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John Le Carré: La Casa Rusia

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John Le Carré La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Extrayéndolo de la goma elástica, Landau lo sostuvo a contraluz, pero era opaco y no reveló ninguna sombra. Lo exploró con el índice y el pulgar. Una hoja de papel fino en su interior, dos como mucho. «El señor Scott Blair se ha comprometido a publicada con discreción -recordó-. Señor Landau, si ama usted la paz…, déselo inmediatamente al señor Scott Blair. Sólo al señor Scott Blair… Es una donación de confianza.» Ella confía en mí también, pensó. Dio la vuelta al sobre, el reverso estaba en blanco.

Y, siendo esto todo lo que se puede sacar en limpio de un sobre marrón cerrado, y teniendo Landau por principio no leer la correspondencia personal de Barley ni de nadie, abrió de nuevo su cartera y, escrutando en el compartimiento de sus efectos de escritorio, extrajo de él un sobre de papel de Manila en cuya solapa aparecían primorosamente impresas las palabras «Del despacho del señor Nicholas P. Landau». Luego introdujo en él el sobre marrón y lo cerró. Garrapateó sobre él el nombre «Barley» y lo guardó en el compartimiento que llevaba el rótulo de «Socia!» y que contenía cosas tan diversas como tarjetas de visita que le habían entregado desconocidos y notas de extraños encargos que había aceptado realizar para distintas personas…, como la gerente de una editorial que necesitaba recambios para su pluma «Parker», o el funcionario del Ministerio de Cultura que quería una camiseta de Snoopy para su sobrino, o la dama de Octubre que simplemente acertó a pasar mientras él estaba recogiendo su puesto.

Y Landau hizo esto porque, con la pericia que era totalmente instintiva en él, sabía que su primera misión era mantener el sobre lo más alejado posible de los cuadernos. Si los cuadernos eran peligrosos no quería que nada los relacionase con la carta y viceversa. Y estaba completamente acertado en ello. Nuestros más polifacéticos y eruditos adiestradores, teñidos en todos los océanos del folklore de nuestro Servicio, no le hubieran dicho otra cosa.

Sólo entonces cogió los tres cuadernos y retiró la goma elástica mientras mantenía atento el oído a posibles pisadas en el pasillo. Tres sucios cuadernos rusos, reflexionó, seleccionando el de arriba y dándole lentamente la vuelta. Estaba encuadernado en cartulina toscamente ilustrada y con la tela del lomo deshilachada. Doscientas veinticuatro páginas de mala calidad en cuarto y rayadas, si no recordaba mal Landau de los tiempos en que vendía artículos de papelería, al precio soviético de unos veinte kopeks al por menor en cualquier buen establecimiento, siempre que hubiera llegado la remesa de material y estuviera uno en la cola adecuada el día adecuado.

Finalmente, abrió el cuaderno y miró la primera página.

Está chalada, pensó, pugnando por vencer su disgusto. Está en manos de un chiflado, pobrecilla.

Garrapatos sin sentido, hechos por un lunático a plumilla con tinta china, a velocidad vertiginosa y en furiosos ángulos en los márgenes, a lo largo, a lo ancho, diagonalmente, como la letra de un médico desordenado, salpimentados con estúpidos signos de admiración y subrayados. Unos, en caracteres cirílicos; otros, en inglés. «El Creador crea creadores -leyó en inglés-. Ser. No ser. Contraser», seguido de una explosión de estúpido francés sobre la guerra de la locura y la locura de la guerra, seguido por una barrera de alambradas. Muchas gracias, pensó, y pasó a otra página, y luego a otra, tan densamente cubiertas ambas de apretada escritura que apenas si se podía ver el papel. «Tras haber pasado setenta años destruyendo la voluntad popular, no podemos esperar que de pronto se levante y nos salve», leyó. ¿Una cita? ¿Un pensamiento nocturno? Imposible saberlo. Alusiones a escritores rusos, latinos y europeos, referencias de Nietzsche, Kafka y gentes de las que nunca había oído hablar, y mucho menos había leído. Más sobre la guerra, esta vez en inglés: «Los viejos la declaran y los jóvenes la libran, pero hoy la libran también los niños y los ancianos,» Volvió otra página y se encontró con que no había en ella más que una mancha redonda y oscura. Se acercó el cuaderno a la nariz y olfateó licor, pensó con desdén, apesta a destilería. No es extraño que sea amigo de Barley Blair. Una página doble dedicada a una serie de histéricas proclamas.

– ¡NUESTRO MAYOR PROGRESO SEDA EN EL TERRENO DEL ATRASO!

– LA PARÁLISIS SOVIÉTICA ES LA MÁS PROGRESIVA DEL MUNDO!

– ¡NUESTRO ATRASO ES NUESTRO MAYOR SECRETO MILITAR!

– SI NO CONOCEMOS NUESTRAS PROPIAS INTENCIONES Y NUESTRAS PROPIAS CAPACIDADES, ¿CÓMO PODEMOS CONOCER LAS TUYAS?

– ¡EL VERDADERO ENEMIGO ES NUESTRA PROPIA INCOMPETENCIA!

Y en la página siguiente, un poema, laboriosamente copiado de Dios sabía dónde:

Gira hacia aquí, gira hacia allá,

y la gente se queda dudando,

si la serpiente que abrió la senda

se iba al Sur o venía regresando

Poniéndose en pie, Landau se acercó furioso a la ventana, que daba a un sombrío patio lleno de basura sin recoger.

«Un maldito artista de la palabra, Harry. Eso es lo que pensó que era. Algún autocomplaciente genio de pelo largo y dado a las drogas, y ella se había sacrificado en vano por él, igual que hacen todas.»

La mujer tuvo suerte de que no hubiera una guía telefónica de Moscú, pues la hubiera llamado y le hubiese dicho lo que se merecía.

Para alimentar su ira tomó el segundo cuaderno, se humedeció la yema del dedo índice y empezó a pasar despreciativamente una a una las páginas, y fue así como llegó a los dibujos. Todo se le volvió blanco por un instante, como un relampaguea de pantalla vivamente iluminada, sin imágenes, en medio de una película, mientras se maldecía a sí mismo por ser un impetuoso eslavo en lugar de un inglés frío y sereno. Luego se sentó de nuevo en la cama, pero suavemente, como si alguien estuviera descansando en ella, alguien a quien hubiera herido con sus prematuras condenas.

Pues si Landau despreciaba lo que con demasiada frecuencia pasaba por literatura, el placer que encontraba en las cuestiones técnicas era ilimitado. Aunque no entendiese lo que estaba mirando, podía disfrutar todo el día con una buena página de matemáticas. Y al primer vistazo comprendió, como le había pasado con la mujer llamada Katya, que lo que estaba mirando era de calidad. «No eran tus ordenados dibujos, aquello era auténtico.» Rápidos bocetos, pero excelentes, trazados a mano alzada, sin instrumentos, por alguien que sabía pensar con un lápiz. Tangentes, parábolas, conos. Y entre los dibujos, las precisas descripciones que utilizan los arquitectos y los ingenieros, palabras como «punto de precisión», «transporte cautivo», «distorsión» y «gravedad y trayectoria», «unas en tu inglés, Harry, y otras en tu ruso».

Aunque Harry no es mi verdadero nombre.

Pero cuando empezó a comparar la letra de estas palabras bellamente escritas, del segundo cuaderno, con el delirante revoltijo del primero, descubrió con asombro ciertas inequívocas similitudes. Así que experimentó la sensación de estar mirando una especie de diario esquizofrénico, con un volumen escrito por el doctor Jekyll y el otro por Mr. Hyde.

Miró el tercer cuaderno, que era tan ordenado y preciso como el segundo, pero dispuesto como una especie de diario matemático con fechas y números y fórmulas, y la palabra «error» repitiéndose con frecuencia, a menudo subrayada o realzada con un signo de admiración. Y luego, de pronto, Landau clavó la vista en el cuaderno y continuó mirándolo fijamente, sin poder apartar la vista de lo que estaba leyendo. La confortable oscuridad de la jerga técnica del escritor había terminado bruscamente y también sus divagaciones filosóficas y sus dibujos cuidadosamente anotados. Las palabras brotaban de la página con deslumbrante claridad.

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