Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora
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Mitchell salía de la casa de Rayner cuando Tim cruzó la verja exterior en la camioneta de alquiler y aparcó junto a su propio coche. El gemelo subió a su vehículo sin darse por aludido. Daba marcha atrás con un acelerón cuando Tim propinó un puñetazo al costado de la camioneta. Mitchell pise el freno.
– ¿Qué?
Tim cogió el lapicero que llevaba detrás de la oreja y señaló la goma.
– ¿Puedes hacer una carga explosiva de estas dimensiones?
– ¿Para qué?
– Necesito algo que pueda ocultar en un artículo pequeño.
– ¿Como un reloj?
– Exacto, como un reloj.
Mitchell levantó la comisura de la boca y frunció los labios.
– No será fácil. Tendría que construir un detonador minúsculo hecho a medida.
– ¿Qué vas a utilizar?, ¿C4?
– ¿ C4? Y, ya puestos, ¿por qué no incluimos unos cuantos cartuchos de dinamita, o disparamos un cañón ACME? -Meneó la cabeza-. Los asuntos pirotécnicos déjamelos a mí. Nos hará falta un explosivo primario de precisión, como fulminato de mercurio o DDNT.
– ¿Y estás pensando en un receptor de iniciación electrónica?
– Sí, pero ahí está el problema. No hay mucho espacio, sobre todo si hay que conectar toda esa mierda al circuito ya existente de un reloj. Dudo que pueda introducir nada que detecte una transmisión eléctrica especializada a cierta distancia. Quizá pueda conseguir un radio de acción de noventa metros con un dispositivo de control remoto.
– Noventa metros sería suficiente. Y la carga no puede llevar metralla. No podemos permitirnos herir a ninguna otra persona con la explosión.
Mitchell hizo rechinar los dientes.
– ¿Tú crees? -Volvió a poner en marcha la camioneta y Tim tuvo que dar un paso atrás para que la rueda no le aplastara el pie.
Se fue al campo de tiro de Moorpark para probar el 357, practicar el movimiento de desenfundarlo y coger el tino a la nueva pieza. Estuvo a sus anchas.
Al marcharse, recorrió sin darse cuenta varias manzanas en dirección a casa de Dray antes de caer en la cuenta del error y dar media vuelta. Al pasar por delante de un parque al que solía llevar a Ginny, notó que lo cubría un sudor pegajoso. Tomó un desvío y dejó atrás el largo camino que desembocaba en el garaje de Kindell. Llevaba el 357 cómodamente alojado en su vieja funda ajustada a la cadera. Lo sacó, se lo pegó al muslo e, incluso a través de los vaqueros, notó el calor que despedía. No pasó por alto que había vuelto a atravesar la frontera entre la pena y la ira.
La ira resultaba más fácil.
Tras volver al centro, ducharse y limpiar el arma, se tumbó en la cama y comprobó si tenía algún mensaje en el Nokia. Dos, ambos de Dray, de las dos últimas horas.
En el primero parecía desanimada.
«He estado investigando la posibilidad del cómplice, pero no encuentro más que callejones sin salida en todas direcciones. Al final me he dado por vencida y he llamado a los detectives de la Policía de Los Angeles que se ocuparon de los casos anteriores de Kindell. La verdad es que han sido muy amables. Estaban al tanto de lo de Ginny… -Carraspeó con fuerza-. Aun así, no han querido darme detalles específicos, aunque han revisado los expedientes y me han asegurado que no había pistas ni indicios vehementes. Según han dicho, prácticamente todo lo que tienen debe estar en las actas, que ya tengo en mi poder. Con Gutierez y Harrison recurrí a hacer que se sintieran culpables, les apreté las tuercas y nos hicieron el favor de dar otro meneo a Kindell. Han dicho que no quiere hablar. Su abogado le dejó bien claro que lo único que puede salvarlo de ir al trullo es mantener la boca cerrada. A estas alturas ya es un experto en derecho, hasta les ordenó que se largaran de su propiedad a menos que se le acusara de algo. No vamos a llegar a ninguna parte con él. Nunca. -Lanzó un hondo suspiro-. Espero que a ti te vayan mejor las cosas.»La tristeza que expresaba la voz de Dray en ese primer mensaje daba paso en el segundo a un tono de irritación porque Tim no se había puesto en contacto con ella. Primero intentó localizarla en la oficina y luego en casa, y al final le dejó un mensaje impreciso en el que le decía que no tenía nada nuevo que contarle y le explicaba que prefería esperar hasta que estuviera solo para hablar con ella. Al oír la voz de Dray, aunque sólo fuera en una grabación, el anzuelo de la pena se le clavó más adentro.
Se tomó unos instantes para pensar en lo afortunado que era de tener tantas cosas que hacer.
Relevó a Robert a las cuatro en punto. Éste salió casi a hurtadillas del reservado de la cafetería y dejó una tablilla llena a rebosar de notas y diagramas en la mesa, escondida en su ejemplar de Newsweek. Tim tomó asiento y hojeó la anotaciones. Un calendario de movimientos, las horas en que sacaban la basura, puestos de seguridad… Era imposible negar la eficiencia de Robert.
Fue tomando sorbos de café mientras observaba quién y en qué momento salía por cada puerta. Justo antes de las cinco cruzó la calle por delante de la inmensa vidriera rebosante de pantallas de televisión y entró en el vestíbulo, una imponente caverna de mármol con una araña de luces barroca hasta lo grotesco y curiosamente anacrónica, teniendo en cuenta el estilo de la fachada. Nada más entrar, un guardia recién apostado lanzó la mirada de rigor al carné de Tim -gracias, Tom Altman, en paz descanse- antes de franquearle el paso. No había puertas de servicio, ni escaleras abiertas, ni columnas tras las que esconderse. A unos veinte metros de las puertas giratorias, una tremenda consola de seguridad daba la bienvenida a las visitas.
Tomó nota de las cámaras en cada esquina del techo antes de saludar al guardia de seguridad con una sonrisa nerviosa.
– Sí, hola…, me preguntaba si podría cumplimentar una solicitud de trabajo. Para trabajar en mantenimiento, ya sabe, o lo que sea.
– Lo siento, caballero, ahora mismo han interrumpido las contrataciones. Quizá le interese probar suerte en la cadena ABC. Tengo entendido que buscan personal.
Tim se apoyó un instante en el mostrador para observar el cuadro de pantallas blanquiazules que supervisaba el guardia. Los ángulos eran en su mayoría picados que captaban las caras de los visitantes conforme iban entrando. Buscó algún punto que no registraran las cámaras.
– Gracias de todas formas.
– No hay de qué.
Dio media vuelta y se dirigió a la salida. Las lentes de seguridad que había encima de las puertas giratorias constituían las únicas cámaras que registraban la salida de la gente. Tim mantuvo la cabeza gacha al empujar la puerta camino de la acera.
Cogió sitio otra vez en un reservado junto a la ventana en una cafetería situada al lado de la tienda de artículos ortopédicos Lipson's. Mientras comía sin prisas un bocadillo de pastrami, tomó nota del orden en que se apagaban las luces de los despachos del undécimo piso.
Capítulo 17
La vigilancia se llevó a cabo de forma ininterrumpida durante las siguientes cuarenta y ocho horas en un ciclo interminable de café y calambres en las piernas. Mientras tanto, la indignación pública contra Lane siguió subiendo de tono y continuaron llegando amenazas de muerte a granel. KCOM había empezado a anunciar la entrevista casi las veinticuatro horas del día. Había anuncios en autobuses y encima de los taxis, y la agresiva campaña de televisión contaba con el respaldo de la emisora de radio filial de la cadena.
Daba la impresión de que toda la ciudad estaba aguantando la respiración a la espera del acontecimiento.
Tim asistía al agravamiento de la atmósfera circense con pasmo y preocupación a partes iguales. Las maquinaciones en torno a la seguridad que habían ido desentrañando gracias a los micrófonos del Cigüeña y las indagaciones de Rayner eran incesantes. El plan de Tim había estado a punto de descartarse en varias ocasiones, la primera cuando el departamento legal de KCOM empezó a poner pegas a que la entrevista se emitiera en directo y sugirió la medida de seguridad de grabar previamente a Lane sin especificar el momento. Luego fue éste quien quería que la entrevista se llevara a cabo en un lugar secreto, por cuestiones tanto de seguridad como de caché, pero, teniendo en cuenta el largo y sonado historial de Lane en lo referente a su odio por los medios de comunicación, Yueh, comprensiblemente, se mostró reacia. Con el apoyo de los peces gordos, la seguridad de KCOM vetó la idea, pues era preferible hacer frente a las contingencias de una entrevista en el plató de televisión a la opción de trasladarse a otro lugar. A cambio de esta concesión, Lane obtuvo la promesa de que la entrevista se haría en directo, de manera que sus evangelios no pudieran tergiversarse ni trocearse en la sala de edición. El departamento de marketing de KCOM y la propia Yueh accedieron encantados; el reclamo de la entrevista en directo ya había servido para incrementar la previsión de cuota de pantalla. Para exprimir aún más el acontecimiento, un segmento de quince minutos al final del programa abierto a las llamadas del público garantizaba a Lañe la posibilidad de responder al público indignado.
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