Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Podríamos filtrar un equivalente de las actas judiciales -propuso Rayner.

– Cualquier documento de cierto peso estaría plagado de indicios para la prensa y las autoridades -le recordó Tim.

– No -dijo el Cigüeña-. Es impensable hacer una declaración. Sería un riesgo demasiado grande.

– Es irresponsable no comunicar al público las razones detrás de nuestra actuación -respondió Rayner-. Sin ellas, no les quedan sino las secuelas de un linchamiento.

La muerte de Lañe fue todo moderación, precisión, circunspección. La gente será capaz de verlo como una ejecución y no como un golpe -explicó Dumone.

– ¿A quién le importa cómo lo vean? -di)o Robert.

– Esa diferencia lo es todo -replicó Dumone en tono seco.

– Un comunicado serviría para aclarar el asunto con toda precisión -sugirió Rayner.

– Si están con nosotros, toquen la bocina del coche cuando vayan a trabajar -se mofó Tim.

– No sería algo tan vulgar, señor Rackley. Lo que intentamos es que el público recalcitrante establezca un diálogo significativo. ¿Cuál es la opinión de la sociedad acerca de los criminales que se acogen a ciertos vacíos legales? ¿Hay que cambiar el sistema? ¿Fue la ejecución de Lañe un acto de justicia?

– Sí -afirmó Robert.

Tim notó un aguijonazo familiar, una resistencia instintiva ante el convencimiento de Robert.

– Lo sabemos. Cualquiera que se moleste en analizarlo lo sabe. A mí me basta con eso -dijo Mitchell-. Y los que no pillen el asunto ahora lo pillarán después de la siguiente ejecución. No tardaremos en establecer un sistema de actuación. No nos hace ninguna falta presentar pruebas que podrían volverse en nuestra contra.

– Seguro que vas a estar muy solicitado en los programas de debate -dijo Dumone a Rayner-. Y, si lo crees conveniente, siempre puedes encarrilar la conversación en la dirección adecuada y orientar el diálogo sin revelar nada esencial. Pero, a estas alturas, no vamos a exponernos. Ya abordaremos el asunto más adelante.

Ananberg se retrepó en el sillón y cruzó los esbeltos brazos sobre el pecho en un mojigato gesto de frustración. Rayner ladeó la cabeza con cara de estar haciendo una concesión.

La supremacía financiera de Rayner y su soltura con la teoría social de salón lo ponían abiertamente al mando de la situación, pero cada vez estaba más claro que Dumone era quien llevaba la voz cantante en cuestiones prácticas. Cuando hablaba Rayner, los demás escuchaban; cuando se manifestaba Dumone, se callaban.

– ¿Por qué no pasamos a votar? -preguntó Robert-. No he venido aquí para hablar de misivas ni del puto programa de Oprah Win…

Dumone le mostró la palma de la mano, un gesto tranquilizador al tiempo que firme, e interrumpió a Robert a mitad de frase. Éste hizo una mueca desdeñosa a su hermano para salvar la honrilla mientras Rayner abría la caja fuerte y sacaba otro informe del montón. La carpeta cayó sobre la mesa con un ruido seco.

– Mick Dobbins.

– Mickey el Pedófilo -dijo Robert, y lanzó una mirada de soslayo a Ananberg-. Mira, monada, Mickey el Presunto Pedófilo no suena tan bien.

Dumone levantó la carpeta con una sola mano como si se tratara de un misal y luego la abrió.

– Jardinero en el Centro Infantil Venice. Ocho acusaciones de abusos a menores y una de asesinato en primer grado. Antes de los incidentes, tanto los niños como el personal del centro lo tenían en gran estima. -Pasó los informes de la investigación a Tim-. Tiene un coeficiente intelectual de setenta y seis.

– ¿Supone eso que la pena capital queda excluida directamente? -preguntó Tim.

Ananberg negó con la cabeza.

– En dos evaluaciones llevadas a cabo por psiquiatras independientes se llegó a la conclusión de que no se le podía clasificar como retrasado mental. Supongo que no es sólo una cuestión de coeficiente intelectual, sino que tiene que ver con el nivel de funcionalidad y otras variables.

El resto de los documentos se dividieron y circularon por la mesa.

– Siete niñas, de entre cuatro y cinco años, aseguraron haber sido objeto de abusos.

– ¿Cómo?

– Tocamientos genitales y anales. Inserción digital. Una niña dijo que la sodomizó con un bolígrafo.

– ¿Penetración?

– No. -Dumone hojeó las páginas para dar con los resultados del laboratorio.

– Entonces, ¿por qué se barajaba la pena de muerte? -preguntó Ananberg.

– Peggie Knoll fue hospitalizada con fiebre muy alta y temblores. A todas luces, era una infección de vejiga. Para cuando se la detectaron, se había convertido en una infección renal. Murió de… -abrió el informe del hospital-. Murió de «urosepsis masiva».

– ¿La analizaron para ver si había sido violada?

– No. Knoll nunca dijo que hubiera sido objeto de abusos. No fue hasta después de su muerte cuando dieron la cara las siete niñas, dijeron que tanto ellas como Knoll habían sufrido abusos y situaron los de Knoll unos días antes de su hospitalización. El fiscal dio marcha atrás e hizo pasar a unos cuantos expertos que declararon que si los abusos, sobre todo si fueron de carácter anal o vaginal, tuvieron lugar en ese período, probablemente fueron la causa de la infección de vejiga.

– ¿Cómo se la sacudió Dobbins? -preguntó el Cigüeña, que de inmediato enrojeció hasta las cejas e intentó ocultar la cara subiéndose las gafas con un dedo-. Me refería a la condena, claro.

– El jurado lo declaró culpable, pero el juez no creyó que hubiese base jurídica y desestimó el caso por falta de pruebas.

– Ahora ya se dedican a derrocar jurados -comentó asqueado Robert.

– La escasez de pruebas físicas era evidente -señaló Dumone-. No hay nada aprovechable en el informe médico de Knoll. El registro del apartamento de Dobbins tampoco arrojó ningún resultado positivo. El detective a cargo del caso vio un montón de pornografía en un armario del cuarto de baño con varios números de la revista de joven- citas Apenas legal.

– Eso pensaba yo -dijo Ananberg. Seis pares de ojos se volvieron hacia ella. Mitchell hizo una mueca de contrariedad evidente; Tim fue el único que esbozó una media sonrisa.

– La pornografía no cuenta una mierda -dijo Robert-. ¿Qué más? ¿Qué hay de los informes médicos de las demás niñas?

El Cigüeña, que tenía fijos en una hoja delante de sí los ojos, brillantes tras las gafas, levantó la mano.

– Los informes no arrojaron resultados definitivos. Nada de desgarros, cicatrices, magulladuras, hemorragias ni traumatismos asociados con la penetración.

– Pero la penetración fue meramente digital -dijo Mitchell-. Eso debe de causar menos traumatismos.

– En una niña de cinco años, tendría que haberse detectado algo -respondió Ananberg.

– ¿Cuánto tiempo transcurrió entre los presuntos abusos y la revisión realizada a las niñas? -preguntó Tim.

El Cigüeña volvió la página.

– Dos semanas.

– Tiempo más que suficiente para recuperarse.

– Sobre todo si sólo fueron desgarros superficiales o pequeñas magulladuras -añadió Mitchell.

– ¿Nada de ADN ni pruebas por el estilo? -indagó Ananberg-. ¿Por ninguna parte?

Rayner negó con la cabeza.

– No.

– De modo que todo el caso se fundamentaba sobre los testimonios de las niñas, ¿no? ¿Disponemos de las grabaciones de los interrogatorios?

Rayner sacó dos cintas del maletín.

– Las conseguí hace unas semanas. -Cruzó la sala y puso una en un reproductor de vídeo oculto en un armario de madera oscura-. El fiscal encargado de la supervisión y yo estuvimos juntos en el Ivy. -Ante la expresión de perplejidad de los demás, añadió-: Mi club de gourmands en Princeton.

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