John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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«Dios puede actuar de forma misteriosa -se le oyó a Ned decir a su pelirrojo ayudante Brock, en un momento de calma entre dos entregas-, pero no hay nada como la forma en que elige sus chorbos.»

Un chorbo, en la jerga del Servicio, es una fuente viva, y una fuente viva en lenguaje liso y llano es un espía. ¿Se refería Ned a Landau cuando hablaba de chorbos? ¿A Katya? ¿Al anónimo escritor de los cuadernos? ¿O estaba ya su mente concentrada en los vaporosos contornos de aquel gran caballero espía británico que era el señor Bartholomew Scott Blair? Brock no lo sabía ni le importaba. Él era de Glasgow, pero de padres lituanos, y los conceptos abstractos le irritaban.

Por lo que a mí se refiere, tuve que esperar otra semana: antes de que Ned decidiese con la adecuada renuencia que era el momento de recurrir al viejo Palfrey. Llevo siendo el viejo Palfrey desde todo el tiempo que puedo recordar. Todavía no he llegado a comprender qué fue de mis nombres de pila. «¿Dónde está el viejo Palfrey? -dicen-. ¿Dónde está nuestra águila legal doméstica? ¡Traed al viejo leguleyo! ¡Esto es mejor echárselo al viejo Palfrey!»

Es fácil tratar conmigo. No hacen falta grandes complicaciones. Mis nombres son Horatio Benedict de Palfrey, pero puede usted olvidarse inmediatamente de los dos primeros, y el hecho es que nadie se ha acordado jamás del «de». En el Servicio soy Harry, por lo que con frecuencia, dado mi natural obediente, soy Harry también para mí mismo. A solas en mi pequeño pisito de soltero, me siento inclinado a llamarme a mí mismo Harry mientras me preparo una chuleta. Asesor legal de los ilegales, ése soy yo, y en otro tiempo socio más joven de la desaparecida casa de Mackie, «Mackie & de Palfrey, Procuradores y Notarios Públicos», de Chancery Lane. Pero eso fue hace veinte años. Durante veinte años he sido su más humilde servidor secreto, dispuesto en cualquier momento a robar la balanza de la misma diosa ciega a quien mi joven corazón había aprendido a venerar.

Según me han explicado, un palafrén, que es lo que significa palfrey , no era un caballo de guerra ni un cazador, sino un caballo de silla considerado adecuado para las damas. Bueno, pues sólo hay una damita que condujera jamás durante algún trecho a este Palfrey, pero lo condujo casi hasta su tumba, y se llamaba Hannah. Y fue por cusa de Hannah por lo que me apresuré a buscar cobijo en el interior de la ciudadela secreta en que la pasión no tiene lugar, donde los muros son tan gruesos que no puedo oír sus puños golpeando contra ellos, ni su lacrimosa voz implorando que la deje entrar y arrostre el escándalo que tanto aterrorizaba a un joven procurador en el umbral de una carrera respetable.

Esperanza en el rostro y nada en el corazón, dijo ella. Una mujer más juiciosa podría haberse guardado para sí esa clase de observaciones, según he pensado siempre. A veces se llega a la verdad a través de la autoindulgencia. «Entonces, ¿por qué insiste en un caso desesperado? -protestaba yo-. Si el paciente está muerto, ¿por qué seguir intentando resucitarle?»

Porque ella era una mujer, parecía ser la respuesta. Porque ella creía en la redención de las almas masculinas. Porque yo no había pagado lo suficiente por mi insuficiencia.

Pero ya he pagado ahora, créanme.

Es por causa de Hannah por lo que continúo caminando por los corredores secretos, llamando a mi cobardía deber, ya mi debilidad, sacrificio.

Es por causa de Hannah por lo que permanezco hasta altas horas de la noche aquí, en el gris cubículo de mi despacho que ostenta en su puerta el letrero de LEGAL, rodeado de carpetas y cintas y películas amontonadas como el caso de Jarndyce contra Jarndyce, mientras redacto el exculpatorio informe de la operación que denominamos «Pájaro Azul» y de su protagonista, Bartholomew, alias Barley, Scott Blair.

Y es también por causa de Hannah por lo que, incluso mientras garrapatea su exculpación, este viejo Palfrey deja de vez en cuando la pluma, y levanta la cabeza y sueña.

El retorno de Niki Landau a la bandera británica, si es que había llegado a abandonarla seriamente, tuvo lugar exactamente cuarenta y ocho horas después de que los cuadernos fueran depositados sobre la mesa de Ned. Desde su desdichado paso por Whitehall, Landau había estado enfermo de ira y mortificación. No había ido a trabajar, no se había ocupado de su pisito de Golders Green que normalmente cuidaba y pulía como si fuese el faro de su vida. Ni siquiera Lydia pudo sacarle de su melancolía. Yo mismo había arreglado apresuradamente las cosas para que Interior autorizase a intervenir su teléfono. Cuando ella le llamó, escuchamos cómo se la quitaba evasivamente de encima. Y cuando ella hizo una trágica aparición en su puerta, nuestros observadores informaron que la dejó quedarse a tomar una taza de té y luego la despidió.

– No sé qué es lo que he hecho mal, pero, sea lo que sea, lo siento -la oyeron decir con tristeza cuando se marchaba.

Apenas si había llegado ella a la calle cuando llamó Ned. Después, Landau me preguntó astutamente si realmente se trataba de una coincidencia.

– ¿Niki Landau? -preguntó Ned, con una voz que no le daba a uno ganas de bromear.

– Podría ser -respondió Landau, irguiéndose.

– Me llamo Ned. Creo que tenemos un amigo común, no hace falta mencionar nombres. Usted tuvo la amabilidad de entregar el otro día una carta suya, no sin ciertas dificultades, me temo. Y también un paquete.

Landau reaccionó inmediatamente a la voz con estremecida emoción. Competente e imperiosa. «La voz de un buen oficial, no de un cínico, Harry.»

– Sí, en efecto -dijo, pero Ned estaba hablando de nuevo.

– No creo que necesitemos entrar en muchos detalles por teléfono, pero si creo que usted y yo debemos sostener una larga conversación, y creo que debemos estrecharle la mano. Sin tardar mucho. ¿Cuándo podemos hacerlo?

– Cuando usted diga -respondió Landau. Y se contuvo justo a tiempo para no decir «señor».

– Yo siempre pienso que ahora es un buen momento. ¿Qué le parece a usted?

– Me parece de perlas, Ned -respondió Landau con tono risueño.

– Mandaré un coche a buscarle. No tardará mucho, así que quizá sea mejor que se quede usted donde está y espere a que suene el timbre de su puerta. Es un «Rover» verde matrícula B. El conductor se llama Sam. Si lo prefiere, para su tranquilidad, pídale que le enseñe su tarjeta. Y si quiere mayor tranquilidad aún, telefonee al número que figura en ella. ¿Cree que se las arreglará?

– Nuestro amigo se encuentra bien, ¿verdad? -dijo Landau, incapaz de resistir el deseo de preguntarlo. Pero Ned ya había colgado.

El timbre de la puerta repiqueteó un par de minutos después. Tenían el coche esperando a la vuelta de la esquina, pensó Landau mientras flotaba escaleras abajo como en un sueño. Ya está. Estoy en manos de profesionales. La casa se hallaba situada en el elegante distrito residencial de Belgravia, en una fila de casas idénticas, y había sido recientemente restaurada. Su fachada blanca recién pintada resplandecía bajo los rayos del sol poniente. Un palacio de excelencia, un templo a los secretos poderes que gobiernan nuestras vidas. Una brillante placa de latón sobre la puerta enmarcada por columnas decía OFICINA DE ENLACE DEL FOREIGN OFFICE. La puerta estaba abriéndose ya mientras Landau subía los escalones. Y mientras el uniformado portero la cerraba a su espalda, Landau vio a un hombre delgado y erguido avanzar hacia él a través de los rayos del sol, primero la recortada silueta, luego el atractivo y saludable semblante, luego el apretón de manos: discreto, pero leal como un saludo naval.

– Bien hecho, Niki. Pase.

Las buenas voces no siempre van unidas a buenos rostros, pero la de Ned sí. Mientras le seguía al interior del estudio ovalado, Landau sentía la impresión de que podía contarle absolutamente cualquier cosa y Ned seguiría de su lado. De hecho, Landau vio en Ned muchas cosas que le agradaron inmediatamente, lo cual constituía la seducción de Ned: el discreto encanto, el mesurado buen aspecto, la energía que emanaba y el «pase». Landau olfateó en él también al políglota, pues él mismo lo era. No tuvo más que dejar caer un nombre ruso o una expresión rusa para que Ned la recogiera y sonriese y la acompañara con otra frase por su cuenta. «Era uno de los nuestros, Harry. Si tenías un secreto, ése era el hombre a quien contárselo, no aquel lacayo del Foreign Office.»

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