El Cigüeña condujo la camioneta hasta el bordillo delante de un establecimiento que vendía artículos ortopédicos además de medicamentos, en cuyo escaparate se veía una silla de ruedas y una gran variedad de andadores de aluminio. Permanecieron sentados con la vista tija en la puerta metálica cerrada del puesto de envíos y el agente de seguridad, que hacía rodar entre el pulgar y el índice algo que se acababa de sacar de la nariz.
– ¿Crees que las tarjetas de los mensajeros son una mera identificación, o cumplen la doble función de tarjetas de acceso para desplazarse por el interior?
– Seguro que sólo sirven para la identificación -respondió el Cigüeña-. Las tarjetas de acceso sólo son para personas con autorización, no para pardillos que se encargan de llevar el correo. Las empresas son muy estrictas al respecto. Si una de ellas se extravía, es desactivada de inmediato.
– Muy bien -dijo Tim-. Vamos a olvidarnos de las tarjetas de acceso. Si te facilito el prototipo de una tarjeta de identificación normal, ¿podrías falsificar otra?
El Cigüeña soltó un bufido e hizo un ademán de desdén con la mano.
– He desarrollado un micrófono que cabe en el capuchón de un bolígrafo y capta un susurro a cien metros. Creo que puedo arreglármelas para duplicar un carné de biblioteca con pretensiones.
Tim señaló la puerta de persiana del puesto con un movimiento de la cabeza.
– La rejilla para las bicis está justo al otro lado de la garita del agente de seguridad, cerca del montacargas.
– Probablemente tiene algo que ver con las normas de aparcamiento de Beverly Hills. No quieren tener las aceras obstruidas. -El Cigüeña se echó una pastilla a la boca y la tragó como si nada-. Si quiere pasar una pistola, que sea una Glock, y por piezas. Prácticamente son de plástico, sólo el cañón tiene metal suficiente para activar un detector; haga un llavero con él y métase el resto en los calzoncillos. El percutor no contiene el metal suficiente para ser descubierto. -Observó a Tim con curiosidad a la espera de una confirmación.
En vez de eso, Tim dijo:
– Necesitamos ver el teclado desde un ángulo más adecuado.
El Cigüeña señaló la callejuela que corría paralela al costado norte del edificio.
– Desde alguna ventana de esa fachada tiene que verse directamente.
– Vamos a averiguarlo.
El Cigüeña arrancó y enfiló la calle sin acelerar. Había una ventana, pero estaba oculta en su mayor parte detrás de una camioneta desvencijada.
Tim apenas si volvió la cabeza.
– Sigue, sigue.
El Cigüeña dio una vuelta a la manzana y volvió a aparcar.
– La camioneta nos corta el paso y la acera es muy estrecha. Sólo veríamos el panel si pegáramos la cara al cristal, lo que sería más que sospechoso.
– Entonces, vamos a esperar a que se aparte la camioneta -sugirió el Cigüeña.
– Para aparcar ahí hace falta una autorización, porque no se ven parquímetros cerca, y, además, hay uno de esos permisos colgado del retrovisor de la camioneta. Fíjate en las hojas acumuladas en torno a las ruedas delanteras, producto del aguacero de hace cuatro noches. Seguro que alguien ha decidido dejar ahí abandonado su trasto viejo.
– Haré que lo muevan.
– ¿Cómo?
El Cigüeña le ofreció una sonrisa taimada.
– Ya me las arreglaré.
– Aunque consigas que aparten la camioneta y miremos por la ventana con prismáticos, no se puede ver el panel con claridad, porque el cuerpo del mensajero lo ocultará cuando esté introduciendo el código.
El Cigüeña perdió la sonrisa y frunció los labios.
– Déjeme que lo piense.
– Piensa también en cómo acceder a las líneas telefónicas de seguridad e introducirse en tantos nudos de enlace como sea necesario. Me gustaría que estuvieras al tanto de cualquier novedad. -Tim ya había pedido a Rayner que indagara entre sus contactos en los medios de comunicación para averiguar todo lo posible sobre las medidas de seguridad adoptadas, pero cuantas más fuente«de información tuvieran, mejor.
– ¿Cuánto falta para el contacto?
Tim consultó su reloj antichoque.
– Siete minutos.
El Cigüeña sacó un colirio del bolsillo, se quitó las inmensas gafas y se puso unas gotas. Cuando se volvió a colocar las gafas, mientras parpadeaba para asimilar el líquido, sus ojos guardaban un gran parecido con los de una tortuga alborotada. Tim notó una punzada de compasión, seguida de inmediato por la necesidad de establecer una cierta camaradería, una unión en su causa común.
– ¿Te resultó muy duro? -preguntó Tim-. ¿Cuando tu madre fue asesinada?
El Cigüeña se encogió de hombros.
– He aprendido a no esperar mucho de la vida. Cuando uno no espera que las cosas vayan bien, no se lleva un gran chasco cuando van mal.
– Entonces, ¿por qué haces esto? ¿Lo de la Comisión?
– ¿Francamente? Por dinero. Es un bonito sueldo además de la pensión del FBI. Seguro que le parece horrible, pero el dinero es lo único que tengo en esta vida. Nunca he tenido muchos amigos. No he jugado nunca al béisbol. No me he acostado nunca con una mujer. No soy más que un paria que observa esa otra vida que ve en las películas y los anuncios. Con el paso del tiempo, sencillamente me desconecté. Ya no veo la tele ni nada parecido. Leo. Sobre todo cosas antiguas. Me cuesta trabajo dormir. La respiración… -Señaló la cicatriz abultada que tenía debajo de la nariz y luego entrelazó plácidamente las manos sobre el regazo-. El espíritu de los tiempos me inquieta porque no hace más que recordarme todo lo que me he estado perdiendo. -Volvió a quitarse las gafas y se frotó los ojos. Las lentes eran cóncavas, más gruesas hacia los márgenes-. Hay muchas probabilidades de que llegue a quedarme ciego. No me viene mal tener dinero para comprar libros, para viajar y ver cosas. Otros océanos. La nieve ártica. El mes de mayo pasado sobrevolé el Gran Cañón en helicóptero; fue divino. -Se palmeó levemente el pecho con las yemas de los dedos-. No debería hacer cosas así, teniendo en cuenta cómo tengo el corazón, pero es lo único que me permite disfrutar. -Se puso las gafas de nuevo y parpadeó en dirección a Tim con sus ojos de tortuga-. Me gusta el dinero. Eso no me convierte en un mal tipo.
– No, no creo que te convierta en un mal tipo.
Reinó un silencio incómodo durante unos momentos.
– Lo siento, señor Rackley. No tengo muchas oportunidades de hablar con nadie, así que cuando empiezo… -Lanzó un carraspeo húmedo-. Más vale que nos pongamos en marcha.
Tim volvió las manos hacia el asiento trasero y cogió dos logotipos magnéticos del tamaño de la tapa de un cubo de basura. Se bajó y puso uno a cada lado de la Chevy, donde anunciaban: LAVADO PERFECTO DE VENTANAS TINTADAS.
El Cigüeña retrocedió por la callejuela, dejó atrás el puesto de envíos y dio un amplio rodeo por delante del edificio. El reloj de Tim pasó de las 12.59 a la 1.00 precisamente en el instante en que Robert salía por la puerta de servicio del lado oeste con unos trapos colgados de los bolsillos del peto y una gorra de béisbol al bies.
Tuvo que recorrer unos quince pasos para llegar a la camioneta -Tim ya había abierto la puerta lateral- y subió justo cuando el Cigüeña arrancaba. Recorrieron varias manzanas en silencio y luego el Cigüeña detuvo el vehículo en una calle poco transitada, justo detrás de donde estaba aparcado el Beemer de Tim.
Robert se tapó la boca con el puño para toser y luego escupió por la ventanilla. Extrajo a golpecitos un cigarrillo de un paquete medio arrugado que se había sacado del bolsillo de la camisa. Abrió con un golpe de muñeca un encendedor Zippo decorado con una pegatina de la bandera estadounidense.
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