Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Con toda probabilidad, la siguiente pelea de perros tendría que ver con la jurisdicción: la Policía de Los Angeles, la seguridad de KCOM y los guardaespaldas tarados de Lañe estaban enfrascados en una serie tan prolongada como belicosa de negociaciones que iban desde las medidas relativas a la seguridad de los empleados y el público hasta los cacheos al personal. Como era de prever, la Policía de Los Ángeles prohibió la entrada en el edificio a cerca de la mitad del equipo de Lañe; los sustitutos contratados, una vez elegidos por el mismo Lañe, serían vetados en buena parte.

El martes por la noche Tim estaba en el asiento del acompañante de la Chevy, aparcada en la callejuela al norte del edificio de KCOM, y miraba la ventana, todavía iluminada, desde la que habría podido ver el montacargas y el teclado numérico de no ser porque la camioneta desvencijada, con una terquedad que era para volverse loco, seguía impidiéndoles tener una perspectiva adecuada. El último mensajero solía llegar entre las 7.57 y las 8.01. El reloj de Tim marcaba las 6.45.

Tenía en el regazo un fajo de fotografías, cada una correspondiente a un empleado de KCOM, con su nombre en el reverso. Tarjetas de identificación para operaciones secretas.

El Cigüeña tarareaba la melodía de las aventuras de Roy Rogers mientras hurgaba en lo que parecía ser un micrófono parabólico conectado a una pequeña calculadora. Toqueteó unos cables, lo dejó y cogió un aerosol de pintura roja del salpicadero central.

– ¿Qué haces? -preguntó Tim, quizá por quinta vez.

El Cigüeña se bajó del asiento del conductor. Cruzó la calle a la carrera medio agachado con un aire que probablemente él consideraba disimulado, cuando en realidad le daba todo el aspecto de un jorobado con cagalera. Desapareció detrás de la camioneta vieja y poco después asomó por el extremo opuesto, acuclillado, pintando el bordillo de un color parecido al de un camión de bomberos.

Volvió a la Chevy a toda prisa, subió de un salto y se sentó para recuperar el aliento. Sacó un móvil del bolsillo -el día anterior Dumone les había facilitado teléfonos Nextel para que operasen dentro de la misma red- y lo abrió. Marcó el número de servicios y preguntó por Grúas Fredo's.

– Sí, hola -dijo con voz grave-. Soy del servicio de seguridad de KCOM, en Wilshire con Roxbury. Hay una camioneta aparcada en zona roja y necesitamos que la retiren lo antes posible. Sí, de acuerdo. Gracias.

Desconectó el teléfono y se retrepó en el asiento, satisfecho consigo mismo.

– Buena idea, pero aunque retiren el vehículo, la espalda del mensajero nos impedirá leer el código que introduzca.

El Cigüeña levantó la pieza cónica con la que estaba jugueteando poco antes.

– Por eso he traído a Betty.

– ¿Betty?

– Betty proyecta un láser contra la cristalera. Puede captar cualquier vibración en el vidrio.

Tim, que no lo entendía del todo, meneó la cabeza.

– Cada número del panel emite una frecuencia levemente distinta -explicó el Cigüeña-. Esas frecuencias hacen que una cristalera vibre de manera casi imposible de detectar. Betty lee esas vibraciones y las vuelve a traducir en números.

– ¿Y qué ocurre con otras vibraciones más fuertes? ¿No interfieren?

– Ahora mismo todo está bastante tranquilo -respondió el Cigüeña-. Por eso lo hacemos a las ocho de la tarde. No levantan puertas de persiana ni cargan nada en el puesto de envíos.

Tim señaló el aparatito.

– ¿Y… lo has diseñado tú?

– La he diseñado yo, sí. Y he desarrollado el programa informático que utiliza esta monada. -El Cigüeña se sorbió la nariz y las gafas le resbalaron un trecho abajo-. Digamos que no me permitieron entrar en el FBI por mi capacidad para levantar pesas.

La grúa llegó veinte minutos después y se llevó la camioneta, lo que dejó al Cigüeña con una perspectiva clara de la cristalera. El mensajero llegó antes de lo previsto -a las 7.53-, pero el Cigüeña ya tenía a Betty ubicada en la puerta y dirigida hacia el vidrio antes de que se introdujese el código en el panel. Para cuando se cerraron las puertas del montacargas a la espalda del mensajero, la pantallita de Betty ya reflejaba el código: 78564.

El Cigüeña acarició la parte superior del objeto parabólico y le susurró algo.

– Impresionante, Cigüeña, he de reconocerlo.

Éste puso el motor en marcha y alejó el vehículo del bordillo.

– Si hubiera tenido intención de impresionarle, señor Rackley, habría traído a Donna.

Rayner hizo pasar a Tim nada más abrir la puerta.

– Bien, bien. Ya está de vuelta. Venga, tenemos las cintas que pidió.

Cuando Tim entró en la sala de reuniones, Mitchell, que estaba absorto en su trabajo, levantó la cabeza de golpe. Llevaba el cabello un poco revuelto; no le habría venido mal pasar por la peluquería. Encorvado sobre un listín de teléfonos, manipulaba el dispositivo que tenía diseccionado sobre la cubierta amarilla, sus diminutos componentes desparramados cual entrañas electrónicas. Había dispersos por la mesa distintos informes técnicos en cuyas páginas se veían los cálculos garabateados de Mitchell para determinar el punto de sobretensión. Mientras murmuraba para sí, separó una espira de muelle con la punta del destornillador.

Robert y el Cigüeña seguían de vigilancia, pero los demás estaban presentes.

Ananberg, pagada de sí misma y dotada de una languidez felina, enarcó una ceja a modo de saludo y señaló una pila de cintas con el lapicero.

– Ahí tiene las demás. Véalas cuando usted quiera.

– Gracias -dijo Tim.

Dumone le pasó el mando a distancia. Tim lo dirigió hacia la pantalla de televisión y el vídeo cobró vida con una entrevista de Melissa Yueh a Arnold Schwarzenegger, grabada el mes de abril anterior, en la que se le preguntaba por sus aspiraciones políticas.

Uno de los móviles de Tim empezó a vibrar; el Nokia, en el bolsillo izquierdo, no el Nextel que le había facilitado Dumone. Comprobó el sistema de detección de llamadas y lo desactivó porque, por el bien de Dray, no quería que nadie supiera que hablaba con ella.

Ananberg, sin embargo, reparó en su expresión, y al tiempo que se llevaba el lápiz a los labios, preguntó:

– ¿Algún problema en casa?

Tim no le hizo ningún caso y volvió a apretar el mando a distancia para poner la cinta en cámara lenta. La risa de Arnie, a ocho fotogramas por segundo, le daba todo el aspecto de un hombre dispuesto a devorar lo que fuera. Se daba una palmada en el muslo al tiempo que volvía la cabeza, dejando a la vista un rasguño que se había hecho al afeitarse y la marca que el sol le había dejado en torno a la oreja de tanto llevar un teléfono de manos libres. La iluminación daba a su piel un aspecto satinado.

Mitchell observaba la pantalla intentando averiguar qué buscaba Tim, y tamborileaba sobre el listín con unas tenacillas.

Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.

– Ahora que ya hemos hecho todo el trabajo sucio, ¿por qué no nos cuenta su plan? A estas alturas, aún no sabemos nada. ¿Cómo nos enteraremos cuando ocurra?

– No se preocupen -dijo Tim, sin apartar la mirada de la pantalla-. Cuando ocurra, lo sabrán.

Aparcado en el sendero de entrada, Tim miraba fijamente los números de la casa clavados justo debajo de la lámpara del porche, junto a la puerta principal: 96775. Años atrás, él mismo señaló a lápiz su ubicación antes de clavarlos a la pared sirviéndose de una escuadra para calcular la inclinación. El 9 había perdido el clavo inferior y se había vuelto del revés convirtiéndose en un 6 mal alineado.

Volvió a escuchar el último mensaje que Dray le había dejado en el móvil:

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