– Bueno -dijo Ananberg-, ahí tenemos nuestra autorización moral.
– No seas tan esnob, Jenna -le advirtió Rayner-. No sólo nos importa la opinión de los jueces y los tertulianos listillos.
– Sí, hay que ver cómo odiamos a los tertulianos listillos.
Rayner hizo caso omiso de la pulla.
– Tendré preparado un expediente completo sobre la respuesta de los medios de comunicación para nuestra próxima reunión. ¿Qué tal el viernes por la noche?
Tim miró de soslayo el cuadro del hijo de Rayner, detrás del cual aguardaba la caja fuerte con el expediente del caso Kindell. Rayner siguió su mirada y le guiñó el ojo.
– Ya hemos visto dos casos. Quedan cinco.
– Habéis hecho un buen trabajo, chicos -les felicitó Dumone-. Tenéis que estar contentos.
– Claro -comentó Tim.
Robert y Mitchell esperaban junto a la camioneta Toyota. Al pasar, Tim reparó en los diminutos círculos limpios en la matrícula trasera, por lo demás mugrienta, justo alrededor de los tornillos, lo que indicaba un cambio reciente. Robert lo cogió por el brazo y le dio un apretón. Tim tuvo la impresión de que con un poco más de fuerza podría haberle partido el húmero.
– Vamos a tomar una copa -propuso Robert.
El Cigüeña se detuvo un instante, como si esperara a que la invitación se hiciera extensiva a él, luego subió a su camioneta y se marchó.
Tim se quedó junto a su coche.
– Venga -le animó Mitchell-. La copa de después de la operación. Las tradiciones así, hay que respetarlas.
Robert levantó el listín que había cogido de la casa y dejó que se abriera por la sección que tenía marcada con un pulgar: BODEGAS.
El gemelo se hizo a un lado y, tras vacilar unos instantes, Tim se colocó hacia la mitad del asiento delantero. Los hermanos se le pusieron uno a cada lado y cerraron las puertas al unísono. Mitchell conducía rápido y con maña. Tim estaba en medio, encorvado, porque la anchura de los dos pares de hombros de gimnasio no dejaban mucho espacio para su torso. Los deltoides se le hincaban a cada curva, haciendo que aflorara en su subconsciente la sensación de alivio al ver que Robert y Mitchell estaban, a todas luces, de su parte.
Mitchell se detuvo en la bodega que había a la salida de Crenshaw y entró en el establecimiento para salir de él al poco tiempo con una bolsa de papel marrón de la anchura aproximada de una docena de latas de cerveza que echó a la parte de atrás. Se quitó la vieja cazadora negra Members Only, enrolló un paquete de Camel en la manga de la camiseta blanca y volvió a subir a la camioneta.
– Fabricaste un explosivo de la leche -dijo Tim.
Mitchell no apartó la mirada de la carretera.
– Sé unas cuantas cosillas.
Condujo al límite de velocidad permitido, abriéndose paso por el laberinto del centro. Cuando salió de Temple, Tim cayó en la cuenta de adonde se dirigían. Llegaron a una imponente puerta de metal, la única entrada en la verja de tres metros que rodea Monument Hill. Por encima de la verja corrían tres cables paralelos a intervalos de unos treinta centímetros que emitían un zumbido grave. Mitchell bajó la ventanilla, sacó una tarjeta de acceso electrónica de la guantera y la asomó para ponerla delante del panel del lector de proximidad montado sobre un poste. La tarjeta emitió una serie de pitidos mientras buscaba la frecuencia correspondiente y luego la puerta se abrió con un chasquido acompañado del sonoro girar de su mecanismo interno.
Mitchell se dio unos golpecitos en el muslo con la tarjeta de acceso.
– Las llaves de la ciudad. Un regalito del Cigüeña.
Dejaron atrás el asfalto y entraron por un sendero de tierra muy hollado. La silueta de treinta metros de altura del Monumento a las Víctimas de la Oficina Regional del Censo escindía el cielo de un color púrpura oscuro por encima de sus cabezas. En la radio, Willie Nelson entonaba una canción dedicada a todas las chicas que había amado en otros tiempos.
Cuando Mitchell aparcó la camioneta, ni él ni Robert hicieron ademán de bajar. Reinaba una calma absoluta; sólo se apreciaba la oscuridad y el viento que ululaba al pasar a través del monumento.
– Has hecho un buen trabajo -dijo Robert sin prisas-. Pero no nos gusta que nos mantengan al margen de ese modo.
Tim, estrujado entre los dos, procuraba que no se le notara el malestar e intentaba decidir a cuál le iba a meter un codazo en la garganta primero en caso de que la situación se pusiera fea, cosa que parecía probable.
Robert le puso el listín de teléfonos en el regazo a su hermano.
– Enseña a nuestro amigo eso que haces. -Asintió en dirección a Tim-. Esto te va a gustar. Venga, Mitch. Vamos a verlo.
Mitchell frunció el ceño levemente. Cogió el listín y lo puso en equilibrio sobre las yemas de los dedos levantados para mostrar, igual que un mago a la hora de hacer un truco, sus más de siete centímetros de grosor. Luego lo asió por ambos lados con los pulgares a escasos centímetros de distancia. Hizo un movimiento de flexión y el listín cedió. Empezaron a temblarle los brazos y se le hincharon las venas del cuello. Los ocho nudillos se le pusieron blancos. Una grieta recorrió la cubierta del listín cual serpiente, un finísimo río blanco en un mar amarillo. Tenía el labio curvado, una franja de carne y bigote, los dientes al aire como un perro furioso. Empezó a faltarle el aliento. Se le inflaron los músculos de los antebrazos, pétreos y bien definidos, picos en cordilleras idénticas. Le temblaba todo el torso.
Mitchell emitió un sonido -más profundo que un grito, más controlado que un gruñido- y el listín se dobló con un agradable suspiro, rasgándose por la mitad, los bordes de la hendidura divididos en breves estratos de páginas igual que la piedra arenisca comprimida en la pared de un acantilado. Con el rostro cada vez menos enrojecido, lanzó los dos pedazos de listín sobre el salpicadero y se enjugó el sudor de la frente con la camiseta. El y Robert miraron a Tim desde ambos lados con una cierta superioridad de patio de colegio.
Mitchell se dio masajes en un antebrazo y luego en el otro. Levemente pecosos y cubiertos de vello rubio, eran casi tan gruesos como los bíceps de Tim.
– Hay que ver las cosas que les excitan, señoritas. -Tim tenía la camisa pegada a la espalda por causa del sudor, pero conservó un tono de voz tranquilo e indiferente-. Ahora que ha terminado la exhibición, ¿qué tal si echamos un trago y damos por concluida la jornada?
Tras una tensa pausa, Mitchell sonrió y Robert imitó a su hermano. La camioneta emitió un leve crujido de alivio cuando bajaron para hollar la cima de la colina. La tierra, maleable, de un color castaño rojizo, igual que la arcilla molida, estaba cuarteada por las roderas de vehículos industriales. Aquí y allá se veían caballetes para serrar y plataformas entre montones de planchas metálicas de la altura de un hombre. La brisa hacía aletear las gruesas lonas plásticas que los cubrían.
El concepto de Nyaze Ghartey -un árbol metálico, cada una de cuyas ramas representaba a uno de los niños muertos en el atentado, la copa extendida a guisa de protección como un paraguas- le había parecido a Tim pomposo y abstracto hasta lo repugnante, pero ahora no le quedaba más remedio que reconocer que la escultura poseía cierta resonancia. El armazón de la obra estaba prácticamente acabado, aunque las planchas de metal sólo lo cubrían en unas dos terceras partes. La estructura estaba recubierta de arriba abajo por un andamiaje de madera; la obra en sí emergía, orgánica y misteriosa, como un ser tenebroso en el interior de los rectángulos ordenados. Las hojas, metálicas y con la finura de las obras de Bernini, daban la impresión de mecerse en las ramas.
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