La banda tocaba una canción lenta y Julie lo invitó a bailar.
Al principio la sostuvo separada de él, pero vuelta a vuelta la fue acercando hasta que pudo sentirla respirar y oler su piel. Trató de entrar la barriga, cerró los ojos y trató de sentir, si confiaba tanto en él como para dejar que entrara en su cama de nuevo. Nunca le había gustado que se lo pidieran. "Pide sin pedir", le había dicho ella una vez, en una habitación de hotel diez pisos por encima de una guerra centroamericana. Había pedido sin pedir y ella había consentido sin dudar y el recuerdo seguía ardiendo sin atenuarse. Debió habérsele declarado en ese lugar. Todavía no se había involucrado con Ted en ese entonces; él y Marie tenían un divorcio tácito, hacía años que no dormían juntos. Recordaba haberse despertado al día siguiente con la primera luz de la mañana y haber salido al balcón con sus shorts. El aire impregnado de olor dulce a jazmín y a política podrida, la ciudad atosigada de tránsito se extendía abajo. Julie dormía abrazada a una almohada. Podía verla a través de las puertas corredizas, con el cabello sobre la cara y las piernas desnudas. Había estado a punto de despertarla y declararse allí mismo, y de nuevo más adelante en la tarde, pero un cierto temor vago lo había contenido.
Se produjo una pelea en la mesa del casamiento. Dos borrachos se empujaban, gritaban, derramaban vino. Czesich echó una mirada, pero le interesaba más sentir moverse a Julie, darse el lujo de sus fantasías de un amor maduro medicinal. Un tipo soviético grandote le golpeó el hombro y le pidió cortésmente si podía interrumpirlos. Czesich se sentía magnánimo.
– Como en Roma -le dijo a Julie. Volvió a su silla y miró desde allí, excitado.
Cuando Julie volvió a la mesa estaba ruborosa y feliz. Por un instante hubo una sensación casi doméstica en el aire entre ellos, como si fueran marido y mujer casados hacía tiempo gozando un renacimiento romántico.
– ¿Nos vamos? -pidió ella y, lleno de esperanza, Czesich la escoltó a través del salón de las arañas de la multitud persistente que esperaba a la puerta.
La ciudad les pareció extrañamente tranquila después del asalto de los decibeles de la banda, y pasearon del brazo a lo largo de la Vieja Arbat pasando delante de tiendas cerradas y músicos callejeros solitarios que remedaban a Vysotski. Desde su última visita, los estilos habían cambiado. Ahora veía muchachos sin camisa con chaquetas de cuero negro, y chicas de pelo anaranjado erizado, todo lo que había estado de moda en occidente una década atrás.
– Imagina lo que piensan Puchkov y los Coroneles de Hierro cuando ven esto.
– No va de acuerdo con sus fantasías -dijo Czesich.
– Cierto. La cuestión es ¿qué va de acuerdo?
– Una Alemania comunista unificada.
Por una vez, pareció mal hablar de política, pero los cabos sueltos de la reunión del viernes seguían batiendo en la brisa y no era posible no tomarlos en cuenta. De alguna manera, sin que él se hubiera dado cuenta, el tierno momento doméstico se había esfumado.
– Quieren atrasar el reloj veinte años -dijo él para evitar que el silencio seinstalara-. Quieren algo lindo y estable, nada de sorpresas, ni demostraciones en la Plaza Roja, ni desastres ambientales en las noticias nocturnas.
– Un buen número de soviéticos comunes quieren la misma cosa.
– Un veinticinco por ciento -dijo él.
– ¿Has hecho una encuesta?
– El veinticinco por ciento de cada persona quiere eso. De cada persona y de cada país. Una vida bella y segura, con un mínimo de problemas, cualquiera sea el costo.
– Yo diría el cincuenta por ciento. El setenta y cinco.
Ahora estaban en la parte más oscura de la Arbat y Julie frunció el entrecejo y se puso pensativa. Hacía veintitrés años. Czesich había optado él mismo por la vida bella y segura -por su amor local, Marie DeMarco y sus bondadosos provincialismos-. y se preguntaba si un cuarto de siglo de lamentarlo era penitencia suficiente, si alguna vez sería posible que Julie lo perdonara, que él se perdonara a sí mismo, si alguna vez serían capaces de intercambiar la vieja amistad por el caos del amor. Los dos estaban secretamente atemorizados, pensó él. Los dos se habían casado con personas estables y cariñosas, y habían sido desgraciados.
– Así es como lo echamos a perder en Lituania -dijo él. dándose un sermón en código-. Fuimos con lo seguro, aunque sabíamos que era un error, y acabamos aceptando tanques y asesinatos, y con Puchkov se erigió en un segundo Stalin.
– No aceptamos a Puchkov -dijo ella tímidamente.
– Tampoco lo enfrentamos. No enfrentamos a Somoza ni a Duvalier. Tenemos una historia de no enfrentar. Mira nuestro voto en la UN sobre el Tibet. Mira el discurso de Bush el otro día en Kiev. De nuevo apostamos a lo seguro. El diablo sabes
– No es tan simple -dijo Julie. Y luego, al cabo de un momento-. ¿Nos estás llevando hacia el programa de alimentos?
Czesich suponía que sí. Había que sacarlo de en medio
Llegaron al final de la senda peatonal e hicieron un raz entre un río de adolescentes que venían del otro lado. Julie le soltó el brazo. A lo lejos se oía cantar y una débil suena de policía.
– El Embajador Haydock no puede recibirte mañana, después de todo.
– Mierda.
Se quedaron callados si bien en lo que respectaba a Czesich no era necesario añadir nada más. El momento elegido por Julie y el tono de su voz le dijeron todo lo que no había querido oír. El Programa Piloto de Distribución de Alimentos había ido a parar al trastero hasta que se aclarara si Gorbachov o Puchkov o Yeltsin emergía como el hombre con quien se debía tratar. El embajador Haydock no tenía el tiempo o el coraje de decírselo a Czesich cara a cara, de modo que le había encargado a Julie que lo hiciera por él. que era lo correcto en el servicio exterior. Filson habría salido de Washington en la tarde del viernes para pescar durante seis días en Montana, razón por la cual no le habían dado la noticia el viernes También perfecto. Era una jugada magistral y casi no quería saber que papel había desempeñado Julie -Hablé a favor de según adelante-dijo ella-. Sé lo mucho que te importa
– No -dijo Czesich-. No puedes saberlo.
– Pruébame
Hizo un ademán de disgusto con la mano y quedo malhumorado unos minutos, luchando contra una oleada de conmiseración por sí mismo que hacía años no sentía. Cuando por fin habló, las palabras salieron de viejas sombras
– En nuestra casa en Boston Este, todo era una catástrofe. ¿Te lo dije alguna vez? Se derramaba un vaso de leche en la mesa, se rompía una ventanajugando a la pelota, se tapaba el fregadero o al abuelo Czesich le dolía el pecho. Siempre. Siempre había gritos, llanto, sollozos, manos retorcidas, mi madre aullaba en italiano, mi padre en ruso, el fin del maldito mundo.
"Por lo tanto yo no iba a ser así. Nada me iba a afectar. Era filosófico. ¿Marie era desgraciada en Washington? Muy bien, no había problema. Vuélvete a Boston. Marie, te iré a visitar, el matrimonio sobrevivirá, nada importante. ¿Tenemos un hijo? Estará bien. Le enviaré guantes de béisbol por correo. ¿Hay que organizar exhibiciones de la Primera Democracia en Malasia durante la guerra de Vietnam? Ningún problema. ¿Obsecuencia hacia los chinos? Trabajar en esa maldita oficina plástica gris en la calle Seis preparando proyecciones del presupuesto y llamando al depósito de Brooklyn para asegurarse de que están embalando la cantidad suficiente de palomitas de maíz para regalar en la Ciudad de Guatemala, y en la Ciudad de Guatemala a tres manzanas de nuestra Exposición sobre la Constitución Americana la policía les arranca los ojos a los estudiantes con destornilladores del gobierno de Estados Unidos!
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