Cuentas los días, hasta que ya no queda ninguno. En tu última mañana te preguntas si estás realmente preparado. Buscas coraje, pero el valor se diluye.
En realidad, cuando de verdad llega el final, nadie quiere morirse.
También era un gran día para Reeva, y para mostrar al mundo que sufría volvió a invitar a su casa, a la hora del desayuno, a los de Fordyce – ¡A por todas! Vestida con su más elegante traje pantalón, preparó huevos con beicon y se sentó a la mesa con Wallis y los dos hijos del matrimonio, Chad y Marie, ambos en la fase final de la adolescencia. A ninguno de los cuatro les hacía falta un desayuno abundante. Deberían haberse abstenido de comer, pero las cámaras estaban en marcha, y así, mientras comía, la familia charló sobre el incendio que había destruido su querida iglesia, y de cuyos rescoldos aún salía humo. Estaban atónitos y enfurecidos. Tenían la certeza de que había sido un incendio provocado. Aun así, lograron contenerse y no formular acusaciones contra nadie; eso para las cámaras, porque fuera de ellas estaban seguros de que el incendio lo habían provocado unos golfos negros. Reeva era miembro de la iglesia desde hacía más de cuarenta años. Allí se había casado con sus dos maridos, y allí habían sido bautizados Chad, Marie y Nicole. Wallis era diácono. Aquello era una tragedia. Poco a poco pasaron a temas más importantes. Todos estuvieron de acuerdo en que era un día triste, una ocasión triste; triste, pero muy necesaria. Llevaban casi nueve años esperando aquel día, para que a su familia le llegara finalmente la justicia, a su familia y a todo Slone, sí.
Sean Fordyce aún andaba liado con una ejecución complicada en Florida, pero había dejado claros sus planes: por la tarde llegaría en avión privado al aeropuerto de Hunstville, para hacerle a Reeva una entrevista rápida antes de que ella asistiese a la ejecución; y estaría presente, cómo no, cuando todo hubiera acabado.
En ausencia del presentador, el desayuno se alargaba. Fuera de cámara, un ayudante de producción incitaba a la familia con perlas como esta: «¿Creen que la inyección letal es demasiado humana?». Reeva respondió que sí, con toda seguridad.
Wallis se limitó a gruñir. Chad siguió masticando su beicon. Marie, tan parlanchina como su madre, dijo entre bocados que Drumm debería sufrir un dolor físico intenso mientras agonizaba, igual que Nicole.
– ¿Les parece que habría que hacer públicas las ejecuciones?
Reacciones diversas en la mesa.
– El condenado tiene derecho a una declaración final. Si ustedes pudieran hablar con él, ¿qué le dirían?
Reeva se echó a llorar mientras masticaba, y se tapó los ojos.
– ¿Por qué? Pero ¿por qué? -gimió-. ¿Por qué mataste a mi nenita?
– Esto a Sean le encantará -susurró el ayudante de producción al cámara.
Los dos disimulaban la sonrisa.
Reeva recuperó la compostura, y, mal que bien, la familia siguió desayunando.
– ¡Wallis! -espetó Reeva en un momento dado a su marido, que apenas hablaba-. ¿En qué piensas?
Wallis se encogió de hombros, como si no pensara en nada.
Justo al final del desayuno se presentó por casualidad el hermano Ronnie. Se había pasado toda la noche viendo arder su iglesia, y necesitaba dormir, pero la familia de Reeva también lo necesitaba a él. Le preguntaron por el incendio. Se le veía claramente angustiado. Fueron al fondo de la casa, a la habitación de Reeva, donde se sentaron muy juntos en torno a una mesita de centro. Mientras se cogían todos de la mano, el hermano Ronnie dirigió la oración. Haciendo un esfuerzo de dramatismo, con la cámara a poco más de medio metro de su cabeza, imploró fortaleza y valor para que la familia soportase lo que le esperaba en aquel día tan difícil. Dio gracias a Dios por la justicia. Rezó por su iglesia, y por sus miembros.
No mencionó a Donté Drumm ni a su familia.
Tras unas diez incursiones en el buzón de voz, por fin respondió una persona de carne y hueso.
– Bufete de abogados Flak -dijo rápidamente.
– Con Robbie Flak, por favor -respondió Keith, animándose.
Boyette se volvió a mirarlo.
– El señor Flak está reunido.
– Claro, claro. Mire, es que es muy importante. Me llamo Keith Schroeder. Soy pastor luterano en Topeka, Kansas. Ayer hablé con el señor Flak. Ahora mismo voy para Slone, y tengo en mi coche a un hombre que se llama Travis Boyette. El señor Boyette violó y mató a Nicole Yarber, y sabe dónde está enterrado el cadáver. Lo llevo a Slone para que pueda explicar su versión. Es imprescindible que hable con Robbie Flak. Ahora mismo.
– Ah, de acuerdo. ¿Puedo dejarlo en espera?
– Yo no se lo puedo impedir.
– Un momentito.
– Dese prisa, por favor.
Lo puso en espera, salió de detrás del mostrador, junto a la puerta principal, y corrió por la estación de trenes, reuniendo al personal. Robbie estaba en su despacho, con Fred Pryor.
– Robbie, tienes que oír esto -dijo ella.
Su expresión y su voz eran inequívocas: había que oírlo. Todos fueron a la sala de reuniones y se apiñaron en torno a un teléfono con altavoz. Robbie pulsó un botón.
– Soy Robbie Flak -dijo.
– Señor Flak, soy Keith Schroeder. Hablamos ayer por la tarde.
– Sí. El reverendo Schroeder, ¿verdad?
– Sí, pero ahora Keith a secas.
– Le he puesto por el altavoz. ¿Le importa? Está conmigo todo mi bufete, y algunas personas más. Unas diez en total. ¿Le importa?
– No, tranquilo.
– Y está encendida la grabadora. ¿Le importa?
– No, no. ¿Algo más? Mire, es que llevamos toda la noche de viaje. Deberíamos llegar a Slone hacia mediodía. Traigo a Travis Boyette, que está dispuesto a contar su historia.
– Háblenos de Travis -dijo Robbie.
En torno a la mesa no se movía nadie. Todos contenían la respiración.
– Tiene cuarenta y cuatro años. Nació en Joplin, Missouri, se ha pasado la vida delinquiendo y está fichado por delitos sexuales como mínimo en cuatro estados. -Keith echó un vistazo a Boyette, que miraba por la ventanilla como si estuviese en otra parte-. El último sitio donde ha estado es una cárcel de Lansing, Kansas. Ahora se halla en libertad condicional. En la época de la desaparición de Nicole Yarber vivía en Slone, en el Rebel Motor Inn. Seguro que lo conocen. En enero de 1999 lo detuvieron en Slone por conducir borracho. Hay copia de su arresto.
Carlos y Bonnie tecleaban como locos en sus portátiles, rastreando internet a toda prisa para encontrar información sobre Keith Schroeder, Travis Boyette y el arresto en Slone.
Keith siguió hablando.
– De hecho, estuvo encarcelado en Slone mientras tenían detenido a Donté Drumm. Boyette pagó la fianza, salió y se escapó de la ciudad. De ahí pasó a Kansas, donde lo pillaron tras haber intentado violar a otra mujer. Ahora está acabando la condena.
En la mesa hubo miradas tensas. Todos respiraron.
– ¿Y ahora por qué ha decidido hablar? -preguntó Robbie, acercándose más al altavoz.
– Se está muriendo -respondió Keith sin rodeos. A esas alturas ya no tenía ningún sentido suavizar las cosas-. Dice que tiene un tumor cerebral, un glioblastoma de grado cuatro que no se puede operar. Según él, los médicos le han dicho que le queda menos de un año de vida. Asegura que quiere cumplir con su deber. Cuando estaba en la cárcel perdió de vista el caso Drumm. Dice que suponía que las autoridades de Texas acabarían dándose cuenta de que se habían equivocado de persona.
– ¿Está en el coche, con usted?
– Sí.
– ¿Puede oír nuestra conversación?
Keith conducía con la mano izquierda, y tenía el móvil en la derecha.
– No -dijo.
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