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Gregg Hurwitz: Crimen De Autor

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Cuando el escritor de novela negra Drew Danner despierta en la cama de un hospital y es acusado de asesinar a su ex novia, todo su mundo se derrumba. Acaba de ser operado de un tumor cerebral, y no sabe si es culpable o inocente. A la vez protagonista y escritor, Danner «escribe» esta originalísima novela en un intento de reconstruir una trama en la que todo parece implicarle. Con la ayuda de Chic -un jugador de béisbol fracasado-, Preston -su editor- y Lloyd -un perito criminalista que le asesoraba con sus novelas- tratará de resolver el misterio.

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– Detrás de usted -murmuró.

Giré en redondo y casi tropecé con el extremo de un tubo de uso médico.

Lloyd estaba en el umbral.

– Maldita sea -dijo con tristeza-. Maldita sea, Drew.

Di medio paso a mi derecha con la esperanza de que Lloyd no viera el desmontador. Si no le daba pie, la cosa no tenía por qué ponerse violenta, ¿o sí? La bandeja flotante presionó mi zona lumbar. Sissy murmuró algo más y luego enmudeció.

– No puedo dejarla morir, Drew -dijo Lloyd-. No puedo. Menos aún cuando estoy en situación de hacer algo por ella.

Mi voz sonó áspera:

– Pero ¿por qué… por qué me elegiste a mí?

Lloyd bajó la mirada a mis zapatos.

– Durante los últimos años he consultado diariamente ese registro de trasplantes. Un día y otro día… Y miraba a esas dos mujeres cuya médula se correspondía con la de Janice. Una se había borrado de la lista, y la otra tenía ya la médula comprometida. No había nada que hacer. De día procesaba cuerpos, de noche veía morir a mi mujer. -Apoyó una mano en la puerta medio abierta, balanceándola ligeramente-. Pero una noche recibí una llamada urgente. Y allí estaba Genevieve, tendida en su dormitorio. Me quedé de piedra. Los sanitarios me dijeron que la policía te había detenido, que habías tenido un ataque epiléptico, que estabas en el quirófano. Volví a donde estaba Genevieve, me fijé en aquella zona despejada en su cadera. Y entonces se me ocurrió cómo hacerlo.

– Entonces, ¿tú no la mataste?

– No, claro que no la maté. -Apretó los labios en una sonrisa compungida-. No me servía de nada. Ni a Janice. Pero ya ves, fue una inspiración. Y tú, mientras tanto, asustado y paranoico. Viéndotelas con unos inspectores que te acusaban del crimen. Lo único que tenía que hacer era añadir unos rasguños a la cadera de la próxima víctima. E ir soltándote cuerda a ti. Fuiste tú quien me proporcionó la siguiente vuelta de tuerca, y luego otra más. Un tipo que trabajaba en Home Depot. Ciento cincuenta y tres propietarios de camionetas Volvo marrón donde elegir candidato. Tu imaginación da para mucho, ¿entiendes? -Absorto en sus pensamientos, metió en la habitación con la punta del pie el tubo que pasaba por detrás de él. Luego me miró a la cara-. Para que esto funcionara, necesitaba un Drew. Y tú eras el Drew perfecto.

Aturdido por el peso de la verdad y el soporífero zumbido del filtro, me centré en sus palabras. Me resultó extrañamente difícil.

– Te ayudé a escribir todos esos libros -dijo Lloyd-. Así que supuse que tú podrías ayudarme a escribir éste.

– Sé que tenía una deuda contigo -dije-. Pero ¿tan grande era?

Nos miramos. Había inclinado su peso hacia delante y no podía ver sus manos, lo que me puso nervioso. Pasé las mías a la espalda y agarré la bandeja metálica. La llave estaba lejos de mi alcance, sobre la cama.

– Bueno -dije.

– Bueno. -Frunció el ceño y su boca se contrajo un poco, como a punto de hacer pucheros, pero sus facciones recuperaron enseguida la serenidad-. ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– Pedir una ambulancia para Sissy. Y para Janice. Unos polis a los que probablemente conocemos vendrán por ti. Iremos con ellos y lo explicaremos todo.

– No. -Meneó la cabeza-. Te diré cómo irá la cosa. Yo te mataré. Y luego mataré a Sissy. Y después le inyectaré su médula a Janice.

Noté un calor repentino en mi cicatriz, y enseguida un escozor insoportable. Mis dedos rozaron el mango del cuchillo de deshuesar que tenía a mi espalda.

– ¿Cómo piensas hacer todo eso? -pregunté.

Lloyd se inclinó y alcanzó algo que había detrás de la puerta.

Me sobrevino un mareo. Percibí no un olor sino un cambio en la consistencia del aire. Perdí momentáneamente el equilibrio, pero lo recuperé. Cuando levanté la mirada, una máscara antigás me estaba mirando desde el umbral, sus filtros cilindricos como mandíbulas de insecto. Ahora la puerta estaba abierta del todo, y eso me permito ver el bote que Lloyd había estado escondiendo. Su mano descansaba sobre la válvula que tenía en la parte superior. En la otra mano sostenía una mascarilla de plástico con la forma de la nariz y la boca, y el tubo conectado a la cánula. Miré medio mareado el extremo de tubo que tenía a mis pies, reparando sólo ahora en el leve siseo que había sonado todo el rato, y que el zumbido del filtro había hecho casi inaudible.

Lloyd arrancó la válvula, desvió el gas hacia la mascarilla, y se abalanzó contra mí. Tanteé en busca del cuchillo y lo frené con el otro brazo, pero él consiguió plantarme la máscara en la cara. Inhalé gas puro y al punto las rodillas me fallaron. Al sacudir los brazos golpeé la bandeja, y caí en medio de un estrépito metálico.

Mi mano buscó el cuchillo entre los pliegues del plástico de pintor, y finalmente tocó el frío mango. En el momento en que Lloyd se me venía encima y me apretaba de nuevo la máscara contra la cara, adelanté el cuchillo y presioné su abdomen hasta que finalmente rompió la tensión epidérmica con un ruido sordo y se hundió. Lloyd cayó sobre mí, su máscara antigás fuera de sitio, cubriendo ahora sus rizos. Al agitar las piernas, volqué el bote de pyrex: un tintineo de cristal roto seguido del hedor a formol típico de la clase de Ciencias. Lloyd lloraba sobrecogido; la cara, una máscara de dolor. Mis dos manos, que aferraban el mango del cuchillo, estaban atrapadas bajo el peso moribundo. Sus dedos se hincaron en mis mejillas, tratando de mantener la mascarilla pegada a mi boca y mi nariz.

Farfulló algo y luego se desplomó, babeando sangre en mi pecho.

Caucho quemándose.

El olor acre inunda mi cabeza, impregna mis cavidades nasales, envuelve mi cerebro. No puedo sacármelo de dentro.

Voy en coche. El reloj del salpicadero marca la 1.21.

Aparece la casa de Genevieve. Doy un volantazo y me subo al bordillo, rompiendo un aspersor en el margen del césped decorativo.

El ruido de la puerta del coche al abrirse, corro hacia la casa, noto caliente la musculatura de los muslos. Mi carne está pegajosa, vibra con un terror desconocido. Llego al porche. Dentro suena música.

Agarro el tiesto, me resbala, el platillo se agrieta. Lo intento de nuevo, cojo la llave de latón que hay debajo. Mis manos tratan de abrir el cerrojo. Se me cae la llave y rebota en el suelo, pero no se cuela por los resquicios.

Mi cabeza enturbiada por el hedor, introduzco la llave, giro y empujo. Al entrar tambaleándome, golpeo la mesita. El pisapapeles de Murano se desliza como un disco de hockey sobre hielo y se hace añicos, segmentos de millefiori repicando en el suelo de mármol.

Cuerdas etéreas, metales atronadores, el penetrante aullido de una soprano.

«Perché tu possa andar… di là dal mare…»

Subo la escalera como flotando, mis pies apenas tocan la moqueta.

Genevieve yace boca abajo con las piernas recogidas, como si hubiera estado arrodillada.

Muerta.

La sangre ha empapado la moqueta blanca a su alrededor. La ventana está abierta y su bata de seda crema, que ha dejado al descubierto un pálido hombro, ondea con el viento.

Algo se afloja en mi pecho y lanzo un grito, corriendo hacia ella. La agarro suavemente por los hombros y trato de darle la vuelta. Uno de sus brazos se balancea tieso, con el codo doblado, y me golpea la cara.

El crescendo implacable de la música.

«Amore, addio! Addio! Piccolo amor!»

La tengo reclinada en mis brazos, el índice de una mano delicada señalando como el Adán de Miguel Ángel, pero le falta la pareja. El cuchillo está hundido hasta el mango. Sollozando, frenético, agarro la punta de acero inoxidable con ambas manos y estiro. Genevieve cae de mi regazo.

La negrura invadió mi sueño-recuerdo, poco a poco, hasta borrar del todo mi visión.

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