John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Dos desconocidos entraron en el Trading Post. Uno era un clérigo con alzacuellos y americana a azul marino, y el otro un lisiado de cabeza lisa que cojeabas con bastón. El pastor se acercó a una vitrina y sacó dos botellines de agua. El otro fue al baño.

Keith puso los dos botellines sobre el mostrador.

– Buenos días -le dijo a Jesse.

Detrás de él, todos los expertos de las mecedoras hablaban al mismo tiempo, sin que entendiera nada.

– ¿Es de por aquí? -preguntó Jesse mientras le cobraba el agua.

– No, estoy de paso -dijo Keith.

Tenía una dicción clara y precisa, sin ningún acento. Yanqui.

– ¿Es predicador?

– Sí. Soy pastor luterano -confirmó Keith, justo cuando un olor de aros de cebolla recién sacados de la grasa caliente asaltaba su nariz.

Le dio una punzada de hambre, que hizo flaquear sus rodillas. Estaba famélico y exhausto, pero no tenía tiempo de comer. Boyette se estaba acercando. Keith le tendió una botella.

– Gracias -dijo a Jesse, girándose hacia la puerta.

Boyette saludó con la cabeza.

– Que paséis buen día, chicos -les deseó Jesse.

Y así fue como habló con el asesino de su sobrina.

En el aparcamiento, un Audi frenó en seco al lado del Subaru, y bajaron dos hombres: Aaron Rey y Fred Pryor. Las presentaciones fueron rápidas. Aaron y Fred miraron atentamente a Boyette para hacerse una idea, preguntándose si era un mentiroso o no. Robbie querría saberlo en cuanto subieran otra vez al coche y lo llamaran.

– De aquí al despacho hay un cuarto de hora, más o menos -dijo Aaron-. Tendremos que dar un rodeo para no cruzar el centro, porque hay jaleo. No se separe de nosotros, ¿eh?

– Vamos -dijo Keith, con muchas ganas de poner punto final a aquel interminable viaje.

Salieron los dos coches, el Subaru pegado al Audi. Boyette parecía tranquilo, por no decir indiferente. Tenía el bastón entre las piernas, y dio golpes en el puño con los dedos, como llevaba haciendo durante las últimas diez horas.

– Creía que nunca volvería a ver este sitio -comentó al pasar junto al indicador del límite municipal de Slone.

– ¿Lo reconoce?

El tic y la pausa.

– La verdad es que no. He visto muchos de estos sitios, pastor. Villorrios los hay por todas partes. Llega un momento en el que se confunden.

– ¿Slone tiene algo especial?

– Nicole. La maté.

– ¿Y es la única a la que ha matado?

– Yo no he dicho eso, pastor.

– ¿O sea que hay otras?

– Tampoco lo he dicho. Vamos a cambiar de tema.

– ¿De qué le apetece hablar, Travis?

– ¿Cómo conoció a su mujer?

– Ya le he dicho que no la meta en esto, Travis. Le preocupa demasiado mi mujer.

– Es que es tan mona…

En la mesa de reuniones, Robbie pulsó el botón del interfono.

– Dime, Fred.

– Los hemos conocido. Ahora van detrás de nosotros, y tienen pinta de ser un sacerdote de verdad y un tipo raro donde los haya.

– Descríbeme a Boyette.

– Blanco. Muy guapo no es que sea. Alrededor de metro ochenta, unos setenta kilos, rapado al cero, con un tatuaje muy feo en el lado izquierdo del cuello y otros en los brazos. Parece un bicho raro que se ha pasado toda la vida entre rejas. Ojos verdes, huidizos, que apenas parpadean. Después de estrecharle la mano, me han dado ganas de lavarme la mía. Un apretón fofo, como de trapo de cocina.

Robbie respiró hondo.

– O sea que ya están aquí -dijo.

– Pues sí. Llegaremos dentro de unos minutos.

– Daos prisa. -Se volvió hacia el teléfono con altavoz y miró a su equipo, que lo observaba en torno a la mesa-. A Boyette podría intimidarle un poco entrar aquí y ver que le están mirando fijamente diez personas -observó-. Haremos como si fuera un día de trabajo normal. Yo me lo llevaré a mi despacho y le haré las primeras preguntas.

El expediente de Boyette se iba engrosando. Habían encontrado constancia de sus condenas en cuatro estados, y algunos detalles sobre sus etapas en la cárcel. También habían encontrado al abogado de Slone que se había ocupado de su defensa después de su arresto en la ciudad; se acordaba vagamente de él, y les había enviado su ficha. Por lo demás, tenían una declaración jurada de la dueña del Rebel Motor Inn; se llamaba Inez Gaffney, y no se acordaba de Boyette, pero sí encontró su nombre en un libro de registro viejo, de 1998. Por último, tenían el expediente de construcción de la nave de Monsanto en la que Boyette decía haber trabajado a finales de otoño del mismo año.

Carlos despejó la mesa de reuniones. Esperaron.

Al aparcar en la estación de trenes, y abrir la puerta, Keith oyó sirenas a lo lejos, olió a humo e intuyó problemas.

– Esta noche se ha quemado la Primera Iglesia Baptista -dijo Aaron al subir por la escalera del antiguo andén-. Ahora hay un incendio en una iglesia negra de por allá.

Señaló con la cabeza hacia la izquierda, como si Keith pudiera orientarse.

– ¿Están quemando iglesias?

– Sí.

Boyette se apoyó en el bastón para subir los escalones con dificultad. Accedieron al vestíbulo. Fingiéndose ocupada con un procesador de textos, Fanta apenas levantó la vista.

– ¿Dónde está Robbie? -preguntó Fred Pryor.

Ella señaló con la cabeza hacia el fondo.

Robbie los recibió en la sala de reuniones. Las presentaciones fueron algo violentas. Boyette era reacio a hablar o a dar la mano.

– Yo de usted me acuerdo -le dijo bruscamente a Robbie-. Lo vi en la tele después de que arrestaron al chico. Estaba tan disgustado que casi le gritaba a la cámara.

– Sí, era yo. ¿Usted dónde estaba?

– Aquí, señor Flak, viéndolo todo sin poder creer que se hubieran equivocado de persona.

– Exacto, se equivocaron.

Para alguien tan nervioso e irascible como Robbie Flak era difícil mantener la calma. Tuvo ganas de dar una bofetada a Boyette, de cogerle el bastón, pegarle hasta que se desmayase e insultarle por una larga lista de delitos. Tuvo ganas de matarlo con sus propias manos. En vez de eso, fingió serenidad y desapego. No ayudarían a Donté con malas palabras.

Salieron de la sala de reuniones para ir al despacho de Robbie. Aaron y Fred Pryor se quedaron fuera, preparados para lo que pudiera pasar. Robbie acompañó a Keith y a Boyette hacia una mesita del rincón. Se sentaron los tres.

– ¿Quieren café, o algo de beber? -preguntó Robbie, casi con amabilidad.

Miró fijamente a Boyette, que no pestañeó ni se inmutó al sostener su mirada.

Keith carraspeó.

– Mira, Robbie -dijo-, no me gusta nada pedir favores, pero es que llevamos mucho tiempo sin comer y nos estamos muriendo de hambre.

Robbie cogió el teléfono, llamó a Carlos y pidió una bandeja de sándwiches y agua.

– No tiene sentido andarse por las ramas, señor Boyette. Oigamos lo que tiene que decir.

El tic, la pausa. Boyette cambió de postura, inquieto. De repente no podía mirar a los ojos.

– Bueno, lo primero que quiero saber es si hay alguna recompensa en dinero sobre la mesa.

Keith bajó la cabeza.

– Ay, Dios mío -dijo.

– No lo dirá en serio, ¿verdad? -preguntó Robbie.

– Yo diría que ahora todo va en serio, señor Flak -contestó Boyette-. ¿No le parece?

– Es la primera vez que se habla de una recompensa -dijo Keith, completamente exasperado.

– Yo tengo mis necesidades -replicó Boyette-. No dispongo de un chavo ni de perspectivas de ganarlo. Lo pregunto por pura curiosidad.

– ¿Pura curiosidad? -repitió Robbie-. Faltan menos de seis horas para la ejecución, y tenemos poquísimas posibilidades de impedirla. Texas está a punto de ejecutar a un inocente, y yo aquí sentado, con el verdadero asesino, que de repente quiere que le paguen por lo que hizo.

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