Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Me pregunto si habrían puesto la calefacción -comentó Robert-. En la sala. Nosotros solíamos hacerlo. Los cocíamos a cerca de treinta grados.

– O les hacíamos beber café -dijo Mitchell-. Litros de café, y no les dejábamos ir a mear.

El Cigüeña puso las manos gordezuelas sobre la mesa.

– El informe forense no dice nada concluyente.

– ¿Nada de huellas ni de restos de ADN? -preguntó Ananberg.

– No había rastro de sangre en sus ropas o cuerpo ni en sus posesiones. Hallaron algunas huellas en el exterior de la casa, pero eso no significa nada ya que era su jardinero. -El Cigüeña se llevó la mano a la cara como un proyectil para subirse las gafas-. Nada de fibras ni huellas en la casa.

– Desapareció después del juicio -dijo Mitchell-, lo que no dice mucho a favor de su inocencia.

– Tampoco demuestra que sea culpable -respondió Ananberg.

Tim hojeó las fotografías de los miembros de la familia. En la de la madre, obtenida sin que ella se diera cuenta, se la veía en el jardín, partiéndose de risa. Era atractiva, con los rasgos bien marcados, el pelo cortado escalado y recogido en una coleta, los pies descalzos sobre la hierba. Probablemente había sido el marido quien sacó la instantánea: la expresión de la mujer y la actitud de la cámara hacia ella dejaban claro que el fotógrafo la adoraba.

Deslizó la foto mesa adelante en dirección a Robert y esperó a ver su reacción, suponiendo que haría algún comentario sobre su aspecto. Sin embargo, cuando Robert cogió la foto de la mesa, su rostro adoptó una expresión de pena y ternura tan genuina que Tim notó una punzada de remordimiento por haberlo juzgado tan a la ligera. La foto tembló levemente en su mano, delante de la cara, y cuando la bajó, su mirada había adquirido un matiz de frío resentimiento.

Revisaron el resto del contenido de la carpeta, y luego, a instancias de Ananberg, volvieron al principio y analizaron sistemáticamente todo el caso, examinaron los documentos y discutieron los méritos procesales. Por último votaron: inocente por cinco a dos.

Robert y Mitchell fueron quienes disintieron.

Rayner se frotó las manos.

– Me da la impresión de que hay una sombra de duda razonable que protege al acusado.

La tensión que acusaban los nervios de Tim mermó y dejó paso a una suerte de honda decepción o alivio empalagoso: no sabía muy bien cómo interpretar la humedad que notaba en la espalda y el cuello debida a la expectación.

Rayner devolvió la carpeta a la caja fuerte. Para manifestar su frustración por el veredicto, Robert lanzó un suspiro no muy sutil y ordenó enérgicamente los papeles que tenía ante sí.

Tim echó un vistazo a su reloj de pulsera; era casi medianoche.

– Siguiente caso. -Rayner abrió una inmensa carpeta llena a rebosar de recortes y artículos de periódico, y anunció-: Este es un caso con el que seguro que todos estamos familiarizados. Jedediah Lane.

– El terrorista miliciano -apostilló Ananberg.

Robert se atusó el bigote con la mano en forma de cáliz.

– El presunto terrorista miliciano.

Ananberg lo censuró con la mirada y él lanzó un guiño en dirección a Tim.

El Cigüeña se pasó la mano por la calva.

– Yo soy un ermitaño por lo que respecta a las noticias, de modo que… me temo que no estoy familiarizado con el caso.

– Es el tipo que metió un maletín lleno de gas nervioso en la Oficina Regional del Censo.

– Ah. Ah, sí.

– ¿Sabes dónde la dejó? -La mirada de Robert, más allá de la ira, rayaba en el regodeo-. Cerca del conducto principal de ventilación del primer piso. Ochenta y seis muertos, incluidos unos cuantos niños de segundo curso que estaban de visita. Entró y volvió a salir sin dejar rastro. -Su mano extendida surcó el aire en un efímero gesto de malicia clandestina.

– Uno de nuestros malditos ciudadanos -dijo Mitchell-. Después del 11 de Septiembre.

Dumone hojeó el informe de la detención.

– El FBI obtuvo una orden de registro de su domicilio después de que un vecino dijera haber visto salir a Lañe de su casa esa misma mañana con un maletín metálico similar.

– ¿Les bastó con eso para obtener una orden de registro? -se interesó Ananberg.

– Con eso y el historial de Lañe como miembro de organizaciones extremistas -repuso Dumone-. El juez accedió a emitir una orden para el FBI, pero no autorizó que el registro se llevara a cabo en horario nocturno. El problema es que los investigadores estaban indagando infinidad de pistas. Todo el mundo llamaba con testimonios oculares, sospechosos, teorías… Se demoraron con un miliciano de Anaheim que almacenaba munición de MI6. Cuando por fin tuvieron oportunidad de registrar el domicilio de Lañe, nadie respondió al timbre ni a las voces. La puerta estaba atrancada desde dentro. Finalmente la abrieron con un ariete, tiraron la mesita del recibidor y derribaron, entre otras cosas, un reloj. ¿Adivinan qué hora marcaba la esfera rota? -Dejó la carpeta y la cerró-. Las siete y tres minutos.

Mitchell hizo una mueca.

– Tres minutos de retraso.

– Eso es. La autorización nocturna entra en vigor a la hora en punto.

– Qué estupidez -murmuró el Cigüeña-. ¿Por qué no esperaron a la mañana siguiente?

– No consultaron la orden. Probablemente supusieron que era una autorización estándar. No hay que olvidar que tenían unas cuantas.

– ¿Qué encontraron en la casa? -preguntó Tim.

– Mapas, gráficos, diagramas, cuadernos con anotaciones, contenedores presurizados con restos de lo que más tarde se identificaría como gas nervioso, un laboratorio equipado para la elaboración de armas químicas…

– ¿Descartado?

– En su totalidad. El fiscal intentó que lo condenaran sobre la base de los testimonios oculares y unos vasos de precipitación hallados a posteriori en el vehículo de Lañe, con una orden de registro válida. No fue suficiente.

– ¿Llegó a testificar? -preguntó Ananberg.

– No -contestó Rayner.

– Desde la absolución, ha recibido numerosas amenazas de muerte, así que ha desaparecido -explicó Dumone-. Sus amigos extremistas lo llevaron a algún escondrijo.

– Entonces es probable que esté en algún rancho perdido, oculto detrás de un montón de milicianos tarados -dijo Mitchell-. Esos tipos no suelen andar cortos de munición.

– Se han interpuesto infinidad de demandas civiles, pero como no hay manera de mantener a alguien encarcelado por imputaciones civiles, se especula con la posibilidad de que Lañe se haya largado en plan Bin Laden a algún escondite en el desierto.

– Seguro que Lañe tiene previsto volver a salir a la luz. Cuando se iba de la ciudad, ofreció las siguientes declaraciones a los medios. -Rayner dirigió el mando a distancia hacia el televisor que colgaba en un rincón y la pantalla cobró vida con un parpadeo. Lañe, con una camisa almidonada abotonada hasta arriba y pantalones de pinzas pulcramente planchados, se dirigía a un grupo de periodistas en un jardín pardusco a la salida de su casa. Llevaba el pelo corto al estilo militar y peinado a raya con precisión, y las patillas bastante largas, pronunciadas y desiguales hacia las mejillas hundidas, un lapsus en su apariencia, por lo demás aseada.

«El que cometió ese atentado contra los planes totalitarios de corte socialista del gobierno es un patriota y un héroe -afirmaba-. Yo me enorgullecería de haber lanzado el gas nervioso porque, al hacerlo, me habría puesto a la cabeza del movimiento a favor de la libertad y la soberanía estadounidenses y en contra del listado fascista de ciudadanos, la misma clase de listado que utilizó Hitler para llevar a cabo redadas y encarcelar a ciudadanos, la misma clase de listado que lo aupó al poder. La sangre de esos ochenta y seis empleados federales salvará infinidad de vidas y protegerá el estilo de vida estadounidense. Aunque ni afirmo ni desmiento que yo estuviera implicado, lo que sí digo es que actos como ése no están reñidos con mi misión como ciudadano de esta nación al amparo de Dios contra el Nuevo Orden Internacional.»Se oyó la voz de un periodista, aguda por el exceso de adrenalina, mientras los hombres de Lañe se abrían paso entre el gentío hacia una comitiva de camionetas aparcada junto a la acera.

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