habitación.
Me lleva a la cuarta planta. Distingo su habitación por el agente aburrido como una ostra que hay delante de la puerta. Ve que nos acercamos y se pone de pie fatigosamente.
– ¿El señor es médico? -le pregunta a Kakudis.
– Soy el comisario Jaritos, he venido a interrogar al detenido.
Me mira con la sorpresa pintada en el rostro y no sabe qué hacer.
No se atreve a prohibirme la entrada, pero, por otro lado, teme crearse un problema con Stazakos.
– Dile al comandante Stazakos que he venido a completar un interrogatorio. Él ya sabe de qué se trata.
Sin esperar su respuesta, entro en la habitación. Kakudis es más discreto y espera en el pasillo. Lo adiviné: se trata del delgadito apocado, el «flacucho» del grupo de secuestradores.
Al verme, se incorpora en la cama, con una mueca de dolor.
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