– Ésta -dijo Landau de pronto, señalando con el índice,
Johnny recurrió a otro de sus trucos de tribunal. En realidad, era demasiado inteligente para aquella tontería, pero eso no le contuvo. Adoptó una expresión decepcionada e incrédula. Parecía como si hubiese cogido a Landau en una mentira. La película de vídeo le muestra exagerando desaforadamente el papel.
– ¿Cómo puede estar tan condenadamente seguro, por amor de Dios? Nunca la vio con abrigo.
Landau no se inmuta.
– Ésa es la mujer, Katya -dice con firmeza-. La reconocería en cualquier parte. Katya. Se ha arreglado el pelo, pero es ella, Katya. Y ésa es su bolsa, de plástico -continúa mirando la fotografía-. Y su anillo de boda -por un momento parece olvidar que no está solo-. Haría lo mismo por ella mañana -dice-. Y pasado mañana.
Lo cual señaló el satisfactorio final del hostil interrogatorio del testigo por parte de Johnny.
A medida que avanzaban los, días y una enigmática entrevista seguía a otra, nunca dos veces en el mismo sitio, nunca con las mismas personas, a excepción de Ned, Landau tenía la creciente impresión de que las cosas se estaban aproximando a un clímax. En un laboratorio de sonido situado detrás de Portland Place le hicieron escuchar voces de mujeres recogidas en cinta magnetofónica, rusas hablando en ruso y rusas hablando en inglés. Pero no reconoció la de Katya. Otro día, para alarma suya, fue dedicado al dinero. No el de ellos, sino el de Landau. Sus extractos bancarios…, ¿de dónde diablos los sacaban? Sus declaraciones de impuestos, recibos de salarios, ahorros, hipoteca, póliza de seguros, peor que la Inspección de Hacienda.
– Confíe en nosotros, Niki -dijo Ned con una sonrisa tan franca y tranquilizadora que Landau tuvo la impresión de que había estado luchando de alguna manera en su favor y de que las cosas estaban a punto de arreglarse.
Van a ofrecerme un empleo, pensó el lunes. Van a convertirme en un espía, como Barley.
Están tratando de enmendar lo que hicieron con mi padre, veinte años después de su muerte, pensó el martes.
Luego, el miércoles por la mañana, Sam, el conductor, tocó por última vez el timbre de su puerta, y todo quedó claro.
– ¿Dónde es hoy, Sam? -le preguntó alegremente Landau-. ¿En la Torre de Londres?
– En Sing Sing -respondió Sam, y ambos soltaron una carcajada. Pero Sam no le llevó a la Torre, ni tampoco a Sing Sing, sino a la puerta lateral de entrada a uno de los mismos Ministerios de Whitehall en que hacía solamente once días Landau había intentado infructuosamente entrar. El ojizarco Brock le guió por una escalera trasera y desapareció. Landau entró en una amplia estancia que daba sobre el Támesis. Varios hombres se hallaban sentados a una mesa ante él. A la izquierda estaba Walter, con la corbata bien puesta y el pelo alisado. A la derecha estaba Ned. Y entre ellos, con las palmas de las manos sobre la mesa y unos pliegues junto a las comisuras de los labios que daban a su rostro un aire de firmeza, se sentaba un hombre más joven, vestido con un bien cortado traje, que Landau supuso correctamente era de rango superior a los otros dos y que, como Landau dijo más tarde, parecía como si hubiera salido de una película diferente. Era de aspecto agradable y reservado y como acicalado para la televisión. Tenía cuarenta años, pero lo peor de él era su inocencia. Parecía demasiado joven como para que se le imputasen crímenes de adultos.
– Me llamo Clive -dijo con voz sosegada-. Pase, Landau. Tenemos un problema respecto a qué hacer con usted.
Y más allá de Clive -más allá de todos ellos, en realidad-, como en una reflexión adicional, Niki Landau me vio a mí, el viejo Palfrey. Y Ned le vio verme, y sonriendo nos presentó.
– Y, Niki, éste es Harry -dijo, faltando a la verdad.
Nadie más había merecido hasta entonces una descripción de sus funciones, pero Ned ofreció una para mí:
– Harry es nuestro árbitro oficial, Niki. Él se ocupa de que todo el mundo reciba un trato justo.
– Excelente -dijo Landau.
Aquí es donde, en la historia del asunto, hago mi modesta entrada como recadero jurídico, preparador y acondicionador y, finalmente, como cronista; ora Rosencrantz, ora Guildenstern, y sólo ocasionalmente Palfrey.
Y para cuidar más aún de Landau allí estaba Reg, que era corpulento, pelirrojo y tranquilizador. Reg le condujo hasta una silla situada en el centro de la estancia y luego se sentó junto a él en otra. Y Landau le cogió inmediatamente apego a Reg, lo cual era frecuente, ya que Red se dedicaba a las labores de bienhechor, y entre sus clientes figuraban desertores, agentes empantanados y huidos y otros hombres y mujeres cuyos lazos con Inglaterra podían haberse debilitado si el viejo Reg Wattle y su agradable esposa Berenice no hubieran estado allí para cogerles de la mano.
– Ha hecho usted un buen trabajo, pero no podemos decirle por qué es bueno, ya que resultaría peligroso -continuó Clive con su voz, una vez que Landau se hubo instalado cómodamente-. Incluso lo poco que usted sabe es demasiado. Y no podemos dejarle vagabundear por la Europa oriental con nuestros secretos en la cabeza. Es demasiado peligroso. Para usted y para las personas afectadas. De modo que, si bien nos ha prestado un valioso servicio, también se ha convertido en una grave preocupación.
En algún momento de su prudente ascensión al poder, Clive se había enseñado a sí mismo a sonreír. Era un arma injusta para usarla con personas amistosas, algo así como el silencio por teléfono. Pero Clive no sabía nada de injusticia porque nada sabía de su contrario. En cuanto a la pasión, era lo que uno empleaba cuando necesitaba persuadir a la gente.
– Después de todo, usted podría señalar con el dedo a algunas personas muy importantes, ¿no? -continuó, en voz tan baja que todos se mantenían inmóviles para oírle-. Sé que usted no haría eso deliberadamente, pero cuando uno está esposado a un radiador no tiene mucha opción. Al final, no.
Cuando consideró que había asustado lo suficiente a Landau, Clive me miró, me hizo una seña con la cabeza y contempló cómo abría yo la ostentosa carpeta de cuero que había llevado conmigo y entregaba a Landau el largo documento que había preparado, mediante el cual, en sustancia, Landau se comprometía a renunciar a perpetuidad a todo viaje al otro lado del Telón de Acero, a no abandonar nunca el país sin avisar primero a Reg con un determinado número de días de antelación, dejándose al acuerdo entre ambos la concreción de los detalles, y a que Reg custodiara el pasaporte de Landau para evitar contratiempos. Y a aceptar irrevocablemente la intervención de Reg en su vida, o de quien las autoridades designasen en su lugar, como confidente, filósofo y árbitro prudente de sus asuntos de toda índole, incluido el delicado problema de cómo liquidar los impuestos sobre el cheque adjunto, extendido sobre la sucursal, en Fulham, de un anodino Banco británico, por la suma de cien mil libras.
Y, para ser regularmente amedrentado por la Autoridad, también se le obligaba a presentarse cada seis meses, para una actualización del tema del Secreto, ante el asesor jurídico del Servicio, Harry . Al viejo Palfrey, ex-amante de Hannah, un hombre tan doblegado por la vida que podía encomendársele sin peligro la tarea de mantener erguidos a otros. Y además de todo lo anterior, de conformidad con ello y consecuentemente a ello, a que todo el asunto relativo a una cierta mujer rusa y al manuscrito literario de su amigo, y al contenido del citado manuscrito -cualquiera que sea el grado de su apreciación de la importancia del mismo-, y al papel desempeñado por un cierto editor británico, sea en este momento solemnemente declarado nulo, inoperante, inexistente y extinguido, en lo sucesivo y para siempre. Amén.
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