Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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– Estoy de acuerdo -corroboró Tim.

– ¿Te preocupa?

– Desde luego. -Tim miró de reojo hacia las ventanas iluminadas de la casa. Dumone, el Cigüeña y Robert esperaban sentados a la mesa de reuniones. Paseó la mirada por el costado del edificio y vio a Rayner, que cogía una botella de agua de la nevera. Mitchell apareció a su lado y Rayner se le acercó, le puso una mano en el hombro y le susurró algo al oído. Tim volvió la mirada hacia Dumone y se preguntó si estaría al tanto de que Rayner se andaba con secretitos un par de habitaciones más allá. Tim había dado por sentado que no se tenían mucho aprecio: el paleto racista y el empollón, que se soportaban únicamente en tanto que instrumentos de cara a alcanzar sus respectivas metas.

– Dumone es muy capaz de mantenerlo a raya. A él y a Mitchell -dijo Ananberg.

Tim se mordió la cara interna de la mejilla.

– S i siente amenazado por tu agudeza. Y tu coherencia.

– Y tú, ¿te sientes amenazado?

– Creo que es justo lo que nos hace falta.

– F, posible. Pero, de algún modo, me parece un tanto frívolo. Incluso a mí.

– ¿Por qué? -preguntó Tim.

– Mira. -Asomó la timidez a los ojos de la mujer y apartó de inmediato la mirada-. Me parece estupendo que busques una idea de justicia que puedas abarcar en tus manos. Es una actitud valiente, casi. Pero para mí es igual que creer en Dios. Supongo que sería divertido. Desde luego me reconfortaría. Pero me quedo con mis estadísticas y mis escasas regurgitaciones dogmáticas porque ya me sé las reglas del juego.

Tim profirió un suspiro pensativo pero no respondió. Siguió mordiéndose la cara interna de la mejilla mientras observaba las siluetas oscuras de los arbustos.

Ella estaba a su lado y escudriñaba el jardín como si intentase desentrañar qué miraba él.

– El asunto de Lañe ha sido una auténtica maravilla.

– Trabajo en equipo -arguyó Tim.

– Bueno, tú has tenido que apechugar con la parte más dura. -Meneó la cabeza y Tim volvió a oler su fragancia; pensó en su cabello-. Robert ha acertado en algo: las calles me son ajenas por completo. Me alegro de estar a este lado de la valla. Lo mío es discutir, revisar, analizar… Sería incapaz de hacer lo que tú haces, todo eso del riesgo, el peligro y la valentía bajo presión. -Le dio una palmada en el brazo-. ¿Por qué te hace sonreír lo que digo?

– No se trata de valentía, ni de emociones fuertes.

– Entonces, ¿por qué lo hacéis? Librar batallas, hacer que se cumpla la ley, arriesgar la vida… ¿Por qué?

– La verdad es que no hablamos de ello.

– ¿Y si hablarais?

Tim lo sopesó unos instantes.

– Supongo que lo hacemos porque nos preocupa que nadie más esté dispuesto a hacerlo.

Ananberg se quitó el cigarrillo sin encender de los labios y lo volvió a meter en el paquete.

– No se puede decir que seáis todos de la misma opinión. -Volvió hacia la casa a paso tranquilo, con la cabeza gacha, sorteando los caracoles que había en el patio.

Arreció el viento, gélido y húmedo, y Tim metió las manos en los bolsillos. Las yemas de sus dedos tocaron un trozo de papel; un tanto perplejo, lo sacó. Vio en él un número de teléfono y una dirección, escritos con letra femenina.

Se volvió, pero Ananberg ya había vuelto a entrar en la casa. Poco después la siguió.

Los seis miembros de la Comisión estaban sentados a la espera de que Tim regresase. Perfectamente centrada delante de Rayner, como si tuera un plato a la espera de que le hincaran el diente, había una carpeta negra.

La cuarta, pensó Tim. Luego dos más y después Kindell.

El Cigüeña, absorto en una dicha absoluta, hacía avioncitos con folios en blanco mientras tarareaba para sí la sintonía de la serie de televisión El avispón verde. Dumone estaba repantigado en el sillón, la uve de su entrepierna refrescada por un bourbon recién servido.

Rayner se inclinó hacia la mesa y puso una mano extendida encima de la carpeta.

– Buzani Debuffier.

Miradas inexpresivas en toda la mesa, salvo Dumone, que esbozó una sonrisa taimada.

– Debuffier es un santero de los grandes. Mide casi dos metros en un mal día.

Tim se dejó caer en la silla.

– ¿Santero? -preguntó.

– Un sacerdote vudú. Suelen ser cubanos, pero Debuffier tiene también sangre haitiana.

El tarareo del Cigüeña alcanzó un tono molesto.

– ¿Por qué no te callas de una puta vez? -dijo Robert.

El Cigüeña se interrumpió, sus manitas gordezuelas a medio plegar un papel. Se subió las gafas con un nudillo y parpadeó a modo de disculpa.

– ¿Lo estaba haciendo en voz alta?

Tim cogió la foto de la detención de Debuffier. Le devolvió la mirada un hombre disgustado con la cabeza afeitada y el blanco de los ojos pronunciado en contraste con el tono de piel negro azabache. Llevaba una camisa de franela sin mangas que dejaba al descubierto los hombros. Destacaban sus deltoides, firmes y definidos, como si estuviera intentando forzar las esposas. A juzgar por su complexión, probablemente iba por buen camino.

– ¿De qué va el caso? -preguntó Tim.

Dumone abrió la carpeta y echó un vistazo al informe sobre la escena del crimen.

– Sacrificio ritual de Aimee Kayes, una muchacha de diecisiete años. Se encontró su cuerpo descabezado en una callejuela, envuelto en una tela multicolor, con sal gorda, miel y mantequilla untadas en el muñón sanguinolento del cuello. Le habían quitado la vértebra superior. El experto de crímenes rituales de la Policía de Los Ángeles halló pruebas de que esos detalles coinciden con los sacrificios rituales de la santería.

– ¿Sacrifican personas? ¿Habitualmente? -preguntó el Cigüeña.

– Sólo en las películas de James Bond -contestó Ananberg, al tiempo que cogía el informe del médico forense-. Los santeros suelen matar aves y ovejas. Incluso en Cuba. Hice una investigación antropológica al respecto en la universidad.

– Entonces, ¿qué tenemos entre manos?

– Un tipo que está como una cabra, eso es lo que tenemos entre manos. La risilla de Duraone se convirtió en un acceso de tos. Apartó el puño de la cara y luego se bebió el bourbon sin dejar una sola gota.

– El experto en crímenes rituales declaró que, teniendo en cuenta los detalles concretos del sacrificio, probablemente Debuffier creía que la víctima era un espíritu maligno.

– Se hallaron en su estómago semillas de girasol y coco. -Ananberg levantó la mirada de los documentos-. La comida previa al sacrificio. Si la víctima come, quiere decir que el sacrificio complace a los dioses.

– No creo que eso la consolara mucho -comentó Rayner.

El Cigüeña se llevó la mano a la boca para ocultar un bostezo.

– Lo siento. Hace rato que debería haberme acostado.

Robert deslizó sobre la mesa una fotografía del escenario del crimen en papel satinado.

– Seguro que esto te quita el sueño.

– ¿Qué relaciona a Debuffier con el cadáver? -indagó Tim-. Aparte de que es un sacerdote vudú.

Dumone pasó a Tim las declaraciones de los testigos oculares.

– Dos testigos. La primera, Julie Pacetti, era la mejor amiga de Kayes. Las dos chicas fueron al cine pocas noches antes de que Kayes desapareciera. Después de la película, Pacetti fue al baño y Kayes la esperó en el vestíbulo. Cuando salió Pacetti, Kayes le dijo que Debuffier acababa de abordarla para que fueran a dar una vuelta juntos. La había asustado, y rechazó la invitación. Cuando las chicas salieron al aparcamiento, Debuffier las esperaba en una camioneta El Camino negra. Al observar que Kayes no estaba sola, se largó, pero Pacetti tuvo tiempo de echarle un buen vistazo.

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