Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– La vi en la tele, en unas imágenes que pasaron. Ésas en las que iba vestida de calabaza, con un disfraz tan grande que tropezaba una y otra vez.

– La víspera de Todos los Santos, en dos mil uno. -La voz de Tim era tan queda que apenas resultaba audible-. Mi mujer intentó coserle el disfraz. No se le dan muy bien esas cosas.

– Era una chica estupenda, Virginia -dijo Robert con una terquedad casi agresiva-. Aunque apenas la vi unos instantes, saltaba a la vista.

Tim entendió por vez primera que los hermanos no se limitaban a justificar sus ansias de matar criminales, sino que se habían tomado la muerte de Ginny como algo personal, al igual que todos y cada uno de los casos de la Comisión. Su hermana había quedado suspendida en el tiempo, atrapada en una especie de guión infernal, asesinada de nuevo cada vez que un criminal eludía la acción de la justicia. Aunque eso los convertía en aspirantes poco aptos a una causa que exigía objetividad y circunspección, Tim no pudo por menos de reconocer una cierta gratitud por su emotividad en bruto. Por fin entendió el deje de afecto, de admiración, incluso, que traslucía la voz de Dumone cuando hablaba de ellos. Lloraban a los muertos con la pureza de un animal herido, sin complicar sus sentimientos con cuestiones legales o éticas. Tal vez lloraban a los muertos tal como a Tim y Dumone les habría gustado ser capaces de llorarlos.

Las palabras de Robert lo distrajeron de sus pensamientos.

– Tenía ese aspecto, tío -continuó-, ese aspecto que se empeñan en perseguir los cabrones, como si fuera demasiado pura para durar mucho tiempo en esta mierda de mundo. -Acabó la cerveza y tiró la botella, que se hizo añicos contra un montón de planchas de metal-. Beth Ann tenía el mismo aspecto.

Agachó la cara para apoyarla contra las yemas del pulgar y el índice, y permaneció en esa posición, apretándose los ojos, sin decir nada. Mitchell se inclinó hacia él, le cogió el cuello con una mano y tiró de él hacia delante hasta que las frentes de ambos se tocaron.

Tim los observó con el rostro entumecido de temor.

– La cosa no mejora con el tiempo -afirmó, aunque su intención había sido preguntarlo.

Robert levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos de tanto frotárselos, pero no había lágrimas en ellos, sino ira. El viento hizo crujir el oscuro andamiaje a sus espaldas.

Mitchell se echó hacia atrás y apoyó los codos en la tierra, la cara apenas visible en la penumbra.

– La agresión sexual de un violador excitado y furioso suele durar unas cuatro horas -dijo-. Beth Ann no tuvo tanta suerte.

Tras esas palabras, bebieron en silencio.

Después de que Mitchell lo llevara hasta su coche, Tim regresó a su apartamento con buen cuidado de respetar las señales y no superar el límite de velocidad. En la radio no hablaban más que de la ejecución. A juzgar por las caras de los demás conductores, era evidente quién escuchaba las noticias y quién las comentaba por el móvil. Incluso notaba algo distinto en el ambiente, como si la propia ciudad hubiera recibido una descarga de adrenalina, absorbida por osmosis a partir de las repercusiones que había tenido la muerte de Lañe. La noche parecía emocionante y emocionada, imbuida de la animación del riesgo y las apuestas elevadas. La proximidad de la muerte hacía que los sentidos estuvieran a flor de piel.

Joshua cruzaba el vestíbulo con un marco minuciosamente labrado. Al entrar Jim, se detuvo y lo dejó en el suelo. En su minúscula oficina parpadeaba la luz azulada de la televisión, como siempre.

– ¡Espere! ¡Espere! -gritó, como si Tim quisiera huir-. Tengo unos documentos para usted. -Joshua apoyó el marco en la pared y entró en el despachito, para volver a salir con un contrato de alquiler a nombre de Tom Altman, siempre tan digno de confianza.

Con un dedo en el que llevaba una ágata inmensa apoyado en un lado de la barbilla, esperó a que Tim le echara un vistazo:

– Le queda bien la barba.

– Gracias.

– ¿Ha oído en las noticias lo del tipo al que le han reventado la cabeza?

– Algo han dicho en la radio.

– Un fascista menos. -Joshua se llevó la mano a la boca para sofocar un suspiro teatral-. Ahora sólo quedan cincuenta millones.

Una vez arriba, Tim entró en su apartamento y notó lo estéril del aire que contenía. Le llevó unos diez minutos erradicar la barba en ciernes con agua caliente y navaja.

Abrió la ventana y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas pensando en lo que tenía en la vida a sus treinta y tres años. Un colchón, una mesa, un arma, balas. Un coche con matrícula falsa que antes pertenecía a un traficante de droga.

Aunque no estaba sucia, volvió a limpiar la pistola, la lubricó, la pulió y pasó un cepillo por los agujeros del tambor. Cada golpe de cepillo lo acompañaba con una palabra que describía lo que bien podría haberle hecho a Kindell en el garaje. Asesinarlo. Matarlo. Ejecutarlo. Sacrificarlo. Destruirlo. Destriparlo.

La ejecución de Lañe no sólo había enmendado un error judicial, se dijo, sino que lo había acercado un poco más a Kindell. Y al secreto de la muerte de Ginny.

Tras comprobar el buzón de voz del Nokia, le sorprendió lo intenso de su decepción al no encontrar ningún mensaje. Dray no le había llamado después de que le dejara las notas en casa, lo que le dolió profundamente. La ausencia de llamadas también daba a entender que ella no había obtenido más información sobre el caso. Cuando la telefoneó, respondió el contestador. Volvió a llamar para oír de nuevo su voz y luego colgó.

Se encontró marcando el teléfono de Oso.

– ¿Dónde coño has estado, Rack?

– Aclarándome las ideas, supongo.

– Bueno, pues acláratelas rapidito. Esto de que desaparezcas no le hace mucha gracia a Dray, ni a mí tampoco.

– ¿Qué tal está? -Ahora caía en la cuenta de su auténtica motivación para llamar a Oso. Tim Rackley, todo un artista de la dinámica social adolescente.

– Pregúntaselo tú -respondió Oso-. Y ya que estamos, ¿cuál es tu número de teléfono?

– Aún no tengo número. -Tim se acercó a la ventana abierta-. Te llamo desde una cabina. Estoy buscando un domicilio algo más permanente.

– Quiero verte.

– Ahora no es el mejor…

– Escucha, o accedes a verme, o voy a buscarte hasta dar contigo. Y ya sabes que soy capaz. ¿Qué prefieres?

La brisa, contaminada por el calor de la cocina que daba a la callejuela, se llevó el olor rancio de la habitación, aunque el alivio no fue sino una sensación temporal. Tim respiró la amalgama de aire fresco y caliente. El tacto lejano de un dolor de cabeza le palpó las sienes.

– Muy bien -dijo Oso-. En Yamashiro, cenamos a primera hora, mañana a las cinco y media.

Oso colgó antes de que Tim tuviera oportunidad de responder.

Se quedó tumbado en el colchón, rodeado por la oscuridad. Cuando se durmió, empezó a soñar con Ginny. Se reía de él, los dientes infantiles y espaciados cubiertos por sus deditos.

No consiguió averiguar por qué.

Capítulo 20

La acusada pendiente de los jardines delanteros de Yamashiro, un restaurante japonés encaramado a una colina de la zona este de Hollywood, se asomaba al lejano destello de los anuncios de neón de Boulevard y Sunset. A través del miasma de niebla tóxica y gases de escape suspendido sobre todo el Strip, Britney Spears miraba con inmensas pupilas desde un anuncio colgado en la fachada de un edificio, como si fuera una especie de Gran Hermano.

Unos dos años atrás, Tim y Oso habían echado el guante a un fugitivo que hirió a la esposa de Kose Nagura durante el atraco a una joyería, y el gerente del restaurante les había mostrado su agradecimiento implorándoles incesantemente que fueran a comer gratis a su local. A pesar de que el ambiente distinguido del restaurante y todo el asunto del pescado crudo les hacía sentirse un tanto incómodos, procuraban aceptar la invitación alguna vez cada varios meses para que no se sintiera insultado. Además, servían buenas copas, la vista desde el bar en la cima de la colina era la más espectacular de todo Los Ángeles y el edificio -una réplica exacta de un gran palacio de Kioto- tenía un cierto atractivo majestuoso.

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