John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– Me llamo Merridew, de la Embajada, ¿sabe? Sólo soy el Segundo Secretario comercial. Lo siento terriblemente, pero hemos recibido un telegrama bastante urgente para usted. Pensamos que debería darse una vuelta por allá para leerlo en seguida. ¿Le importa?

Y entonces, imprudentemente, Merridew se permitió un tic característico de los funcionarios rechonchos. Levantó el brazo, ahuecó la mano y se la pasó oficiosamente por la cabeza como para confirmar que su pelo continuaba en su sitio. Y este gesto, realizado por un hombre gordo en una habitación de techo bajo, pareció despertar en Barley temores que en otro caso tal vez hubieran seguido adormecidos, pues se tornó desconcertadamente sereno.

– ¿Me está usted diciendo que ha muerto alguien, amigo? -preguntó con una sonrisa tan tensa que parecía preparada para la peor de las bromas.

– ¡Oh!, mi querido señor, no sea tan trágico. Se trata de un asunto comercial, no consular. ¿Por qué, si no, habría de llegar por nuestra línea? -intentó una risita conciliadora.

Pero Barley no había cedido. Ni un milímetro. Continuaba mirando el abismo, dondequiera que Merridew decidiera mirarse a sí mismo.

– Entonces, ¿qué infiernos nos estamos diciendo? -preguntó.

– Nada -respondió Merridew, asustado-. Un telegrama urgente. No se lo tome tan personalmente. Telégrafo diplomático.

– ¿Quién establece la urgencia?

– Nadie. No puedo darle un resumen delante de todo el mundo. Es confidencial. Sólo para nuestros ojos.

Olvidaron sus gafas, pensó Merridew, mientras sostenía la mirada de Barley. Redondas. De montura negra. Demasiado pequeñas para sus ojos. Las deja resbalar hasta la punta de la nariz cuando le mira a uno torciendo el gesto.

– Nunca conocí una buena deuda que no pudiese esperar hasta el lunes -declaró Barley, volviéndose hacia el comandante-. Aflójese el cinturón, señor Merridew. Tómese una copa con la chusma.

Puede que Merridew no fuese el más delgado de los hombres, ni el más alto. Pero tenía garra, tenía astucia y, como muchos gordos, tenía inesperados recursos de indignación que era capaz de desencadenar como un torrente cuando hacía falta.

– Mire, Scott Blair, sus asuntos no me incumben, por fortuna. Ya no soy un alguacil, ni un mensajero. Soy un diplomático y ostento una cierta posición. Me he pasado la mitad del día dando vueltas en su busca. Tengo un coche y un empleado esperando fuera, y poseo ciertos derechos sobre mi propia vida. Lo siento.

Su dúo habría podido continuar indefinidamente, si el comandante no hubiera manifestado una inesperada resurrección. Echando hacia atrás los hombros, se llevó los puños a las costuras de los pantalones y contorsionó la mandíbula en una mueca de respeto.

– Llamada real, Barley -ladró-. La Embajada es el palacio local. La invitación es una orden. No debe insultar a Su Majestad.

– Él no es Su Majestad -objetó pacientemente Barley-. No lleva corona.

Merridew se preguntó si debía llamar a Brock. Trató de sonreír persuasivamente, pero la atención de Barley se había desplazado hacia el hueco existente en la pared, en el que un jarrón de flores secas ocultaba una rejilla vacía. Le dijo: «¿De acuerdo? ¿Vamos?» como podría habérselo dicho a una esposa que le estuviese haciendo esperar para asistir a una cena. Pero la extraviada mirada de Barley continuó posada en las marchitas flores. Parecía ver en ellas toda su vida, cada una de sus equivocaciones y pasos en falso. Y, cuando ya Merridew comenzaba a perder la esperanza, empezó a meter todas sus cosas en los bolsillos de la chaqueta, ritualmente, como si se dispusiera a emprender un safari: su doblada cartera, llena de cheques sin cobrar y de tarjetas de crédito canceladas; su pasaporte, húmedo de sudor y ajado a consecuencia de los muchos viajes; la libreta de notas y el lápiz que tenía a mano para apuntar perlas de sabiduría alcohólica a fin de leerlas cuando estuviera sereno. Y, una vez hecho todo eso, arrojó sobre el mostrador un billete de Banco, con el gesto de quien no va a necesitar dinero durante mucho tiempo.

– Acompañe al comandante a su taxi, Manuel. Eso significa ayudarle a bajar los peldaños, sentarle en el asiento trasero y pagar por adelantado al conductor. Cuando lo hayas hecho, puedes quedarte con la vuelta. Hasta la vista, Gravey. Gracias por el rato que hemos pasado.

Había relente. Una joven luna yacía acostada entre las estrellas húmedas. Bajaron la escalera, Merridew por delante, urgiendo a Barley a que mirase bien dónde ponía el pie. El puerto estaba lleno de luces errantes. Un automóvil negro con matrícula del Cuerpo Diplomático esperaba junto al bordillo. Brock aguardaba impaciente junto a él en la oscuridad. Más atrás, había un segundo coche, desprovisto de distintivos.

– Éste es Eddie -dijo Merridew, haciendo las presentaciones-. Eddie, me temo que hemos tardado. Confío en que habrás hecho tu llamada telefónica.

– Sí -respondió Brock.

– Y confío en que todo irá bien en casa, ¿no, Eddie? Los pequeños acostados y todo eso. ¿La parienta bien?

– Sin novedad -gruñó Brock, en un tono que quería decir que se callara.

Barley se sentó en el asiento delantero, con la cabeza apoyada en el respaldo y los ojos cerrados. Merridew conducía. Brock permanecía muy quieto en el asiento posterior. El segundo coche arrancó lentamente, como hacen los buenos vigilantes.

– ¿Por aquí es por donde suelen ir a la Embajada? -preguntó Barley en su aparente sopor.

– ¡Ah!, bueno, el guardia de servicio se llevó el telegrama a su casa, ¿sabe? -explicó expansivamente Merridew, como si respondiese a una observación particularmente aguda-. Me temo que los fines de semana tengamos que reforzar la Embajada por un posible atentado irlandés. Sí -encendió la radio. Una mujer de voz profunda empezó a entonar un exuberante lamento-. Fado -declaró-. Adoro el fado, Creo que por eso es por lo que estoy aquí. Estoy seguro de que si, estoy seguro de que incluí el fado en mi solicitud de destino.

Empezó a conducir con la mano libre.

– Fado -explicó.

– ¿Son ustedes los que han estado acosando a mi hija, haciéndole un montón de preguntas estúpidas? -preguntó Barley.

– ¡Oh!, se trataba de una cuestión puramente comercial-dijo Merridew, y siguió plenamente atento a la tarea de conducir. Pero en su interior se sentía ahora gravemente conturbado por la falta de inocencia de Barley. Antes ellos que yo, pensó, sintiendo la fija mirada de Barley en su mejilla derecha. Si esto es con lo que tiene que habérselas hoy en día la Oficina Central, Dios me libre de un destino en la metrópoli.

Habían alquilado la casa que poseía en la ciudad un antiguo miembro del Servicio, un banquero británico propietario de una segunda casa en Cintra. El viejo Palfrey había cerrado el trato en su nombre. No querían instalaciones oficiales, nada que más tarde pudiera ser utilizado contra ellos. Sin embargo, la sensación de tiempo y lugar tenía su propia y particular elocuencia. Una lámpara de hierro forjado iluminaba la abovedada entrada. Las losas de granito habían sido cortadas para impedir que resbalasen los caballos. Merridew tocó el timbre. Brock se había acercado por si se producían accidentes.

– Hola. Adelante -dijo jovialmente Ned, abriendo la grande y ornamentada puerta.

– Bueno, yo me voy, ¿verdad? -dijo Merridew-. Maravilloso, formidable.

Todavía farfullando excusas, corrió a su coche antes de que nadie pudiese contradecirle. Y mientras lo hacía, el segundo automóvil se aproximó también como un buen amigo que ha visto a otro a la puerta de su casa en una noche peligrosa.

Durante unos momentos, mientras Brock se mantenía apartado observándoles, Ned y Barley se calibraron mutuamente como sólo pueden hacerlo ingleses de la misma estatura y clase y con la misma forma de cabeza. Y aunque aparentemente Ned era el perfecto arquetipo del dominio de sí mismo y equilibrio británicos, y, por ello, en muchos sentidos, el reverso exacto de Barley, que aunque desgarbado y anguloso, tenía un rostro que aun en reposo parecía resuelto a explorar más allá de lo evidente, había todavía en cada uno de ellos lo suficiente del otro, como para permitir su mutuo reconocimiento. A través de una puerta cerrada llegó un murmullo de voces masculinas, pero Ned hizo como si no lo hubiera oído. Condujo a Barley a lo largo del pasillo hasta una biblioteca y dijo: «Pase aquí», mientras Brock se quedaba fuera.

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