John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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– ¿Por qué no fue usted a Moscú? -preguntó Clive, sin esperar más tiempo a que Barley se instalara-. Le esperaban. Alquiló un puesto en la exposición, reservó su billete de avión y su hotel. Pero no apareció por allí y no ha pagado. En lugar de ello, vino a Lisboa con una mujer. ¿Por qué?

– ¿Preferiría usted que viniese aquí con un hombre? -preguntó Barley-. ¿Qué tiene que ver con usted ni con la CIA el que yo venga aquí con una mujer o con un pato ruso?

Cogió una silla y se sentó, más como señal de protesta que de obediencia.

Clive movió la cabeza en mi dirección, y yo hice mi número habitual. Me puse en pie, di la vuelta en torno a la absurda mesa y coloqué delante de él el impreso de la Ley de Secretos Oficiales. Saqué del bolsillo del chaleco una pluma de aspecto importante y se la ofrecí con fúnebre gravedad. Pero sus ojos se hallaban fijos en un lugar situado fuera de la habitación, cosa que observé con frecuencia en él esa noche y los meses siguientes, una forma de mirar más allá del lugar en que se encontraba, a algún turbulento territorio privado suyo; de romper a hablar ruidosamente como medio de exorcizar fantasmas que nadie más había visto; de chasquear sin motivo los dedos, como diciendo «entonces, eso queda decidido», cuando, que nadie supiese, no se había propuesto nada.

– ¿Va usted a firmar eso? -preguntó Clive.

– ¿Qué hará usted si no firmo? -replicó Barley.

– Nada. Porque le estoy diciendo, formalmente y delante de testigos, que esta reunión y todo lo que tiene lugar entre nosotros es secreto. Harry es abogado.

– Me temo que es cierto -dije.

Barley empujó sobre la mesa el impreso sin firmar, apartándolo de sí.

– Y yo le estoy diciendo que lo pintaré en los tejados si me apetece -replicó con igual calma.

Regresé a mi sitio, llevando conmigo mi ostentosa pluma.

– Parece haber armado un buen follón en Londres también antes de marcharse -observó Clive, mientras volvía a guardar el impreso en su carpeta-. Deudas por todas partes. Todo el mundo ignorando su paradero. Una estela de llorosas amantes. ¿Está usted tratando de destruirse a sí mismo o qué?

– Heredé un catálogo romántico -dijo Barley.

– ¿Qué diablos significa eso? -preguntó Clive sin avergonzarse de su propia ignorancia-. ¿Estamos utilizando una palabra elegante para designar los libros verdes?

– Mi abuelo se especializó en novelas para criadas. En aquellos tiempos la gente tenía criadas. Mi padre las llamó «novelas para las masas» y continuó la tradición.

Sólo Bob se sintió movido a oponerse.

– Maldita sea, Barley -exclamó-, ¿qué tiene de malo la literatura romántica? Es mejor que alguna de la basura que se publica. Mi mujer la lee en cantidades industriales. A ella nunca le ha hecho ningún daño.

– Si no le gustan los libros que publica, ¿por qué no los cambia? -preguntó Clive, que nunca leía nada más que los informes del Servicio y la Prensa de derechas.

– Tengo un Consejo de Administración -respondió cansadamente Barley, como si hablara con un niño fastidioso-. Tengo administradores. Tengo accionistas familiares. Tengo tías. Ellos quieren seguir la línea segura de siempre. Idilios. Intrigas. Aves del Imperio Británico -una mirada a Bob-. Interioridades de la CIA.

– ¿Por qué no fue usted a la feria de material fonográfico de Moscú? -repitió Clive.

– Las tías cancelaron la partida.

– ¿Quiere explicar eso?

– Yo pensaba introducir la firma en el campo de las cassettes magnetofónicas. La familia se enteró y decidió que no lo haría. Fin de la historia.

– Así que usted se largó -dijo Clive-. ¿Es eso lo que hace normalmente cuando alguien frustra sus propósitos? Quizá sea mejor que nos diga a qué se refiere esta carta -sugirió, y, sin mirar a Barley, la deslizó sobre la mesa en dirección a Ned.

No era el original. El original estaba en Langley, sometido a examen por las firmes fuerzas de la tecnología en busca de todo cuanto pudiera ofrecer, desde huellas dactilares hasta la enfermedad del legionario. Era un facsímil, preparado conforme a las meticulosas instrucciones de Ned, que incluía también el cerrado sobre marrón con la indicación «Señor Bartholomew Scott Blair. Personal y urgente» escrita con letra de Katya y rasgado luego con un cortaplumas para demostrar que había sido abierto más tarde. Clive se lo entregó a Ned. Ned se lo entregó a Barley. Walter se rascó la cabeza con su manaza y Bob se le quedó mirando magnánimamente como el chico bueno que había dado el dinero. Barley volvió la vista hacia mí como si se hubiera nombrado a sí mismo cliente mío. ¿Qué hago con esto? preguntaba con la mirada, ¿Lo leo o se lo tiro a la cara? Yo me mantuve, espero, impasible. Ya no tenía clientes. Tenía el Servicio.

– Léalo despacio -aconsejó Ned.

– Tómese todo el tiempo del mundo, Barley -dijo Bob.

¿Cuántas veces no habríamos leído nosotros la misma carta durante la última semana?, me pregunté, viendo cómo Barley examinaba por uno y otro lado el sobre, lo alejaba de sí y se lo acercaba, con las redondas gafas levantadas sobre la frente como las de un motorista. ¿Cuántas opiniones no se habían escuchado y descartado? Había sido escrita en un tren, habían declarado seis expertos de Langley. En la cama, dijeron otros tres en Londres. En el asiento trasero de un automóvil. Con prisa, en broma, con amor, con terror. Por una mujer, por un hombre, habían dicho. El autor es zurdo, diestro. Es alguien cuya escritura de origen es cirílica, es latina, es ambas cosas, no es ninguna.

Como giro final de la comedia, incluso habían consultado con el viejo Palfrey. «Conforme a nuestra ley de propiedad intelectual, el receptor es propietario de la carta física, pero el autor tiene la propiedad intelectual y el derecho de reproducción -les había dicho yo-. No creo que nadie os lleve a los tribunales soviéticos.» No podría decir si se sintieron preocupados o aliviados por mi opinión.

– ¿Reconoce la letra, o no? -preguntó Clive a Barley. Introduciendo sus largos dedos en el sobre, Barley extrajo finalmente la carta, pero desdeñosamente, como si todavía esperase que fuese una factura. Luego hizo una pausa y se quitó sus curiosas gafas redondas y las dejó sobre la mesa. Luego se volvió en la silla, apartándose de los demás. Y al empezar a leer, una expresión ceñuda se dibujó en su rostro. Terminó la primera página y miró el final de la carta en busca de la firma. Volvió a la segunda página y leyó el resto de la carta sin detenerse. Luego la volvió a leer entera de un tirón, desde «Mi querido Barley» hasta «Tu amante K». Después de lo cual, apretó celosamente la carta contra su regazo con las dos manos e inclinó el busto sobre ella, de tal modo que, ya fuera deliberadamente, ya fuera por casualidad, su rostro quedó oculto a todos los presentes, y su mechón de pelo quedó colgando como un gancho, y sus oraciones privadas se mantuvieron en su exclusivo ámbito personal, sin manifestarse al exterior.

– Está chiflada -declaró a la oscuridad que se abría bajo él-. Total y absolutamente chiflada. Ella ni siquiera estuvo allí.

Nadie preguntó de quién hablaba ni a qué lugar se refería. Hasta Clive conocía el valor de un buen silencio.

– K de Katya, abreviatura de Yekaterina, según tengo entendido -dijo Walter al cabo de unos momentos-. El patronímico es Borisovna -llevaba una torcida corbata de lazo, amarilla y con un motivo en colores pardo y naranja.

– No conozco ninguna K, no conozco ninguna Katya, no conozco ninguna Yekaterina -dijo Barley-. Y tampoco ninguna Borisovna. Nunca he jodido con ninguna, nunca he flirteado con ninguna, nunca me he declarado a ninguna, nunca me he casado siquiera con ninguna. Nunca he conocido a ninguna, que yo recuerde. Sí, una.

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