John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– ¿Tú desde cuándo lo conoces, Keith?

– Desde el lunes.

– ¿Y le crees? Si es verdad que es violador en serie, y que ha delinquido toda la vida, preferirá mentir a decir la verdad. ¿Cómo sabes que tiene un tumor cerebral?

– Lo he comprobado. Es verdad. -Keith miró a Boyette, que seguía con la mirada perdida en la ventanilla-. Yo creo que todo es verdad.

– ¿Qué quiere?

– De momento, nada.

– ¿Dónde estáis ahora?

– En la interestatal 35, no muy lejos de la frontera con Texas. ¿Cómo funciona eso, Robbie? ¿Hay alguna posibilidad de impedir la ejecución?

– Sí, hay una posibilidad -dijo Robbie, mirando a los ojos a Samantha Thomas, que se encogió de hombros, asintió y pronunció un débil «quizá».

Robbie se frotó las manos.

– Está bien, Keith -dijo-, te cuento lo que tenemos que hacer: reunirnos con Boyette y hacerle muchas preguntas. Si sale bien, prepararemos una declaración jurada para que la firme y la presentaremos junto con una petición. Tenemos tiempo, pero no demasiado.

Carlos dio a Samantha una foto de Boyette, recién impresa de una web de la Dirección General de Prisiones de Kansas. Ella señaló la cara.

– Que se ponga -susurró.

Robbie asintió con la cabeza.

– Keith -dijo-, me gustaría hablar con Boyette. ¿Me lo podrías pasar?

Keith bajó el móvil.

– Travis -dijo-, es el abogado. Quiere hablar con usted.

– Yo no -contestó Boyette.

– ¿Por qué? Estamos yendo a Texas para hablar con él. Pues aquí lo tenemos.

– No. Ya hablaremos al llegar.

La voz de Boyette se oía claramente por el altavoz. A Robbie y los demás les alivió saber que Keith iba efectivamente acompañado. Quizá no fuera un loco que les tomaba el pelo en el último momento.

Robbie insistió.

– Si pudiéramos hablar con él ahora, empezaríamos a trabajar en su declaración; así ahorraríamos tiempo, que no es algo que nos sobre.

Keith se lo comunicó a Boyette, cuya reacción fue sorprendente: lanzó el tronco bruscamente hacia delante, a la vez que se cogía la cabeza con las manos. Intentó sofocar un grito, pero se le escapó un «¡Aaahhh!» muy fuerte, seguido por arcadas guturales, como si estuviera muriéndose entre horrendos dolores.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Robbie.

Keith conducía, hablaba al mismo tiempo por teléfono, y ahora de repente le distraía otro ataque de Boyette.

– Ya te llamaré -dijo.

Dejó el teléfono.

– Voy a vomitar -anunció Boyette, buscando la manilla de la puerta.

Keith pisó el freno y llevó el Subaru hasta el arcén. Detrás, un tráiler lo esquivó e hizo sonar el claxon. Finalmente se pararon. Boyette tiró del cinturón. Al soltarse, se inclinó por el resquicio de la puerta y empezó a vomitar. Keith salió y se acercó al parachoques trasero, decidido a no mirar. Boyette estuvo un buen rato vomitando. Al final, Keith le tendió una botella de agua.

– Tengo que acostarme -dijo Boyette. Subió a la parte trasera-. No mueva el coche -ordenó-, que aún estoy mareado.

Keith se apartó un par de metros y llamó a su mujer.

Después de otro ruidoso acceso de arcadas y vómitos, pareció que Boyette se serenaba. Volvió al asiento trasero, dejando abierta la puerta de la derecha y los pies fuera.

– Tenemos que seguir, Travis. Slone no vendrá a nosotros.

– Un momento, ¿de acuerdo? Aún no estoy preparado para seguir.

Boyette se frotaba las sienes. Su reluciente cráneo parecía a punto de partirse. Keith lo observó un minuto, pero como le violentaba presenciar tanto dolor, rodeó el vómito y se apoyó en el capó del coche.

Sonó su teléfono. Era Robbie.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

Seguía en la mesa de reuniones, pero sentado. Casi no se había ido nadie. Carlos ya estaba preparando una declaración. Bonnie, que había encontrado la ficha del arresto de Boyette en Slone, trataba de averiguar qué abogado lo había representado. Hacia las siete y media llegó Kristi Hinze, que no tardó en darse cuenta de que echaba en falta una cierta emoción. Martha Handler tecleaba como una posesa: otro episodio en su cambiante artículo sobre la ejecución. Aaron Rey y Fred Pryor merodeaban por la estación de trenes, tomando una taza de café tras otra mientras miraban nerviosos todas las puertas y ventanas. Por suerte ya había salido el sol, y en el fondo no esperaban nada grave, al menos en el bufete.

– Es que tiene ataques -dijo Keith, justo cuando pasaba un tráiler que le alborotó el pelo-. Supongo que es el tumor, pero dan bastante miedo. Lleva veinte minutos vomitando.

– ¿El coche avanza, Keith?

– No. Saldremos dentro de un minuto.

– Los minutos van pasando, Keith. Lo entiendes, ¿verdad? A Donté lo ejecutarán a las seis de la tarde.

– Sí, eso ya lo sé. Acuérdate de que ayer intenté hablar contigo y me mandaste a freír espárragos.

Robbie respiró hondo, viendo cómo lo miraban todos los de la mesa.

– ¿Ahora te oye?

– No; está tumbado en el asiento de atrás, frotándose la cabeza y con miedo a moverse. Yo estoy sentado en el capó, esquivando tráilers.

– Explícanos por qué le crees.

– Pues… A ver por dónde empiezo. Sabe mucho del crimen. Estaba en Slone cuando pasó. Obviamente, es capaz de tanta violencia. Se está muriendo. La única prueba contra Donté Drumm es la confesión. Y Boyette lleva colgado del cuello el anillo de graduación de Nicole. A más no llego, Robbie; y reconozco que hay alguna posibilidad de que todo sea una gran mentira.

– Pero lo estás ayudando a saltarse la condicional. Estás cometiendo un delito.

– No me lo recuerdes, ¿entendido? Acabo de hablar con mi mujer, y resulta que también lo ha comentado.

– ¿Cuánto tardarás en llegar?

– No lo sé; puede que tres horas. Hemos parado dos veces a tomar café porque llevo tres noches sin dormir. Me han multado por exceso de velocidad, y la multa me la ha puesto el policía más lento de Oklahoma. Ahora Boyette está vomitando, y prefiero que lo haga en la cuneta, no dentro de mi coche. No sé, Robbie. Hacemos lo que podemos.

– Date prisa.

Capítulo19

Ahora que había salido el sol, y que la ciudad se despertaba ansiosa, la policía de Slone estaba en alerta máxima, con las pistoleras preparadas, las radios encendidas y un desfile de coches patrulla por las calles, mientras todos los agentes buscaban indicios de los siguientes problemas. Se esperaba que los hubiera en el instituto. El jefe, por si acaso, envió a media docena de hombres el jueves a primera hora. Cuando llegaron los alumnos para entrar en clase, vieron coches de la policía aparcados cerca de la entrada principal, una señal de mal agüero.

Todo Slone sabía que los jugadores negros habían boicoteado el entrenamiento del miércoles, y se habían comprometido a no jugar el viernes. No cabía mayor insulto para una población muy apegada a su equipo de fútbol americano. Los hinchas se sentían traicionados, cuando solo una semana antes eran el colmo del fervor y de la lealtad. Reinaba una gran exaltación, y en todo Slone las emociones estaban en carne viva. Del lado blanco de la ciudad, la amargura tenía como causa el fútbol, y ahora el incendio de una iglesia; del lado negro, todo era por la ejecución.

Como ocurre con la mayoría de los conflictos súbitos y violentos, nunca se sabría cómo empezaron exactamente los disturbios. En el aluvión de explicaciones posteriores quedaron claras dos cosas: que los alumnos negros echaban la culpa a los alumnos blancos, y que los blancos se la echaban a los negros. Cronológicamente, estaba algo más claro. A los pocos segundos de que sonara el primer timbre, el de las ocho y cuarto, pasaron varias cosas a la vez. Explotaron bombas de humo en los lavabos de chicos de la planta baja y del primer piso. Se lanzaron petardos, de los redondos, en el pasillo principal, y explotaron como obuses bajo las taquillas metálicas. Cerca de la escalera central explotó una traca que hizo cundir el pánico en todo el instituto. La mayoría de los alumnos negros salieron de clase y se reunieron en los pasillos. En un aula de tercero se armó una pelea porque dos exaltados, uno negro y otro blanco, se insultaron y empezaron a darse puñetazos. No tardaron en formarse dos bandos. El profesor salió corriendo del aula, pidiendo ayuda a gritos. Una pelea desencadenó otras varias, y en poco tiempo los alumnos salían corriendo del colegio para ponerse a salvo. Algunos gritaban «¡Fuego, fuego!», a pesar de que no se veían llamas. La policía pidió refuerzos y camiones de bomberos. Por toda la planta baja y el primer piso explotaban petardos. El humo se hizo cada vez más denso a medida que cundía el pánico. Cerca de la entrada del gimnasio, una pandilla de blancos sorprendió a unos chicos negros saqueando las vitrinas de trofeos, y estalló otra pelea que se propagó por el aparcamiento contiguo al gimnasio. El director se quedó en su despacho, gritando por megafonía sin parar, pero nadie hacía caso de sus advertencias, que solo sirvieron para agravar la confusión. A las ocho y media anunció que se suspendían las clases durante todo aquel día y el siguiente. Al final la policía, que había pedido refuerzos, puso orden y evacuó el instituto. No había fuego, solo humo, y un olor punzante de explosivos baratos. Todo quedó en cristales rotos, váteres embozados, taquillas volcadas, mochilas robadas y el destrozo de una máquina expendedora de refrescos. Tres alumnos -dos blancos y uno negro- tuvieron que ser llevados al hospital, donde los atendieron por cortes. Hubo muchas heridas y morados de los que no se informó. Como suele ocurrir en estas refriegas, fue imposible determinar quién era el causante de los problemas y quién trataba de escapar, por lo cual de momento no hubo detenciones.

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