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John Le Carré: La Casa Rusia

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John Le Carré La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– Un amigo mío soviético ha escrito una obra literaria creativa e importante -dijo, después de hacer una profunda inspiración-. Es una novela. Una gran novela. Su mensaje es importante para toda la Humanidad.

Calló.

– Una novela -dijo Landau para ayudarla a seguir. Y, luego, sin que más tarde se le alcanzara por qué razón lo había dicho, añadió-: ¿Cómo se titula, querida?

Decidió que la fuerza que había en ella no procedía de bravuconería ni de locura, sino de convicción.

– Entonces, ¿cuál es su mensaje, si es que no tiene título?

– Se refiere a las acciones antes que a las palabras. Rechaza el gradualismo de la perestroika. Exige acción y rechaza todo cambio cosmético.

– Excelente -dijo Landau, impresionado.

«Hablaba como solía hacerlo mi madre, Harry: con la barbilla levantada y mirándote directamente a la cara.»

– Pese a la glasnost y al supuesto liberalismo de las nuevas líneas directrices, la novela de mi amigo no puede todavía ser publicada en la Unión Soviética -continuó-. El señor Scott Blair se ha comprometido a publicarla con discreción.

– Señora -dijo amablemente Landau, con el rostro ahora muy cerca del de ella-, si la novela de su amigo es publicada por la gran casa de «Abercrombie & Blair», créame que puede estar segura de un secreto absoluto.

Dijo esto, en parte como chiste al que no pudo resistirse, y en parte porque su instinto le aconsejaba suavizar la rigidez de la conversación y hacerla más intrascendente a cualquiera que estuviese mirando. Y, comprendiera o no el chiste, la mujer sonrió también, con una rápida y cálida sonrisa de envalentonamiento, que era como una victoria sobre sus temores.

– Entonces, señor Landau, si ama usted la paz, llévese, por favor, este manuscrito a Inglaterra y déselo inmediatamente al señor Scott Blair. Sólo al señor Scott Blair. Es una donación de confianza.

Lo que pasó después sucedió rápidamente, una transacción callejera entre comprador y vendedor, ambos bien dispuestos. Lo primero que hizo Landau fue mirar más allá de ella, por encima de su hombro. Lo hizo por su propia seguridad tanto como por la de ella. En su experiencia, cuando los rusos querían poner en práctica una treta, siempre había cerca otras personas. Pero aquel extremo de la sala de reuniones estaba desierto, la zona que se extendía bajo la galería en que estaban los puestos se hallaba sumida en la oscuridad, y la fiesta que se desarrollaba en el centro de la sala se encontraba en todo su apogeo. Los tres muchachos de cazadoras de cuero situados en la puerta principal charlaban aburridamente entre ellos.

Finalizada su inspección, leyó el nombre escrito en la tarjeta de plástico que la mujer llevaba en la solapa, cosa que normalmente hubiera hecho antes si sus oscuros ojos castaños no le hubieran distraído. Yekaterina Orlova, leyó. Y debajo, expresada en inglés y en ruso la palabra «Octubre», que era el nombre de una de las más pequeñas editoriales estatales de Moscú, especializada en traducciones de libros soviéticos para su exportación, principalmente a otros países socialistas, lo que me temo la condenaba a una cierta mala calidad de publicaciones.

Luego le dijo lo que debía hacer, o quizá se lo estaba diciendo ya mientras leía el nombre de la tarjeta. Landau era un chico curtido en la calle, capaz de toda clase de triquiñuelas. La mujer tal vez fuese tan valiente como seis leones, y, por su aspecto, probablemente lo fuera, pero no era una conspiradora. En consecuencia, él la tomó sin vacilar bajo su protección y, al hacerla, le habló como hubiera hablado a cualquier mujer que necesitara su consejo sobre, por ejemplo, dónde encontrar su habitación de hotel, o qué decirle a su maridito cuando volviese a casa.

– O sea que lo ha traído consigo, ¿verdad, querida? -preguntó, mirando la bolsa y sonriendo como un amigo.

– Si.

– Ahí dentro, ¿verdad?

– Sí.

Entonces, deme la bolsa con toda normalidad -dijo Landau habándole mientras ella seguía sus instrucciones-. Eso es. Ahora deme un amistoso beso ruso, de los ceremoniosos. Muy bien. Me ha traído un regalo oficial de despedida en el último día de la feria, algo que estrechará las relaciones anglosoviéticas y dará exceso de peso a mi equipaje, a menos que lo tire en la papelera del aeropuerto. Una transacción muy normal. Hoy he debido de recibir ya media de regalos de esta clase.

Parte de esto lo dijo mientras se inclinaba de espaldas a ella. Pues introduciendo la mano en la bolsa, había sacado ya el paquete de papel marrón que había dentro y lo metía diestramente en su cartera de tipo archivador, muy compacta y con compartimientos que se abrían en abanico.

– ¿Casada, Katya?

No respondió. Quizá no le había oído o estaba demasiado ocupada observándole.

– Entonces, ¿es su marido quien ha escrito la novela? -preguntó Landau, sin amilanarse por su silencio.

– Es peligroso para usted -susurró ella-. Debe creer en lo que está haciendo. Entonces todo resulta claro.

Como si no hubiera oído su advertencia, Landau seleccionó, de un montón de muestras que había guardado para regalar aquella noche, un ejemplar del Sueño de una noche de verano, realizado en virtud de encargo especial de la Royal Shakespeare Company, y lo depositó ostentosamente sobre la mesa, firmando con rotulador sobre su estuche de plástico una dedicatoria: «De Niki a Katya, paz», y la fecha. Luego le metió ceremoniosamente el estuche en la bolsa, juntó las dos asas y se las apretó en la mano, porque ella parecía estar quedándose sin fuerzas y le preocupaba la posibilidad de que se desmayase o perdiese el control. Sólo entonces, mientras continuaba agarrándole la mano, que estaba fría, me dijo, pero era agradable, le dio la tranquilidad que ella parecía pedirle.

– Todos tenemos que hacer algo arriesgado de vez en cuando, ¿verdad, querida? -dijo alegremente Landau-. ¿Vamos a participar en la fiesta?

– No.

– ¿Qué tal si nos vamos a cenar a alguna parte?

– No es conveniente.

– ¿Quiere que la acompañe a la puerta?

– Me da igual.

– Creo que debemos sonreír, querida -dijo todavía en inglés, mientras la acompañaba a través de la sala conversando con ella como el buen vendedor en que había vuelto a convertirse.

Al llegar al amplio rellano, le estrechó la mano.

– Entonces, hasta la feria del libro, ¿no? En setiembre. Y gracias por advertirme. Lo tendré presente, pero lo importante es que tenemos un trato. Lo cual siempre es agradable, ¿no?

Ella le apretó la mano y pareció adquirir valor con ello, pues volvió a sonreír con una sonrisa aturdida pero agradecida y, casi, irresistiblemente cálida.

– Mi amigo ha tenido un gran gesto -explicó, mientras se echaba hacia atrás un rebelde mechón de pelo-. Asegúrese, por favor, de que el señor Barley se hace cargo de ello.

– Se lo diré. No se preocupe -respondió vivamente Landau. Le habría gustado recibir otra sonrisa, pero ella parecía haber perdido ya todo interés en él. Estaba hurgando en su bolso en busca de su tarjeta, que él sabía que había olvidado sacar hasta aquel momento. «ORLOVA, Yekaterina Borisovna», decía en caracteres cirílicos por un lado y latinos por el otro, también con el nombre Octubre en las dos versiones. Se la dio, y luego comenzó a descender rígidamente por la majestuosa escalinata, con la cabeza erguida, una mano sobre la ancha balaustrada de mármol y la otra arrastrando la bolsa. Los muchachos de las cazadoras de cuero se la quedaron mirando todo el camino hasta el vestíbulo. Y Landau les guiñó un ojo, mientras se guardaba la tarjeta en el bolsillo superior de la chaqueta, junto con la otra media docena que había recopilado en las dos últimas horas. Los muchachos, tras la debida reflexión, le contestaron también con un guiño, pues aquélla era la llueva época de apertura, en que un par de buenas caderas rusas podían ser apreciadas por sí mismas, incluso por un extranjero,

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