John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Había un solo ejemplar y permanecería en mi caja fuerte hasta que se descompusiera o disgregara de puro viejo. Landau lo leyó dos veces, mientras Reg lo leía por encima de su hombro. Luego Landau se sumergió durante un rato en sus propios pensamientos, sin prestar atención a quién le estaba observando ni a quién le ordenaba que firmase y dejara de ser un problema. Porque Landau sabía que en este caso él era el comprador, no el vendedor.

Se vio a sí mismo en pie junto a la ventana de su habitación de hotel en Moscú. Recordó cómo había deseado poder colgar sus botas de viajante y dedicarse a una vida menos difícil. Y se le ocurrió la regocijante idea de que su Hacedor debía de haberle cogido la palabra y dispuesto las cosas en consecuencia, lo cual, para turbación de todos, le hizo soltar una carcajada.

– Bueno, espero que el viejo Johnny, el Yanqui, esté pagando la cuenta de esto, Harry -dijo.

Pero la broma no obtuvo el aplauso que merecía, porque resultaba que era verdad. Así que Landau cogió la pluma de Reg, firmó, me entregó el documento y se quedó mirando mientras yo añadía mi propia firma como testigo: Horatio B. de Palfrey, que, después de veinte años, ha adquirido una ilegibilidad tal que si hubiese firmado «Sopa de Tomate Heinz» ni Landau ni nadie hubiesen podido notar la diferencia, y lo volví a depositar en su ataúd de cuero y di unas palmaditas sobre la tapa. Se intercambiaron apretones de manos y seguridades mutuas, y Clive murmuró: «Le estamos agradecidos, Niki», como la película de la que Landau se convencía periódicamente de que formaba parte.

Luego todo el mundo volvió a estrechar la mano de Landau y tras verle alejarse con noble porte en el crepúsculo, o, más exactamente, caminar airosamente por el pasillo charlando con Reg Wattle, que abultaba el doble que él, todos aguardaron con impaciencia que se estableciera la conexión de las tomas de escucha telefónica cuya autorización yo había obtenido ya mediante la infalible alegación de intenso interés americano.

Intervinieron los teléfonos de su oficina y de su casa, leyeron su correspondencia e instalaron una lapa electrónica en el eje trasero de su querido «Triumph» descapotable.

Le siguieron durante sus horas de ocio y reclutaron una mecanógrafa de su oficina para que le vigilase como «extranjero sospechoso» él cumplía las últimas semanas de trabajo fijadas. Colocaron potenciales amigas en los bares en que solía hacer sus cacerías. Pero, pese a estas engorrosas e innecesarias precauciones, dictadas por la misma eficacia americana, no consiguieron nada. Ningún indicio de jactancia o indiscreción llegó a sus oídos. Landau nunca se lamentó, nunca alardeó de nada, nunca trató de sobresalir. De hecho, acabó convirtiéndose en una de las pocas historias perfectamente felices cortas y concluidas de la profesión.

Él fue el prólogo perfecto. Nunca volvió.

Jamás intentó ponerse en contacto con Barley Scott Blair, el gran espía británico. Vivió siempre bajo una sensación de respetuoso temor hacia él. Ni aun en la solemne inauguración de su tienda de vídeo, en que le habría gustado más que ninguna otra cosa en el mundo recrearse en la presencia de aquel héroe secreto británico de la vida real, nunca trató de forzar las reglas. Quizás era suficiente satisfacción para él saber que una noche en Moscú, cuando el viejo país le había llamado, él también se había comportado como el caballero inglés que a veces anhelaba ser. O quizás el polaco que había en él se sentía contento de haber burlado alosa ruso. O quizás era el recuerdo de Katya lo que le mantenía fiel. Katya la fuerte, la virtuosa, Katya la valiente y hermosa, que aun en su propio miedo se había cuidado de advertirle de los peligros que para él mismo entrañaba aquello: «Debe creer en lo que está haciendo.»

Y Landau había creído. Y Landau se sentía en extremo orgulloso de haber creído, como lo habría estado cualquiera de nosotros.

Incluso su tienda de vídeo prosperó. Fue una sensación, un poco fuerte para la sangre de algunas personas de vez en cuando, como la de aquel policía de Golders Green, con quien tuve que sostener una conversación amistosa. Pero puro bálsamo para otros.

Sobre todo, podíamos quererle, porque nos veía como nosotros deseábamos ser vistos, como los omniscientes, competentes y heroicos custodios de la riqueza interior de nuestra gran nación. Era una concepción de nosotros que Barley nunca pareció poder compartir…, como tampoco, debo decirlo, pudo compartirla Hannah, aunque ella sólo llegó a conocerlo todo desde fuera, como el lugar al que no podía seguirme, como el santuario del compromiso definitivo y, por ende, en su inflexible concepción, de desesperación.

– Decididamente, ellos no son el remedio, Palfrey -me había dicho hacía sólo unas semanas, cuando, por alguna razón, yo trataba de ensalzar al Servicio-. Y a mí me parece que, más probablemente, son la enfermedad.

Capítulo III

Los veteranos solemos decir que no hay operación de espionaje que no derive ocasionalmente en farsa. Cuanto mayor es la operación, más grandes son las carcajadas, y es sabido en el Servicio que la secreta caza del hombre, desencadenada durante una semana en persecución de Bartholomew, alias Barley Scott Blair, generó suficiente frenesí y frustración como para activar una docena de redes secretas. Ortodoxos y jóvenes novicios como Brock, de la Casa Rusia, aprendieron a odiar la vida de Barley antes incluso de encontrar al hombre que la llevaba.

Después de cinco días de perseguirle, creían saberlo todo acerca de Barley, excepto dónde estaba. Conocían su ascendencia de libre-pensamiento y su costosa educación, ambas desperdiciadas, y los pocos edificantes detalles de sus matrimonios, todos rotos. Conocían el café de Camden Town en que jugaba al ajedrez con cualquiera que entrase en él. Un verdadero caballero, aunque fuese la parte culpable, dijeron a Wicklow, que se presentaba como agente de divorcios. Con los pobres pero eficaces pretextos habituales, habían abordado a una hermana suya que vivía en Hove y que se hacía muy pocas ilusiones con respecto a él, a unos comerciantes de Hampstead con los que sostenía correspondencia, a una hija casada en Grantham, que le adoraba, y a un hijo en la City, que era tan reservado que podría haber hecho voto de silencio.

Habían hablado con miembros de una heterogénea banda de jazz para la que ocasionalmente había tocado el saxofón, con el asistente social del hospital en que estaba alistado como visitante y con el vicario de la iglesia de Kentish Town, donde, para asombro de todos, resultó que cantaba de tenor. «Una voz preciosa cuando viene», dijo indulgentemente el vicario. Pero cuando, de nuevo con la ayuda del viejo Palfrey, intentaron intervenir su teléfono para escuchar su preciosa voz, no había nada que intervenir porque no había pagado su factura.

Incluso encontraron un rastro de él en nuestros propios archivos. O, mejor dicho, lo encontraron por nosotros los americanos, lo cual no contribuyó a hacérnoslos más simpáticos. Pues resultó que, a principios de los años 60, cuando cualquier inglés que tuviera la mala suerte de poseer un nombre compuesto se hallaba en peligro de ser reclutado para el Servicio Secreto, el de Barley había sido transferido a Nueva York por encajar en algún tratado bilateral de seguridad parcialmente observado. Furioso, Brock volvió a consultar con el Registro Central, que, tras negar al principio todo conocimiento de Barley, extrajo al final su ficha de la lista que estaba todavía esperando ser introducida en el ordenador. Y la ficha llevó a una carpeta que contenía el impreso original de remisión y diversa correspondencia. Brock se precipitó en la habitación de Ned como si hubiera encontrado la clave de todo. ¡Edad, veintidós años! ¡Aficiones, teatro y música! ¡Deportes: nada! ¡Razones para tenerle en cuenta, un primo llamado Lionel en la caballería de la Guardia!

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