John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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Desde la ventana de una pequeña biblioteca de la segunda planta, el juez Elias Henry miraba y escuchaba. Mientras el reverendo rezase, la multitud estaría controlada; era la agitación lo que le daba miedo.

En el transcurso de las décadas, Slone había conocido pocos episodios de disturbios raciales, algo cuyo mérito se atribuía el juez principalmente a sí mismo, aunque no se lo dijera a nadie más. Cincuenta años antes, cuando era un abogado joven con dificultades para pagar las facturas, había entrado a trabajar como reportero y editorialista a tiempo parcial en el Slone Daily News , que entonces era un semanario próspero, leído por todos. Ahora era un diario con problemas para subsistir y escasos lectores. A principios de los años sesenta era uno de los pocos diarios del este de Texas que reconocía que una parte considerable de la población era negra. De vez en cuando, Elias Henry escribía artículos sobre equipos deportivos negros e historia negra y, aunque no fueran bien recibidos, tampoco eran objeto de una condena abierta. En cambio, sus editoriales sí lograban irritar a los blancos. Explicaba en términos legos el verdadero sentido del pleito entre Oliver Brown y el Departamento de Educación, [6]y criticaba las escuelas segregadas de Slone y el condado de Chester. Gracias a la influencia cada vez mayor de Elias, y a los problemas de salud del propietario del periódico, este tuvo la audacia de posicionarse a favor del derecho de voto de los negros y de la equidad en sueldos y vivienda. Los argumentos de Henry eran convincentes; su razonamiento, sólido, y la mayoría de quienes leían sus opiniones se daban cuenta de que era mucho más inteligente que ellos. En 1966, Elias compró el periódico, del que fue dueño durante diez años. También adquirió una gran habilidad como abogado y como político, y se erigió en líder de su comunidad. Muchos blancos discrepaban de Elias, pero eran pocos quienes lo cuestionaban de manera pública. Cuando por fin terminó la segregación escolar, por imposición del estado central, la resistencia blanca en Slone ya se había suavizado por varios años de habilidosa manipulación por parte de Elias Henry.

Tras ser elegido juez, vendió el periódico y ocupó un lugar más elevado, desde el que con discreción no exenta de firmeza controlaba un sistema judicial que tenía fama de duro con los violentos, de estricto con quienes precisaban orientación y de compasivo con quienes necesitaban otra oportunidad. Su derrota ante Vivían Grale le produjo una crisis nerviosa.

Durante su judicatura no se habría producido la condena de Donté Drumm. Elias se habría enterado de la detención poco después de que ocurriese, habría analizado la confesión y las circunstancias que la rodeaban, y habría requerido a Paul Koffee para que los dos solos, a puerta cerrada, celebrasen una reunión extraoficial en la que el fiscal del distrito habría sido informado de que su tesis era una porquería. La confesión era claramente anticonstitucional. No llegaría hasta el tribunal. Sigue buscando, Koffee, porque aún no has encontrado al asesino.

El juez Henry miró la multitud que se arremolinaba ante el juzgado. Ni un solo rostro blanco, salvo los de los reporteros. Era una muchedumbre negra airada. Los blancos se escondían, y no simpatizaban con la causa. Era algo que Henry no había pensado ver jamás: su ciudad dividida.

– Que Dios nos coja confesados -masculló para sus adentros.

El siguiente orador fue Palomar Reed, alumno de último año en el instituto y vicepresidente del cuerpo estudiantil. Empezó con la obligada condena de la pena de muerte de Donté y luego se embarcó en una diatriba ampulosa y técnica contra la pena capital en sí, con gran énfasis en su versión texana. La multitud estuvo atenta, aunque el orador carecía del dramatismo de sus predecesores, más experimentados. Sin embargo, pronto dio pruebas de una capacidad increíble para lo teatral. Mientras miraba una hoja de papel, empezó a recitar los nombres de los jugadores negros del equipo de fútbol americano del instituto de Slone. Todos acudieron corriendo al estrado, uno por uno, y se colocaron en fila sobre el escalón más alto. Llevaban la camiseta oficial de los Slone Warriors, de color azul real. Una vez que los veintiocho estuvieron hombro con hombro, Palomar hizo un anuncio impactante:

– Estos jugadores se presentan aquí en unión con su hermano Donté Drumm. Un Slone Warrior. Un guerrero africano. Si la gente de esta ciudad, de este condado, de este estado se sale con la suya en sus esfuerzos ilegales y anticonstitucionales por matar a Donté Drumm mañana por la noche, estos guerreros no jugarán en el partido del viernes contra Longview.

La multitud estalló en una ovación masiva que hizo temblar las ventanas del juzgado. Palomar miró a los jugadores, que justo entonces, como si fuera una señal, se cogieron los faldones y se quitaron las camisetas de un tirón, para arrojarlas al suelo. Debajo llevaban camisetas idénticas de color blanco, con la inconfundible imagen del rostro de Donté sobre una palabra en mayúsculas: INOCENTE. Los jugadores hinchieron el pecho, puño en alto. La multitud los inundó en su adoración.

– ¡Mañana boicotearemos las clases! -vociferó Palomar por el micrófono-. ¡Y el viernes también! ¡Y ese día por la noche no habrá partido!

La concentración era emitida en directo por la televisión local, y la mayoría de los blancos de Slone estaban pegados al televisor. En bancos, colegios, casas y oficinas se oía murmurar lo mismo:

– Eso no pueden hacerlo, ¿verdad que no?

– Pues claro que pueden. ¿Cómo se lo impides?

– Han ido demasiado lejos.

– No, somos nosotros los que hemos ido demasiado lejos.

– ¿O sea que tú crees que es inocente?

– No estoy seguro. No lo está nadie. Ese es el problema: hay demasiadas dudas.

– Confesó.

– No han encontrado el cadáver.

– ¿Por qué no pueden retrasarlo unos días? No sé, una suspensión o algo así…

– ¿Para qué?

– Que esperen a que se haya acabado la temporada de fútbol americano.

– Yo preferiría que no hubiera disturbios.

– Si los hay, intervendrá la justicia.

– No estés tan seguro.

– Esto va a explotar.

– Que los echen del equipo.

– ¿Suspender el partido? Pero ¿qué se han creído?

– Tenemos a cuarenta chicos blancos que podrían jugar.

– ¡Hombre, pues claro!

– Tendría que expulsarlos el entrenador.

– Y al que haga novillos, que lo arresten.

– Genial. Eso es echar gasolina al fuego.

En el instituto, el entrenador del equipo miraba la manifestación en el despacho del director. El entrenador era blanco, y el director, negro. Estaban en silencio, pendientes del televisor.

En la comisaría, a tres manzanas del juzgado por la calle Mayor, el comisario Joe Radford miraba la tele en compañía del comisario adjunto. El cuerpo tenía a cuatro docenas de agentes de uniforme en plantilla, treinta de los cuales vigilaban nerviosos la concentración desde los márgenes.

– ¿Habrá ejecución? -preguntó el comisario adjunto.

– Que yo sepa, sí -contestó Radford-. He hablado hace una hora con Paul Koffee y él lo ve claro.

– Puede que necesitemos ayuda.

– Qué va. Tirarán un par de piedras, pero ya se les pasará.

Paul Koffee miraba el espectáculo a solas, desde su escritorio, con un bocadillo y unas patatas chips. Su despacho estaba detrás del juzgado, a dos manzanas. Se oían los bramidos de la multitud. Él consideraba aquellas manifestaciones como un mal necesario en un país que daba un gran valor a la Declaración de Derechos. La gente tenía derecho a reunirse -con autorización, por supuesto- y a expresar sus sentimientos. Las leyes que velaban por aquel derecho eran las mismas que regían el curso ordenado de la justicia. El trabajo de Koffee era encausar a delincuentes y encerrar a los culpables; y cuando un delito era lo suficientemente grave, las leyes de su estado le pedían obtener venganza y solicitar la pena de muerte. Era lo que había hecho en el caso Drumm. Sus decisiones, su táctica en el juicio o la culpabilidad de Drumm no le merecían el menor arrepentimiento, duda o desazón. Su labor había sido ratificada en más de una ocasión por jueces bregados en apelaciones, por decenas de eminentes juristas que, tras examinar palabra por palabra el juicio a Drumm, habían confirmado la condena. Koffee no tenía el menor remordimiento de conciencia. Claro que se arrepentía de su relación con la jueza Vivian Grale, y del sufrimiento y la vergüenza que eso había originado, pero jamás había puesto en duda el acierto de los veredictos de la magistrada.

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