Gregg Hurwitz - Comisión ejecutora

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Tim Rackley, un agente federal norteamericano, ve que su vida queda destrozada cuando asesinan a su hija. La polícia cuenta con numerosas pruebas contra el asesino, un hombre con problemas mentales y antecedentes penales llamado Kindell. Sin embargo, éste acaba librándose de la condena por un tecnicismo legal y queda en libertad. Rackley está convencido de que Kindell no actuó en solitario y en su desespero por encauzar su dolor, por entrar en la Comisión.

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La calidad de la cinta dejaba mucho que desear; el sonido tenía altibajos y la iluminación teñía toda la sala de interrogatorios de blancos y amarillos. Había una niña sentada en una silla de plástico con los talones encima del asiento y las rodillas casi a la altura de la barbilla.

La entrevistadora -presumiblemente una asistente social de Presuntos Abusos a Menores y Desatención- estaba sentada en un taburete bajo, de cara a la niña:

«¿Así que te tocó?»La pequeña se abrazaba las piernas y se cogía las espinillas con las manos.

«-Sí.

»-Vale, lo estás haciendo muy bien, Lisa. ¿Te tocó en alguna parte que tú no quisieras?

»-No.»La asistente social fruncía entonces el ceño, una arruga apenas visible entre las cejas. Tenía una voz suave y tranquilizadora.

«¿Seguro que no te da miedo contármelo, bonita?»Lisa apoyaba la barbilla en las rodillas. Su cabeza subía y bajaba varias veces. Tim cayó en la cuenta de que la niña mascaba chicle.

«-No me da miedo.

»-Vale. Entonces te lo voy a preguntar otra vez… ¿Te tocó por la parte inferior del cuerpo?»Se oyó una vocecita, casi inaudible:

«Sí.»La asistente social adoptaba una expresión compasiva.

«¿Dónde? ¿Me lo enseñas con estos muñecos?»Casi al instante aparecían dos muñecos del bolso de la asistente, con sus brillantes genitales de poliéster y todo.

Lisa los observaba atentamente antes de alargar la mano para cogerlos. Después hacía que el muñeco tomara de la mano a la muñequita y, al cabo, miraba a la asistente.

«Muy bien. ¿Y luego qué?»Lisa disponía a los muñecos dándose un abrazo.

«Vale, ¿y luego?»Lisa se mordía el labio inferior con expresión pensativa y ponía la mano del muñeco en el pecho de la muñeca.

«Muy bien, Lisa. Muy bien. ¿Así es como te dijo Peggy que la tocaron?»Lisa asentía entonces con solemnidad.

Rayner puso cara de preocupación y cruzó una mirada con Ananberg, que meneó la cabeza impertérrita.

– Primero vamos a ver el resto de las entrevistas -dijo.

Adelantando de vez en cuando la cinta, vieron las seis entrevistas siguientes, todas ellas caracterizadas por las mismas técnicas en labios de la misma asistente social.

Cuando la última niña acabó de narrar entre lágrimas los abusos que había sufrido, Rayner detuvo la cinta.

– Fue una maldita caza de brujas. No me extraña que el juez invalidara el veredicto.

– ¿Qué dices? -saltó Robert-. Todas y cada una de esas niñas dijeron que habían abusado de ellas. Hasta lo escenificaron con los muñecos.

– La asistente social les hizo preguntas capciosas, Rob -explicó Dumone-. En el caso de los adultos, es lícito intentar sonsacar a alguien una confesión, pero los niños son más impresionables. Imitan como loros.

– ¿En qué sentido son capciosas las preguntas?

– Para empezar, apenas se hicieron preguntas generales -respondió Ananberg-. Como, por ejemplo, qué ocurrió. La asistente social apuntaba, implantaba la información por medio de preguntas cerradas y sugerentes. De ese modo, «¿Te tocó por debajo del cinturón?» se convierte en «¿Dónde te tocó por debajo del cinturón?» Y condicionaba a las niñas. Las recompensaba por las respuestas que quería oír: sonreía, les decía «Muy bien», las animaba.

– Y fruncía el ceño cuando no le gustaba lo que oía -añadió Rayner-. Si una niña respondía «mal», se veía sometida a una repetición de las preguntas, así como a la desaprobación tácita de la entrevistadora, hasta que se inventaba algo.

Tim hojeó las notas del detective, pésimamente fotocopiadas, que contenía el informe.

– Las niñas frecuentaban los mismos círculos. Los padres se conocían entre sí. Después de la primera acusación, las familias se reunieron en varias ocasiones, y se celebraron conferencias en la escuela. Sus testimonios se vieron contaminados mutuamente. Las entrevistas grabadas son de fechas posteriores. Las testigos no partían exactamente de cero.

– Y quién sabe cuántas oportunidades surgieron de implantarles recuerdos o reafirmarlas en ellos -apuntó Ananberg-. Otras niñas, los medios de comunicación… -Trazó un bucle con la mano para dar a entender que la lista continuaba.

– ¿Qué hay de los muñecos? -dijo Mitchell.

– Se puede decir lo mismo -contestó Rayner-. Además, no se recomienda utilizar muñecos de esos realistas, desde el punto de vista anatómico, con niños de tan corta edad.

– Sólo con los más talluditos -dijo Ananberg.

Robert la atravesó con la mirada.

– Esto no es una puta broma. -Hizo un gesto en dirección a su hermano-. Para nosotros, no.

– No creo que lo haya dicho con mala intención -terció Dumone.

– No, tiene razón. -Ananberg se pasó la mano por el cabello cas taño oscuro-. Lo siento. Sólo intentaba aligerar el tono de la conversación. Es un asunto muy… delicado.

– Si no te van los asuntos delicados, igual te has equivocado de sitio.

– Robert. Se ha disculpado -dijo Tim-. Sigamos adelante.

Ananberg adoptó su típico tono enérgico y profesional.

– Según la investigación de Ceci y Bruck publicada en mil novecientos noventa y cinco, las entrevistas a niños de corta edad con muñecos realistas desde el punto de vista anatómico son muy poco fiables.

Mitchell levantó la mirada de las actas del juicio.

– ¿Qué coño importan los muñecos? Según esto, el tipo confesó.

– La defensa puso en tela de juicio la confesión de una manera más que convincente -dijo Rayner, que se acercó al reproductor de vídeo y cambió la cinta.

Apareció en la pantalla la fría luz de una sala de interrogatorios. La cámara captaba parte del reflejo del reverso de un espejo falso. Mick Dobbins permanecía encorvado en una silla de metal plegable mientras dos detectives le hacían preguntas. A pesar de lo sólido de su estructura y de tener los hombros anchos, su apariencia era claramente juvenil. Los brazos le colgaban sueltos y pesados entre las piernas abiertas y tenía desatada la zapatilla del pie derecho, vuelto de lado. Se le había soltado uno de los tirantes del peto, que oscilaba a su lado como un yoyó a la espera de que alguien lo cogiera.

Los detectives lo habían puesto bajo una luz intensa; uno de ellos siempre permanecía fuera del campo de visión de Dobbins, a su lado, justo detrás. Este tenía la cabeza gacha pero intentaba seguir a los detectives con los ojos, que miraban nerviosos desde detrás del flequillo sudoroso. De su cabeza, curiosamente rectangular, sobresalían unas orejas bajas como asas de taza idénticas.

«-Así que te gustan las niñas, ¿eh? -preguntaba e! detective.

»-Sí. Las niñas. Las niñas y los niños.»Nada más hablar Dobbins, su leve retraso se hizo evidente por el escaso registro y la cadencia laboriosa.

«-La niñas te gustan mucho, ¿verdad? ¿Verdad? -El detective levantaba ahora un pie y lo apoyaba con firmeza en el trozo de silla que quedaba libre entre las piernas de Dobbins. Este bajaba más aún la cabeza y metía la barbilla en el hueco de la clavícula. El detective se inclinaba hacia delante hasta quedar a escasos centímetros de él-. Te he hecho una pregunta. Háblame de ellas, háblame de las niñas. ¿Te gustan? ¿Te gustan las niñas?

»-Sssí. Me gustan las niñas.

»-¿Te gusta tocarlas?»Dobbins se limpiaba la nariz con el dorso de la mano, un gesto desmañado, frustrado. Murmuraba para sí mismo:

«-Chocolate, vainilla, vainilla con virutas de…»El detective chasqueó los dedos delante de la cara de Dobbins.

«-¿Te gusta tocarlas?

»-Las abrazo. A las niñas, y también a los niños.

»-¿Te gusta tocar a las niñas?

»-Sí .

»-¿Sí, qué?

»-Me gusta tocar a las niñas. Me…

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