John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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El ladrillo no fue arrojado desde el parque Washington, sino de detrás de los coches de la policía, al otro lado de una valla de madera contigua a una casa cuyo propietario, Ernie Shylock, veía caldearse los ánimos desde su porche. Shylock dijo que no sabía quién lo había lanzado. El ladrillo se empotró en el cristal trasero de un coche patrulla, puso al borde del pánico a los dos policías y provocó una ruidosa oleada de aprobación en la multitud. Durante unos segundos, los policías corrieron con las pistolas en la mano, listos para disparar a todo lo que se moviera, incluido el señor Shylock, el primer blanco posible. Shylock levantó las manos.

– ¡No disparen! -gritó-. No he sido yo.

Un policía corrió detrás de la casa como si estuviera persiguiendo al agresor, pero a los cuarenta metros, al quedarse sin aliento, desistió. Minutos más tarde llegaron refuerzos. Al ver más coches de la policía, la muchedumbre se exaltó.

La marcha, finalmente, empezó cuando los percusionistas se metieron por el Martin Luther King Boulevard, rumbo al norte, más o menos hacia el centro. Trey Glover los seguía en su todoterreno, con las ventanillas bajadas y música rap a todo volumen. Detrás iban los otros, una larga fila de manifestantes, muchos con carteles que exigían que se hiciera justicia, que se impidiera aquel asesinato y que se dejara en libertad a Donté. Varios niños en bicicleta se sumaron a la fiesta. La comitiva iba creciendo a medida que avanzaba lentamente, al parecer sin destino determinado.

Nadie se había molestado en pedir una autorización, tal como requerían las ordenanzas de Slone. El acto del día anterior delante del juzgado se había hecho legalmente. Aquella marcha no. Aun así, la policía mantuvo la serenidad. Que protestasen. Que gritasen. Aquella misma noche, si las cosas iban bien, se acabaría todo. Bloquear el recorrido del desfile, o intentar dispersar a la multitud, o incluso arrestar a unos cuantos sería visto como una provocación y no haría más que empeorar las cosas. En consecuencia, la policía se mantuvo al margen, siguiendo en algunos casos a los manifestantes, y en otros yendo delante de ellos y desviando el tráfico para abrir paso.

Un policía negro frenó su moto al lado del todoterreno.

– ¿Adónde vas, Trey? -vociferó.

– Volvemos al juzgado -respondió Trey, que al parecer era el cabecilla no oficial del acto.

– Si es de manera pacífica, no habrá problemas.

– Lo intentaré -dijo Trey, encogiéndose de hombros.

Tanto él como el policía eran conscientes de que en cualquier momento se podía complicar la situación.

El desfile torció por Phillips Street. Avanzaba despacio, como una multitud escasamente organizada de ciudadanos preocupados, orgullosos de su libertad de expresión y encantados con su protagonismo. Los percusionistas repetían una y otra vez los mismos ritmos, precisos e impactantes. El rap hacía vibrar el suelo con sus aturdidoras letras. Los estudiantes brincaban y se descoyuntaban a su aire, a la vez que entonaban diversos cantos de batalla. El ambiente era al mismo tiempo festivo y airado. Los chicos estaban orgullosos del vertiginoso aumento de sus efectivos, pero querían hacer algo más. Frente a ellos, la policía bloqueó la calle Mayor e hizo correr la voz entre los comerciantes del centro de que se acercaba una manifestación.

La llamada al 911 fue registrada a las 11.27. Se estaba quemando la Iglesia de Dios en Cristo de Mount Sinai, cerca del parque Washington. Según la persona que llamaba, detrás de la iglesia había una camioneta blanca con un logo y varios números de teléfono, y dos hombres blancos con uniformes como de fontaneros o de electricistas habían salido corriendo del edificio y se habían marchado en la camioneta. Al cabo de unos minutos ya había humo. La respuesta de primeros auxilios a la llamada había provocado un estallido de sirenas, mientras varios camiones de bomberos salían rugiendo de dos de los tres cuarteles de Slone.

Al llegar a la esquina de Phillips y la calle Mayor, la marcha se detuvo. Los percusionistas dejaron de tocar. El rap bajó de volumen. Vieron pasar los camiones de bomberos en dirección a sus barrios. El mismo policía negro de antes detuvo su moto al lado del todoterreno e informó a Trey de que ahora se estaba quemando una de sus iglesias.

– Vamos a dispersar ese pequeño desfile, Trey -dijo.

– Ni hablar.

– Pues habrá follón.

– Ya lo hay -repuso Trey.

– Tenéis que iros, antes de que todo esto se salga de madre.

– No, los que os tenéis que largar sois vosotros.

A quince kilómetros al oeste de Slone había una tienda, el Trading Post, donde vendían de todo un poco. Su dueño, Jesse Hicks, un hombre corpulento, locuaz y gritón, era primo segundo de Reeva. Hacía cincuenta años que su padre había abierto el Trading Post, y Jesse nunca había trabajado en ningún otro sitio. El Post -como lo llamaba la gente- era un criadero de rumores, al que se iba a comer, e incluso había acogido a algún político en barbacoas de campaña. El jueves estaba más animado que de costumbre. Pasaba mucha gente para ponerse al día de la ejecución. En la pared de detrás del mostrador, junto a los cigarrillos, Jesse tenía una foto de su sobrina favorita, Nicole Yarber, y hablaba sobre el caso con todos los que le escuchaban. Técnicamente era su prima en tercer grado, pero desde que era famosa, por decirlo de algún modo, él la llamaba sobrina. Jesse no veía la hora de que llegasen las seis de la tarde del jueves 8 de noviembre.

La tienda estaba en la parte delantera del edificio. Al fondo había un pequeño comedor, con una vieja estufa panzuda, y alrededor media docena de mecedoras, que cuando se acercaba la hora de comer estaban todas ocupadas. Jesse estaba en la caja, cobrando gasolina y vendiendo cerveza, mientras hablaba sin parar con su pequeña parroquia. Las pocas horas transcurridas desde los disturbios del instituto, el hecho de que los rescoldos de la Primera Iglesia Baptista aún echasen humo y, por supuesto, la inminencia de la ejecución alimentaban una conversación muy agitada, plagada de chismorreos. Entró un tal Shorty, y dio una noticia.

– Los africanos vuelven a manifestarse por el centro. Uno ha reventado el cristal de un coche de la policía con un ladrillo.

Sumada a todas las demás historias, aquella desencadenó poco menos que un alud informativo que urgía debatir, analizar y poner en perspectiva. Shorty gozó de unos minutos de protagonismo, pero no tardó en ser eclipsado por Jesse, que siempre dominaba las conversaciones. Se expusieron diversas opiniones sobre lo que debería hacer la policía, aunque nadie adujo que estuviera haciendo bien las cosas.

Jesse llevaba varios años jactándose de que presenciaría la ejecución de Donté Drumm, de que estaba impaciente por verla, y de que, si le dieran la oportunidad, él mismo habría pulsado el botón. Había dicho muchas veces que su querida Reeva insistía en su presencia, debido al cariño y la estrecha relación que lo unían a Nicole, su adorada sobrina. Todos los hombres, en sus mecedoras, lo habían visto emocionarse y secarse los ojos al hablar de la muchacha, pero finalmente un error burocrático de última hora le impediría ir a Huntsville. Había tantos periodistas, funcionarios de prisiones y otros peces gordos con ganas de ver la ejecución, que Jesse se había quedado sin plaza. Era lo más buscado del momento, y por alguna razón, pese a estar en la lista aprobada, él se quedaba fuera.

Entró un tal Rusty.

– ¡Se está quemando otra iglesia.-anunció-. Una de las negras, las de Pentecostés.

– ¿Dónde?

– En Slone, cerca del parque Washington.

Al principio, la idea de un incendio corno represalia les resultó inconcebible. Hasta Jesse se quedó de piedra. Sin embargo, cuanto más lo discutían y lo analizaban, más les gustaba la idea. ¿Por qué no? Ojo por ojo, y diente por diente. Si quieren guerra, la tendrán. Todos estuvieron de acuerdo en que Slone era un polvorín, y en que les espera una noche muy larga. Resultaba turbador, pero también estimulante. Todos los hombres sentados alrededor de la estufa llevaban como mínimo dos armas de fuego en sus camiones, y t e nían algunas más en casa.

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