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John Le Carré: La Casa Rusia

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John Le Carré La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– Es mejor que conservemos seca la pólvora hasta la feria del libro de Moscú, en setiembre -había aconsejado Landau a sus clientes-. A los rusos les encanta el libro, Bernard, pero el mercado fonográfico les asusta y no están predispuestos en su favor. Si nos dedicamos a la feria del libro, nos forramos. Si vamos a la feria fonográfica, podemos darnos por muertos.

Pero los clientes de Landau eran jóvenes y ricos y no creían en la muerte.

– Mira, Niki -dijo Bernard dando la vuelta tras él y poniéndole una mano en el hombro, cosa que a Landau no le gustaba-, en el mundo de hoy tenemos que hacer flamear la bandera. Somos patriotas, ¿comprendes. Niki? Como tú. Por eso somos una compañía domiciliada en el extranjero. Con la glasnost actual, la Unión Soviética es el Everest del negocio de la grabación. Y tú vas a llevarnos a la cumbre, Niki. Porque si no lo haces, encontraremos algún otro que lo haga. Alguien más joven, ¿eh, Niki? Alguien con empuje y con clase.

Empuje todavía tenía Landau. Pero clase, como él mismo era el primero en decir. clase…, eso más valía dejarlo. Él era un jugador, eso era lo que le gustaba ser. Un bullidor jugador polaco, y orgulloso de serlo. Era el viejo Nik, el muchacho desvergonzado y audaz de los representantes que trabajaban con el Este, capaz, según gustaba alardear, de vender cuadros obscenos a un convento georgiano, o tónico capilar a un calvo rumano. Era Landau, el bajito atleta de alcoba que llevaba tacones altos para dar a su cuerpo eslavo la escala inglesa que él admiraba, y ostentosos trajes que exclamaban «eh, aquí estoy». Cuando el viejo Nik montaba su puesto, aseguraron sus colegas a nuestros infatigables investigadores, casi podía oírse el tintineo de la campanilla de su carrito de vendedor polaco. Y el pequeño Landau reía la broma con ellos y les seguía el juego.

– Muchachos, yo soy el polaco con el que ninguno de vosotros podría igualarse -declaraba orgullosamente, mientras pedía otra ronda.

Era su forma de hacer que se riesen con él. Y no de él. Y, muy probablemente, para demostrar su aserto, se sacaría luego un peine del bolsillo superior de su chaqueta, y con la ayuda de un cuadro en la pared o de cualquier otra superficie pulimentada, se alisaría los negrísimos cabellos para una nueva conquista, utilizando las dos manos para domarlos.

– ¿Quién es esa belleza que estoy viendo en aquel rincón? -preguntaba en su apicarada mezcla de polaco del ghetto y cockney del East End-. ¡Hola, encanto! ¿Por qué estamos sufriendo solos esta noche?

Y una vez de cada cinco se salía con la suya, lo que para Landau constituía una aceptable proporción de éxitos, siempre que no dejara de pedirlos.

Pero esta noche Landau no pensaba ni en éxitos ni en pedirlos. Pensaba que, una vez más, se había pasado trabajando toda la semana para ganarse la pitanza -o, como más gráficamente me dijo a mí, un beso de puta-. Y que últimamente cualquier feria, ya fuese del libro, del disco o cualquier otra clase de feria, le dejaba un poco más fatigado de lo que le gustaba reconocer, igual que le pasaba con las mujeres. Y lo que obtenía a cambio no acababa compensándole del todo. Y que estaba deseando que llegase el momento de tomar el avión que le devolvería a Londres al día siguiente. Y que si aquella pájara rusa de azul no dejaba de intentar atraer su atención mientras él trataba de cerrar sus libros, ponerse la sonrisa de fiesta y reunirse con la alegre multitud, muy probablemente le diría en su propio idioma algo que los dos acabarían lamentando.

Que era rusa resultaba evidente. Sólo una mujer rusa llevaría colgando del brazo una bolsa de plástico, dispuesta para la posible compra que es el triunfo de la vida cotidiana, incluso aunque la mayoría de aquellas bolsas fueran de cuerda. Sólo una rusa sería tan entrometida como para acercarse tanto y espiar la aritmética de un hombre. Y sólo una rusa preludiaría su interrupción con uno de esos remilgados gruñidos que en un hombre siempre le recordaban a Landau a su padre atándose los cordones de los zapatos, y en una mujer, Harry, la cama.

– Disculpe, señor, ¿es usted el caballero de «Abercrombie & Blair»? -preguntó.

– No, querida -respondió Landau, sin levantar la cabeza. Ella había hablado en inglés, así que él le había contestado en inglés, que era la norma que siempre seguía.

– ¿Señor Barley?

– Barley no, querida. Landau.

– Pero éste es el puesto del señor Barley.

– Éste no es el puesto del señor Barley. Éste es mi puesto. «Abercrombie & Blair» están al lado.

Todavía sin levantar la vista, Landau señaló con la punta del lápiz hacia la izquierda, al puesto vacío contiguo, donde un letrero anunciaba en colores verde y oro la antigua casa editorial de «Abercrombie & Blair», de Norfolk Street, Strand.

– Pero ese puesto está vacío. No hay nadie en él -objetó la mujer-. Ayer también estaba vacío.

– En efecto, así es -replicó Landau, en un tono que sería definitivo para cualquiera. Luego, se inclinó ostentosamente sobre su libro de cuentas esperando que la mancha azul se esfumara por sí sola, lo que, sabía, era descortés por su parte, y su insistente presencia le hizo sentirse más descortés aún.

– ¿Pero dónde está Scott Blair? ¿Dónde está el hombre que llaman Barley? Debo hablar con él. Es muy urgente.

Landau estaba ya odiando a la mujer con irracional ferocidad.

– El señor Scott Blair -empezó mientras levantaba bruscamente la cabeza y la miraba de frente-, más comúnmente conocido por sus íntimos como Barley, está fuera, señora. No ha venido. Su compañía reservó un puesto, si. Y el señor Scott Blair es director, presidente, gobernador general y, que yo sepa, dictador vitalicio de la compañía. Sin embargo, no ocupó su puesto…

Pero en aquel punto, habiéndose cruzado sus ojos con los de ella, empezó a titubear.

– Escuche, querida, yo estoy aquí tratando de ganarme la vida, ¿comprende? No la del señor Barley Scott Blair, por mucho que le aprecie.

Se interrumpió y una caballerosa inquietud remplazó su momentánea ira. La mujer estaba temblando. No sólo temblaban las manos que sostenían su bolsa marrón, sino también el cuello, pues su recatado vestido azul acababa rematado por un cuello de encaje antiguo que Landau podía ver estremecerse sobre su piel, realmente más blanca que el encaje. Sin embargo, su boca y su mandíbula denotaban firmeza y su expresión le impresionó.

– Por favor, señor, tiene usted que ser bueno y ayudarme -dijo, como si no hubiera opción.

Landau se enorgullecía de conocer a las mujeres. Era otra de sus fastidiosas jactancias, pero no carecía de fundamento. «Las mujeres son mi entretenimiento favorito, el estudio de mi vida y mi absorbente pasión, Harry», me confió, y la convicción que latía en su voz era tan solemne como la promesa de un masón. Le era imposible ya precisar cuántas había tenido, pero le complacía decir que ascendían a varios centenares y que no había una sola que le hubiera hecho lamentar la experiencia. «Yo juego limpio y elijo bien, Harry -me aseguró, dándose unos golpecitos con el dedo índice en la parte lateral de la nariz-. Nada de venas cortadas, matrimonios rotos, ni palabras ásperas después.» Nadie, ni yo mismo, sabría jamás cuánto de cierto había en aquello, pero era indudable que los instintos que le habían guiado a través de sus devaneos acudieron en su ayuda mientras formaba sus juicios sobre aquella mujer.

Era seria. Era inteligente. Era decidida. Estaba asustada, aunque en sus oscuros ojos relucía una chispa de humor. Y poseía esa rara cualidad Landau, con su florido estilo, gustaba llamar «la clase que sólo la Naturaleza puede dar». En otras palabras, poseía calidad, además de fuerza. Y, como en momentos de crisis nuestros pensamientos no fluyen consecutivamente, sino que se abaten sobre nosotros oleadas de intuición y experiencia, percibió todas estas cosas de forma simultánea y las tenía ya asimiladas cuando ella le habló de nuevo.

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