John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Sólo entonces, vacilante, Landau entregó su desaliñado paquete por encima de la mesa y contempló con cierto pesar cómo se cerraba en torno a él la lánguida mano de Palmer.

– ¿Pero por qué no se lo da simplemente al señor Scott Blair? -preguntó Palmer, después de haber leído el nombre que figuraba en el sobre.

– ¡Lo he intentado, vive Dios! -estalló Landau en un nuevo arranque de exasperación-. Ya se lo he dicho. Le he telefoneado a todas partes. Le he telefoneado hasta ponerme morado. No está en su casa, no está en su trabajo, no está en su club, no está en ninguna parte -protestó Landau, resintiéndose de su desesperación su gramática inglesa-. Lo intenté desde el aeropuerto. Muy bien, es sábado.

– Pero es domingo -objetó Palmer con una indulgente sonrisa.

– Así que ayer era sábado, ¿no? Pruebo en su oficina, y me sale un aullido electrónico. Miro en la guía telefónica, hay uno en Hammersmith. No sus iniciales, sino Scott Blair. Se pone una enfurecida dama que me dice que me vaya al infierno. Hay un representante que conozco, un tal Archie Parr, que hace la parte occidental para él. Le pregunto a Archie: «Archie, por los clavos de Cristo, ¿cómo puedo localizar urgentemente a Barley?» «Ha desaparecido, Niki. Ha hecho una de sus escapadas. No se le ha visto en la tienda desde hace semanas.» Trato de investigar, Londres, los condados vecinos. No figura inscrito, no hay ningún Bartholomew. Bueno, no podría estarlo, ¿verdad?, no si es un…

– Si es un ¿qué? -preguntó Palmer, intrigado.

– Escuche, se ha esfumado, ¿no? Ya se había esfumado antes. Podría haber razones para hacerlo. Razones que usted no conoce porque no quieren que las conozca. Podría haber vidas en juego, no sólo la de él. Es muy urgente, me dijo ella. Y alto secreto. Vamos, ocúpese del asunto, por favor.

Esa misma noche, como no ocurría gran cosa en el mundo aparte de una nueva crisis en el Golfo y un sórdido escándalo de televisión sobre militares y dinero en Washington, Palmer decidió acudir a una fiesta organizada en Montpelier Square por un grupo de compañeros de promoción de Cambridge, solteros como él, pero divertidos. Un relato de este encuentro llegó también a oídos de nuestro comité.

– A propósito, ¿habéis oído hablar de Nosecuántos Scott Blair? -les preguntó Wellow ya avanzada la noche, cuando su recuerdo de Landau fue reavivado por unos compases de Chopin que estaba tocando al piano-. ¿No había un Scott Blair con nosotros? -volvió a preguntar al no haberse podido hacer oír por entre el ruido.

– Un par de años por delante de nosotros. En el Trinity -llegó borrosamente la respuesta a través de la sala-. Estudiaba Historia. Un fanático del jazz. Quería ganarse la vida tocando el saxofón. El viejo no lo soportaba. Barley Blair, borracho como una cuba desde el amanecer.

Palmer Wellow hizo sonar un atronador acorde que sumió silencio a la locuaz concurrencia.

– ¿Os he dicho que es un peligroso espía? -preguntó.

– ¿El padre? Está muerto.

– El hijo, estúpido. Barley.

Como si saliera de detrás de una cortina, su informante emergió de entre la multitud de jóvenes y menos jóvenes y se detuvo ante él, con un vaso en la mano. Y para su satisfacción, Palmer reconoció en él a un querido compañero del Trinity de hacía cien años.

– La verdad es que no sé si Barley es o no un peligroso espía -dijo el compañero de Palmer con una aspereza habitual en él, mientras la barahúnda de voces se elevaba de nuevo hasta su estruendo anterior-. Pero ciertamente es un fracasado.

Estimulada más aún su curiosidad, Palmer regresó a sus espaciosos aposentos del Foreign Office y al sobre y los cuadernos de Landau, que había confiado al conserje para su custodia. Y fue entonces cuando, en palabras de nuestro documento provisional de trabajo, sus actos adoptaron un rumbo nefasto. 0, en las palabras más duras de Ned y sus colegas de la Casa Rusia, fue entonces cuando, en cualquier país civilizado, P. Wellow habría sido suspendido por los pulgares en un punto elevado de la ciudad y abandonado allí para que reflexionara en paz sobre sus logros.

Pues lo que Palmer hizo fue pasárselo en grande con los cuadernos. Durante dos noches y un día y medio. Porque los encontró en extremo divertidos. No abrió el satinado sobre -en el que, con la letra de Landau, se leía ahora: «Absolutamente privado, a la atención del señor B. Scott Blair o un alto miembro del Servicio de Inteligencia»- porque, como Landau, era de una escuela que consideraba indigno leer la correspondencia ajena. De todos modos, el sobre estaba pegado por los dos extremos, y Palmer no era hombre que se enfrentara a obstáculos físicos. Pero el cuaderno -con sus delirantes aforismos y citas, su exhaustiva abominación de políticos y militares, sus esporádicas referencias a Pushkin, el puro hombre del Renacimiento, y a Kleist, el puro suicida- le fascinó.

Experimentaba escasa sensación de urgencia y ninguna de responsabilidad. Él era un diplomático, no un Amigo, como se les llamaba a los espías. Y los Amigos, en la zoología de Palmer, eran gentes carentes de la potencia intelectual necesaria para ser lo que Palmer era. Esto se debía, en realidad, a su declarado resentimiento por el hecho de que el ortodoxo Foreign Office al que pertenecía semejando fuera cada vez más una organización destinada a encubrir las ignominiosas actividades de los Amigos. Pues Palmer era un hombre de erudición impresionante, aunque desorganizada. Había estudiado árabe y se había diplomado en Historia Moderna. En sus ratos libres, había añadido ruso y sánscrito. Lo tenía todo, menos matemáticas y sentido común, lo cual explica por qué pasó por alto las fatigosas páginas de fórmulas algebraicas, ecuaciones y diagramas que componían los otros dos cuadernos y que, en contraste con las divagaciones filosóficas del autor, tenían un aspecto aburridamente disciplinado. Y lo cual explica también -aunque el comité encontró difícil aceptar semejante explicación- por qué decidió Palmer hacer caso omiso de la vigente Orden a los Secretarios Residentes relativa a desertores y ofrecimientos de información, solicitada o no, y obrar a su antojo.

– Él establece las conexiones más insólitas e inesperadas, Tig -dijo el martes a un colega más veterano del Departamento de Investigación, habiendo decidido que era ya momento de compartir su adquisición-. Simplemente, tienes que leerlo.

– Pero ¿cómo sabemos que se trata de un hombre, Palms?

Palmer lo sentía, simplemente, Tig. Las vibraciones.

El veterano colega de Palmer echó un vistazo al primer cuaderno, luego al segundo, luego se sentó y examinó el tercero. Después, miró los dibujos del segundo cuaderno. Y el lado profesional de su personalidad asumió entonces el control de la emergencia.

– Yo en tu lugar creo que les entregaría esto inmediatamente, Palms -dijo. Pero pensándolo mejor, se lo entregó él mismo inmediatamente, después de haber telefoneado a Ned por la línea verde pidiéndole ayuda.

Tras lo cual, dos días después, se desató el infierno. A las cuatro de la madrugada del miércoles, las luces del piso superior del puesto que Ned ocupaba en el edificio de ladrillo de Victoria conocido como la Casa Rusia permanecían todavía brillantemente encendidas mientras tocaba a su fin la primera y desconcertada reunión del que más tarde se convertiría en el equipo «Pájaro Azul». Cinco horas después, tras haber participado en dos reuniones más en el cuartel general del Servicio, en un elevado edificio situado en el Embankment, Ned estaba de nuevo sentado a su mesa, mientras las carpetas se amontonaban a su alrededor tan rápidamente como si las chicas de Registro hubieran decidido levantar una barricada.

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