Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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Tim dobló la percha en tres y la tiró junto con la camisa al cubo que había bajo el fregadero. Se sacó del bolsillo de atrás una bolsita, un auricular de plástico y una hebra de hilo dental. Abrió el auricular, introdujo el minúsculo detonador entre los cables y lo cerró. Después de meter el auricular en la bolsita, la cerró y la ató con el hilo dental. A continuación se tragó la bolsa sujetando un cabo del hilo dental. El hilo se tensó e impidió que la bolsa se le fuera garganta abajo. Aguardó a que cesaran las arcadas y luego se sujetó el hilo dental entre dos muelas.

Cogió de la nevera dos botellas pequeñas de agua Evian, se las metió en los bolsillos de atrás y salió al pasillo. Su reloj marcaba las 8.46.

Un rígido agente de la Policía de Los Ángeles y un guardia de seguridad de KCOM con aspecto aburrido estaban sentados en unos taburetes delante de un detector de metal que daba a los pasillos principales. Tim saludó con un asentimiento y pasó. El detector lanzó un fuerte pitido.

– ¿Llevas teléfono móvil?, ¿llaves?

Tim negó con la cabeza.

El guardia se levantó del taburete y pasó a Tim el detector empezando por los pies. Al llegar a la altura de la garganta, emitió un intenso pitido. El guardia se quedó mirando la cruz de oro que Tim llevaba colgando debajo de la nuez, miró de soslayo al poli y luego le indicó con un gesto que pasara.

Entró en el cuarto de baño unos pasos más allá del puesto de vigilancia y se metió en uno de los retretes. Con sólo tirar del hilo dental que llevaba entre las muelas, notó una arcada y expulsó la bolsita, que salió cubierta de saliva. Sacó el auricular, se lo puso en el bolsillo y tiró la bolsa al retrete. Volvió a salir al pasillo exactamente a las 8.49.

Craig Macmanus, todo mandíbula y sonrisa dentona, iba por el pasillo a toda prisa con un colega, mirando el busca al tiempo que contaba un chiste sobre monjas en bicicleta. Tim bajó la cabeza para fingir que miraba el reloj en el momento preciso en que se cruzaba con Macmanus, y aprovechó para sustraerle las tarjetas de identificación y acceso que llevaba sujetas al cinturón de cuero.

– Ay, perdona, Craig. -Tim siguió su camino sin volverse para mirarle a la cara. Se afanó en sacar la tarjeta de identificación de Craig de la funda para sustituirla por su propia tarjeta falsa. No había un alma en el pasillo, salvo por los tres televisores suspendidos del techo a intervalos regulares. Al llegar a las imponentes puertas de doble hoja al cabo del pasillo, puso delante del panel la tarjeta de acceso de Macmanus. La luz roja se tornó verde y accedió al santuario interior.

Una vez en la sala de entrevistas, impenetrable para los prismáticos y las miradas indiscretas de los limpiaventanas, Tim estaba abandonado a su suerte. Lañe y Yueh estaban sentados a una inmensa mesa de madera al estilo clásico del entrevistador Charlie Rose, y por todas partes pululaban ayudantes adaptando la iluminación y saltando a las órdenes de Yueh. Un reloj digital negro encima de la cabeza de la presentadora indicaba el tiempo restante para entrar en directo: menos de cinco minutos. El guardia en la pequeña garita a la derecha de Tim se zampaba una rosquilla glaseada sin reparar en lo caricaturesco de su actitud. Tim le mostró fugazmente la tarjeta de identificación y, al echarle un rápido vistazo, el guardia le dejó un borrón azucarado en forma de yema encima de la austera foto.

Un técnico provisto de auriculares manipulaba el panel de control con un entramado de cables que desaparecía bajo una mesa plegable que se hallaba a su lado. Tim se dirigió hacia él con una de las botellas de Evian en la mano.

– ¿Alguien ha pedido agua?

El técnico de sonido lo despidió con un aleteo de la mano sin apenas levantar la vista. Tim vio un maletín metálico abierto sobre la mesa en cuyo lecho de espuma gris había una serie de aparatos, incluido el auricular; tal como había supuesto, los hombres de Lañe, que tenían experiencia más que de sobras en amenazas de muerte, habían traído su propio equipo.

– Voy a dejarlas aquí.

Otro aleteo de la mano, esta vez arisco.

Al tiempo que dejaba las botellas en la encimera, sustituyó los auriculares rápidamente.

– ¡Dos minutos para entrar en directo! -gritó alguien.

– A ver si difumináis la luz de relleno -chilló Yueh-. Se me van a ver los poros de la cara como cavernas.

Uno de los secuaces de Lañe, sin cuello y con el antebrazo tatuado con un águila de cabeza blanca, pasó junto a Tim en busca del maletín metálico. Camino de la puerta, éste hizo un gesto al guardia para que se limpiara los restos de azúcar que tenía en la barbilla. Una vez en el desolado pasillo, empezó a oír las órdenes que Yueh daba a gritos en estéreo; su voz atravesaba las paredes y chirriaba en los monitores colgados del techo. La primera nota de la sintonía de KCOM anunció el inicio del programa y permitió que el edificio entero descansara brevemente de las estridencias de la presentadora.

Para cuando Tim llegó al ascensor principal, que era notablemente más elegante y tenía un monitor empotrado en el lustroso panel de acero inoxidable, la voz de Yueh, mucho más melosa para el directo, estaba yendo directa al grano:

«… Por lo visto, no ha expresado muchos remordimientos por los niños, las mujeres y los hombres que murieron.» Su ceño, levemente fruncido, se aproximaba a la perplejidad genuina.

Tim se colocó en la parte anterior de la cabina, allí donde la cámara no registraba su presencia. El interior era de metal, sin espejos a través de los que pudiera estar filmándole una segunda cámara.

«-Esas personas trabajaban para una causa fascista, tiránica. La intrusión del censo es un golpe comunitario contra el principio arraigado del individualismo, contra la república constitucional independiente que hombres como yo luchamos por restaurar. Una lista de nuestros ciudadanos, al alcance de cualquiera que meta las narices en un archivo federal… -Lañe lanzó una risilla al tiempo que se atusaba la barba irregular con las yemas de los dedos-. ¿Cree que era eso lo que querían los artífices de nuestra Constitución? ¿Cuánto ganamos al año? ¿ De qué raza somos? ¿ Dónde vivimos? Por si no se ha dado cuenta, en este país se está librando una guerra, y el censo no es más que munición para quienes se han arrogado el papel de líderes. Han lanzado una ofensiva a gran escala contra la soberanía y los derechos estadounidenses, unos derechos que provienen de Dios, y no del gobierno.

»Los datos del censo no están disponibles para otros organismos del gobierno, señor Lañe. Me da la impresión de que exagera…

»¿Sabía usted, señora Yueh, que en mil novecientos cuarenta y dos se utilizó el censo para localizar a los estadounidenses de ascendencia japonesa y encerrarlos en campos de concentración?»La sonrisa de la presentadora se iluminó igual que una linterna, pero la demora de un segundo dejó bien a las claras que la habían pillado a contrapié. Tim no pudo por menos de sonreír. El tipo malo se había anotado un tanto.

Pasó el pulgar por el dispositivo plateado de control remoto que llevaba en el bolsillo. Se abría igual que un mechero y tenía en su interior un único botón negro. Había hecho un cálculo más bien moderado de su radio de acción: debía de llegar al menos unas diez zancadas más allá de las puertas de entrada al edificio.

Lañe seguía brindando gemas de sabiduría.

«La democracia es algo así como cuatro lobos y una oveja que votaran qué van a cenar. La libertad es esa misma oveja que, con un M-60, les dice a los lobos dónde pueden meterse su democracia. El gobierno no hace más que coartarnos, mermar nuestros derechos, roernos cada vez un poquito más. El ataque contra la Oficina Regional del Censo no fue más que una manera de impartir justicia.»Las puertas del ascensor se abrieron en el vestíbulo acompañadas por un leve tintineo. Todos los empleados de KCOM, desde los porteros hasta los contables, se habían reunido para ver la entrevista en la inmensa pantalla de la pared occidental. Una mujer permanecía estática, con las pajitas del zumo que se estaba tomando suspendidas a escasos centímetros de la boca abierta. La vigilancia del gentío congregado en el vestíbulo corría a cargo de cuatro agentes uniformados de la Policía de Los Angeles y -a juzgar por la preponderancia de riñoneras- unos cuantos polis secretas.

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