Tim se encogió de hombros.
– No está tan mal. Un hijoputa menos en la calle.
Oso arrugó la frente.
Tim bajó la mirada y jugueteó con la pajita de su vaso. Lo recorrió una emoción que tardó unos instantes en identificar: vergüenza. Cayó en la cuenta de que emanaba de él una energía nerviosa, de modo que dejó la pajita y posó las manos en las rodillas.
Oso le señaló con un palillo.
– No dejes que la muerte de Ginny te chupe la sangre. No dejes que te corrompa. Ya hay bastantes ignorantes por ahí. Si de alguien no espero algo así es de ti.
Llegó el camarero con los platos y comieron en silencio.
Mientras Tim aguardaba a que el semáforo se pusiera verde en Franklin y Highland, pasó un cortejo fúnebre. El coche con el féretro, sombrío y digno, iba a la cabeza, seguido por un convoy de vehículos relucientes de lluvia: los Toyota, los Honda y el obligatorio rebaño de todoterrenos. En un impulso, Tim se colocó detrás del último coche y siguió la hilera hasta el Hollywood Forever Memorial Park. Aparcó a manzana y media. Para cuando pasó por la solemne puerta principal y subió la primera colina cubierta de hierba, la ceremonia ya había empezado.
Observó a cierta distancia y distinguió a los familiares y amigos vestidos de negro y gris, diminutos cual figurines. Cuando el sol consiguió atravesar la niebla tóxica, Tim se puso las gafas de sol para protegerse del brillo. El presunto viudo echó una palada de tierra y piedras sobre el ataúd que Tim no alcanzaba a ver. Cayó sobre una rodilla; de inmediato, dos jóvenes se adelantaron y, no sin cierta desazón, lo ayudaron a incorporarse. El hombre se las arregló lo mejor que pudo. El sol le iluminaba las mejillas húmedas y tenía una mancha de barro en la pernera del pantalón azotada por el viento.
Llegó una inmensa bandada de cuervos y amortajó un sicomoro cercano, desde el que los pájaros se pusieron a mirar, brillantes y ominosos. Tim esperó unos minutos a que se marcharan, pero no se fueron, así que acabó por dar media vuelta y bajó por la colina, de un verde más que intenso, camino del coche.
– … En K.COM se lo están pasando en grande. Hacen avances informativos y ofrecen encuestas cada hora. En el programa de entrevistas de Chris Matthews han hecho un debate con Dershowitz, dos senadores y el alcalde Hahn, y ayer, en Donahue, hubo una discusión especialmente caldeada cuando se planteó el tema: «El asesinato de Lañe: ¿Terrorismo o justicia?»Rayner rebuscó entre sus notas mientras los otros permanecían sentados en torno a la mesa, prestando atención -unos más que otros-, a la espera de que concluyera el informe sobre los medios de comunicación. Igual que objetos reflejados, Robert y Mitchell estaban sentados en lados opuestos de la mesa, los dos repantigados en el sillón, los dos desgarbadamente cruzados de piernas con una zapatilla apoyada sobre la rodilla contraria. La languidez de su postura sugería aburrimiento; al fin tenían algo en común con Ananberg. El Cigüeña escuchaba con atención -Tim había observado que tenía tendencia a parpadear a menudo cuando se concentraba- y Dumone, retrepado en el asiento con la quietud de una estatua y las manos entrelazadas encima del estómago, escuchaba con una paciencia silenciosa, casi magnánima.
Al fin, Rayner llegó a la última página del informe.
– El metraje de la ejecución corre por Internet en cadenas de correos electrónicos con un mpeg adjunto. Es el tema preferido en una amplia variedad de chats. Una activista a favor de los valores familiares a la que han entrevistado esta tarde en Oprah ha dicho estar muy preocupada por el efecto que pueden tener esas imágenes en los niños. Lo ha comparado con la explosión de la lanzadera espacial Challenger en directo o el choque de los aviones contra el World Trade Center.
– Salvo que aquello fueron desgracias -comentó Robert.
La sonrisa socarrona de Mitchell asomó bajo el tupido bigote.
– Es una peli de dos rombos, eso seguro.
– Y ahora la gran noticia -anunció Dumone-. Sé de buena tinta que la Policía de Los Angeles ha recuperado una cantidad sin especificar de gas nervioso en el maletero del coche de Lañe. En un bote de aerosol. Dentro de un maletín, en el asiento del acompañante, han hallado planos del sistema de ventilación de KCOM, con los conductos clasificados según su accesibilidad. No parece inverosímil que Lañe tuviera previsto dejar un regalito a los medios de comunicación izquierdistas controlados por el gobierno antes de volver a la clandestinidad.
– ¿Por qué no ha trascendido esa información? -preguntó Tim.
– Pues porque la Policía de Los Ángeles se queda con el culo al aire. Los organismos de espionaje y seguridad pública no se dan prisa en hacer públicos sus patinazos, y menos después del 11 de Septiembre. Sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de un sospechoso tan evidente. Otra atrocidad que se ha evitado de chiripa.
– Y gracias a nosotros -añadió Robert.
Rayner se atusó el bigote con el pulgar y el índice.
– La gente no tiene ni idea de eso, pero las encuestas nos siguen apoyando de manera arrolladora.
– No lo hemos hecho por las encuestas -señaló Tim, aunque, por lo visto, Rayner no lo oyó.
– En los dos últimos días, tres programas de debate matinales han planteado a los espectadores variaciones de la misma pregunta: «¿Fue el asesinato de Lañe un acontecimiento condenable?» El «No» alcanzó el setenta y seis por ciento en el primer programa, el setenta y dos en el segundo y el sesenta y siete en el tercero. En las entrevistas a pie de calle de los noticiarios más serios se apreciaba una división al cincuenta por ciento entre los que daban su aprobación tácita y los ciudadanos indignados. Una minoría significativa expresaba su rechazo ante semejante acontecimiento, al margen de quién fuera la víctima. Uno de los comentaristas lo tildó de «pornografía».
– ¿Cómo averiguas todo eso? -preguntó Mitchell-. No creo que estés delante de la pantalla veinticuatro horas al día.
Me llegan dos veces al día faxes con datos referentes a los temas que investigo.
Ananberg se pasó las manos por los muslos para alisarse la falda. Llevaba una camisa a rayas de aspecto masculino con los puños bien almidonados, lo que, curiosamente, le daba un aire más femenino, y un jersey a la espalda con las mangas anudadas debajo del cuello. La montura de sus gafas acababa en una punta ascendente por ambos extremos.
– Los estudiantes de doctorado son los mejores caballos de tiro del mundo -comentó-. Y ni siquiera hay que pasarles el cepillo.
– Tal como yo lo veo, me parece que nadie sabe dónde situarnos todavía -dijo Rayner-. De modo que ahora me gustaría plantear la pregunta obvia a estas alturas, una pregunta que, no me cabe duda, todos debemos de habernos formulado: ¿Conviene que nuestra posición, que no nuestra identidad, trascienda al público?
– Desde luego que no -respondió Dumone-. El riesgo operativo sería demasiado alto.
– Nos convendría sacar algo más de la muerte de Lañe que la mera euforia colectiva. Es posible que sea más efectivo reivindicar la autoría y explicar cómo llegamos a semejante decisión.
– Creo que seríamos unos cobardes si no lo hiciéramos -añadió Ananberg-. Ningún Estado responsable, ninguna entidad que merezca mi respeto y confianza, lleva a cabo ejecuciones en secreto. Fue un acto público. En mi opinión, deberíamos filtrar un comunicado en el que se explique como determinamos su culpabilidad. «Los ciudadanos que nos hemos arrogado este poder, tomamos la decisión sobre la base de las siguientes pruebas…»-En este país no se pone al acusado en manos de la turba -repuso Dumone-. Nuestros jueces y jurados no buscan el respaldo de la sociedad, sino que se limitan a dictar sentencias.
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