John Grisham - La Confesión

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Travis Boyette es un asesino. En 1998, en una pequeña ciudad de Texas, raptó, violó y estranguló a una de las chicas más guapas y más populares del instituto. Enterró el cadáver en un lugar donde nadie lo encontraría nunca y luego esperó. Observó impasible mientras la policía detenía a Donté Drumm, la estrella del equipo de fútbol que nada había tenido que ver con el crimen.
Donté fue acusado, declarado culpable y condenado a muerte. Ahora han transcurrido nueve años y solo faltan cuatro días para la ejecución de Donté. En Kansas, a más de seiscientos kilómetros de la cárcel, Travis también se enfrenta a su destino: un tumor cerebral que le deja muy poco tiempo de vida. Decide hacer lo correcto por primera vez: va a confesar. Pero ¿será capaz un hombre culpable de convencer a los abogados, los jueces y los políticos de que están a punto de ejecutar a un hombre inocente?

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– Tengo información sobre el asesinato de Nicole Yarber -dijo.

– ¿Qué tipo de información? -preguntó ella.

– Necesito hablar con el señor Flak -respondió Keith con firmeza.

– Le pasaré el mensaje -dijo ella con idéntica resolución.

– Por favor, no soy un pirado. Es muy importante.

– Sí, señor, gracias.

Decidió quebrantar el voto de confidencialidad. Preveía que eso tendría dos consecuencias posibles. En primer lugar, Boyette podía demandarlo por daños y perjuicios, aunque eso a Keith ya no le preocupaba. Ya se encargaría el tumor cerebral de cualquier futuro litigio; y si, por alguna razón, Boyette sobrevivía, le pedirían que demostrase que el quebrantamiento del voto le había causado algún perjuicio. Keith sabía poco de derecho, pero le parecía difícil que algún juez o algún miembro del jurado pudiera sentir lástima por semejante desgraciado.

La segunda consecuencia era una posible medida disciplinaria por parte de la Iglesia, pero a la luz de los hechos, sobre todo de las inclinaciones liberales del sínodo, no se imaginaba nada peor que un tirón de orejas.

«A la mierda -se dijo-. Voy a hablar.»

Escribió un e-mail a Robbie Flak. Empezaba presentándose a sí mismo, con todos los números de teléfono y direcciones posibles. A continuación describía su encuentro con un recluso anónimo en libertad condicional que había vivido en Slone en la época de la desaparición de Nicole Yarber. Tenía un largo historial delictivo, de índole violenta, y en cierta ocasión lo habían detenido y encarcelado en Slone. Keith lo había verificado. Aquel hombre había confesado ser autor de la violación y muerte de Nicole Yarber, con profusión de detalles. El cadáver estaba enterrado en lo más recóndito de las colinas del sur de Joplin, Missouri, donde el recluso en cuestión había pasado su infancia. La única persona en situación de hallar el cadáver, le decía, es el propio recluso. Llámame, por favor. Keith Schroeder.

Una hora más tarde salió de su oficina y fue otra vez en coche a Anchor House. A Boyette no lo había visto nadie. Fue al centro, para otro almuerzo rápido con Matthew Burns. Tras una cierta oposición, Matthew se dejó engatusar, sacó su móvil y llamó al bufete de Flak.

– Sí, hola -lo oyó decir Keith-, me llamo Matthew Burns. Soy fiscal en Topeka, Kansas. Quisiera hablar con el señor Robbie Flak.

El señor Flak no se podía poner.

– Tengo información sobre el caso de Donté Drumm, concretamente sobre la identidad del verdadero asesino.

El señor Flak seguía sin poder ponerse. Matthew dio sus números, el del móvil y el del despacho, e invitó a la recepcionista a entrar en la web de la fiscalía del ayuntamiento de Topeka para comprobar su legitimidad. Ella le dijo que lo haría.

– No soy ningún loco, ¿de acuerdo? Que me llame el señor Flak lo antes posible, por favor. Gracias.

Acabaron de comer y quedaron en avisarse mutuamente si recibían alguna llamada de Texas. Durante el camino de vuelta a su oficina, a Keith lo alivió tener un amigo dispuesto a echarle una mano, y además fiscal.

A mediodía, las calles del centro de Slone estaban cerradas con barreras, y el tráfico habitual se desviaba hacia otras zonas. Alrededor del juzgado había decenas de autobuses de iglesias aparcados en doble fila, pero la policía no ponía multas; tenía órdenes de mantener su presencia, preservar el orden y evitar a toda costa cualquier acción que pudiera provocar a alguien. Los ánimos estaban exaltados. La situación era tensa. La mayoría de los comerciantes habían cerrado sus tiendas, y la mayoría de los blancos había desaparecido.

La multitud, negra en su totalidad, seguía creciendo. Cientos de alumnos del instituto de Slone hicieron novillos y llegaron en manada, alborotados y con muchas ganas de hacerse oír. Los obreros de las fábricas traían sus fiambreras y comían en el césped del juzgado. Los reporteros hacían fotos y tomaban notas. Varios equipos de rodaje de Slone y de Tyler se agolparon junto al estrado de la escalinata del juzgado. A las doce y cuarto se acercó a los micrófonos Oscar Betts, presidente del capítulo local de la NAACP, [5] y tras agradecer a todos su presencia fue rápidamente al grano. Proclamó la inocencia de Donté Drumm y dijo que su ejecución no era otra cosa que un linchamiento legal; fustigó a la policía en una feroz condena, tildándola de «racista» y acusándola de estar «resuelta a matar a un inocente»; ridiculizó a un sistema judicial capaz de permitir que un jurado íntegramente blanco emitiese un veredicto sobre un inocente negro; y no se pudo resistir a preguntar a la multitud:

– ¿Cómo va a haber un juicio justo si el fiscal se acuesta con la jueza? ¿Y al tribunal de apelación le pareció bien? ¡Eso solo pasa en Texas! -exclamó.

Luego describió la pena de muerte como un oprobio, un instrumento de venganza desfasado que no disuadía a los delincuentes, ni se usaba de manera justa, y del que habían prescindido todos los países civilizados. Prácticamente todas sus frases fueron recibidas con aplausos y gritos por una multitud cada vez más enfervorecida. Exhortó al sistema judicial a que pusiera fin a aquella locura. Se burló de la Comisión de Indultos y Libertad Condicional de Texas. Tachó al gobernador de cobarde por no impedir la ejecución. Avisó de que habría disturbios en Slone y en el este de Texas, y quizá en todo el país, si el estado seguía adelante con la ejecución de un negro inocente.

Betts estuvo magistral a la hora de despertar emociones y elevar la tensión. Finalmente bajó el ritmo y, dando un giro a su discurso, pidió a la gente que se comportase y que no saliera a la calle ni aquella noche ni la siguiente.

– Con la violencia no ganamos nada -les rogó.

Al acabar presentó al reverendo Johnny Canty, pastor de la Iglesia Metodista Africana Bethel, a la que desde hacía más de veinte años pertenecía la familia Drumm. El reverendo Canty empezó con un mensaje de la familia. Agradecían el apoyo. Se mantenían firmes en su fe, y rezaban por un milagro. Roberta Drumm estaba bien, dentro de lo que cabía. Sus planes eran ir el día siguiente al corredor de la muerte y quedarse hasta el final. Acto seguido, el reverendo Canty pidió silencio y se embarcó en una oración larga y elocuente, que se inició con una súplica de compasión por la familia de Nicole Yarber, una familia que había soportado la pesadilla de la muerte de una muchacha inocente. Igual que la familia Drumm. Dio gracias al Todopoderoso por el don de la vida y la promesa de la eternidad para todas las gentes. Dio gracias a Dios por sus leyes, las más básicas e importantes de las cuales eran los Diez Mandamientos, con su prohibición «no matarás». Rezó por los «otros cristianos» que tomaban la misma Biblia, la tergiversaban y la usaban como arma para matar al prójimo.

– Perdónalos, Padre, pues no saben lo que hacen.

Canty había trabajado mucho tiempo en su oración, que pronunció despacio, con un perfecto sentido del tempo, sin usar apuntes. La multitud canturreaba, se balanceaba y emitía calurosos «amén», mientras él seguía laboriosamente sin que se vislumbrase el final. Aquello tenía mucho más de discurso que de oración. Canty saboreaba el momento. Tras rezar por la justicia, rezó por la paz; no la que elude la violencia, sino la que todavía no se ha hallado en una sociedad en la que el número de jóvenes negros encarcelados alcanza cifras récord, en la que son ejecutados con mucha más frecuencia que los de otras razas, y en la que se consideran más graves los crímenes cometidos por negros que los cometidos por blancos. Imploró misericordia, perdón y fortaleza. Pero, como la mayoría de los pastores, se alargó demasiado y empezó a perder la atención de su público, hasta que de repente la encontró de nuevo. Empezó a rezar por Donté, «nuestro hermano perseguido», un joven arrebatado a su familia hacía nueve años y lanzado a un «infierno» del que nadie escapaba con vida. Nueve años sin su familia y sus amigos, nueve años encerrado como un animal en su jaula. Nueve años cumpliendo condena por un delito que había cometido otra persona.

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