– Ha dicho antes que era de Leningrado, ¿Por qué ha dicho eso?
– El porte, señor. Vi calidad. Vi una mujer rusa de Roma. Así es como pienso en ella. Petersburgo.
– Pero, ¿no le pareció armenia? ¿O georgiana? ¿O judía, por ejemplo?
Landau meditó la última sugerencia, pero la rechazó.
– Yo mismo soy judío, ¿sabe? No diré que haya que serlo para conocer a uno, pero lo cierto es que no sentí ese estremecimiento especial de reconocimiento.
Un silencio que podría haber sido embarazoso pareció alentarle a continuar.
– Para ser sincero, yo creo que ser judío es excesivo. Si es eso lo que uno quiere ser, por mi parte muy bien. Pero si no necesita serlo, nadie debería obligarle. Yo mismo soy primero, británico y luego, polaco, y todo lo demás viene después. No importa que en muchos la situación sea justamente al revés. Eso es problema suyo.
– ¡Oh, bien dicho! -exclamó enérgicamente Walter, agitando los dedos y sonriendo-. ¡Oh! Eso lo expresa de forma concisa y perfecta. ¿Y dice usted que su inglés era bastante bueno?
– Más que bueno, señor. Clásico. Una lección para todos nosotros.
– Como una maestra, dijo usted.
– Esa fue mi impresión -respondió Landau-. Una maestra, una profesora. Percibí la instrucción. La inteligencia. La voluntad.
– ¿No podría ser una intérprete?
– En mi opinión, los buenos intérpretes adoptan una postura discreta, se mantienen en un segundo plano. Esta mujer se destacaba a sí misma.
– ¡Oh!, vaya, esa es una buena respuesta -dijo Walter, estirándose los puños-. Y llevaba un anillo de boda. Bien hecho.
– Ciertamente que lo llevaba, señor. Un anillo de compromiso y un anillo de boda. Normalmente es lo primero que suelo mirar, y en Rusia no es como en Inglaterra y tiene uno que mirar al revés, porque las mujeres llevan el anillo de boda en la mano derecha. Las solteras rusas son una plaga y el divorcio no está bien visto. A mí deme un buen marido y un par de chiquillos con los que ella pueda volver.
– Hablemos de eso. Cree usted que ella también tenía hijos, ¿no?
– Estoy convencido de ello, señor.
– ¡Oh!, vamos, no puede estarlo -dijo despectivamente Walter, con una súbita contracción de las comisuras de los labios-. Usted no tiene facultades de percepción psíquica, ¿no?
– Las caderas, señor. Las caderas, la dignidad incluso cuando estaba asustada. No era una Juno, no era una sílfide. Era una madre.
– ¿Estatura? -preguntó Walter con voz aguda, mientras enarcaba con alarma sus peladas cejas-. ¿Puede decirnos su estatura? Piense en usted mismo. Imagine que está con ella. ¿Está usted mirando hacia arriba o hacia abajo?
– Más alta de lo normal, ya se lo he dicho.
– ¿Más alta que usted, entonces?
– Sí.
– ¿Uno sesenta y cinco? ¿Uno setenta?
– Más bien lo segundo -respondió hoscamente Landau.
– ¿Y su edad? Antes no la ha concretado.
– Si tiene más de treinta y cinco años, ella no lo sabe. Una piel preciosa, una bella figura, una mujer hermosa en la plenitud de su vida, especialmente el espíritu, señor -respondió Landau con una leve sonrisa, pues, si bien podía encontrar a Walter desagradable, en algunos aspectos seguía sintiendo la debilidad del polaco hacia los excéntricos.
– Es domingo. Imagine que ella es inglesa. ¿Esperaría usted que fuese a la iglesia?
– Habría dejado zanjada de forma definitiva la cuestión -dijo Landau, con gran sorpresa por su parte, antes de haber tenido tiempo de pensar una respuesta-o Podría haber dicho que Dios no existía. Podría haber dicho que Dios sí existía. Pero no habría dejado la cuestión en el aire como la mayoría de nosotros. Ella la habría abordado de frente y habría tomado una decisión y hecho algo al respecto si consideraba que debía hacerlo.
Súbitamente, el extraño comportamiento de Walter dejó paso a una amplia y blanda sonrisa.
– ¡Oh!, es usted muy bueno -declaró con envidia-. ¿Conoce usted alguna ciencia? -continuó, mientras su voz volvía a perderse entre las nubes.
– Un poco. Ciencia elemental, en realidad. Lo que voy captando.
– ¿Física?
– Nivel cero, no más, señor. Antes vendía libros de texto. No estoy seguro de que aprobase el examen, ni aun ahora. Pero me permitieron mejorar, por así decirlo.
– ¿Qué significa telemetría?
– Jamás he oído hablar de eso.
– ¿Ni en inglés ni en ruso?
– Me temo que en ningún idioma, señor. La telemetría ha pasado de largo por delante de mí.
– ¿Y qué me dice del CEP?
– ¿El qué, señor?
– Circular-errar-probable. Bueno, en esos curiosos cuadernos que usted nos trajo se hablaba mucho de ello. No me diga que no le ha llamado la atención.
– No me fijé. Lo pasé por alto. Eso es todo lo que hice.
– Hasta que llegó a esa observación sobre el caballero soviético agonizando en el interior de su armadura, donde dejó de pasar cosas por alto. ¿Por qué?
– No es que llegara deliberadamente a esa observación. Me tropecé con ella por casualidad.
– Muy bien, se la tropezó por casualidad. Y se formó una opinión, ¿verdad? De lo que el autor nos estaba diciendo. ¿Qué opinión?
– Incompetencia, supongo. Los rusos son unos inútiles en eso. Son ineficaces.
– ¿Ineficaces en qué?
– Los cohetes. Cometen errores.
– ¿Qué clase de errores?
– Todas las clases. Errores magnéticos, errores de distorsión, sea lo que sea eso. No sé. Eso es cosa de usted, no mía.
Pero la defensiva hosquedad de Landau no hizo sino poner de relieve su virtud como testigo. PueS cuando deseaba brillar y no lo conseguía, su fracaso les tranquilizaba, como mostró ahora el alegre gesto de alivio de Walter.
– Bueno, creo que se ha portado terriblemente bien -declaró como si Landau no estuviera delante y agitando de nuevo las manos en un teatral gesto de conclusión-. Nos dice lo que recuerda. No inventa cosas para urdir una historia mejor. Usted no hará eso, ¿verdad, Niki? -añadió ansiosamente, descruzando las piernas como si tuviera un pellizco en la ingle.
– No, señor. Puede estar tranquilo.
– ¿Y no lo ha hecho? Porque tarde o temprano lo averiguaríamos. Y entonces todo lo que usted nos ha dado perdería valor.
– No, señor. Es como lo he dicho. Ni más ni menos.
– Estoy seguro de ello -dijo Walter a sus colegas en tono de confianza, mientras volvía a recostarse-. Lo más difícil en nuestra profesión, o en cualquier otra es decir «creo». Niki es una fuente natural y muy poco frecuente. Si hubiera más como él, nadie nos a nosotros.
– Éste es Johnny -explicó Ned, haciendo de edecán.
Johnny tenía ondulados cabellos entre canos, mandíbula ancha y una carpeta llena de telegramas de aspecto oficial. Con su leontina de oro y su bien cortado traje oscuro, podría haber sido la visión estereotipada del inglés de una camarera extranjera, pero ciertamente, no lo era de Landau.
– Niki, ante todo tenemos que darle las gracias, muchacho -dijo Johnny, con el perezoso acento americano de la Costa Este. Nosotros somos los mayores beneficiarios, sugería su munificente tono. Nosotros, los accionistas mayoritarios. Me temo que Johnny es un poco así. Un buen oficial, pero incapaz de guardarse su supremacía americana. A veces pienso que ésa es la diferencia entre los espías americanos y los nuestros. Los americanos, con su franco disfrute de poder y de dinero, hacen ostentación de su suerte. Carecen del instinto de disimulo que es tan natural en nosotros, los británicos.
De cualquier modo, Landau se sintió súbitamente irritado.
– ¿Le importa que le haga un par de preguntas? -dijo Johnny.
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